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Los empleados de la casa de remate vinieron el día anterior a la fecha publicada en el aviso y organizaron todo. "Vos marcá lo que te querés llevar, nosotros etiquetamos con precio el resto", le dijo el encargado de la feria americana que convertiría en efectivo el contenido de lo que había sido su casa los últimos once años. Ariel se había empecinado en que él no se iba y que se quedaba viviendo con sus abuelos paternos. Él y el golden retriever, que Lala nunca terminó de pagarle a Carla Masotta. Ariana sintió envidia, si tuviera edad ella también se quedaría con Ariel. Pero no tenía edad. "Yo me llevo mis Barbies", dijo. "Nadie se lleva nada", le contestó Lala. "¿Por qué?" "¿No estás un poco grande para Barbies?" Ariana no entendió. Miró a su padre. "¿Por qué, papá?" Martín no contestó. "Porque hay que aprender que nada es para siempre", dijo su madre.

La venta se iba a realizar en todos los ambientes de su casa, aunque el aviso aludiera sólo a uno, el garaje. "Garage Sale. Flia ausentand.: Carro golf batería, palos Callaway lera mano, eqs audio Marantz, Sony, dos raquetas Head Titanium, 2 PC pentium, walkm, discm, minicomp, DVD, much/más elect., lámparas, adornos, chiquitaj." Qué será "chiquitaje", se preguntó. "Lavarropas autom. carg. ftal, cortinas, toallas, manteles, ropa amb/sex. talle M, ropa chs, cinta correr, perfumes, peluches, Barbies, art. s/deter. Vení y revolvé." Lala tiró el diario sobre la mesa. Nadie les dijo que podían poner "Vení y revolvé". "Es de forma, señora, lo ponemos siempre", le contestaron. Eran las ocho de la mañana del sábado. "Unic. día Sábado 12 de 9 a 17 hs." "Mis Barbies, no", lloró Ariana cuando descubrió que le habían puesto una etiqueta con el precio en la frente a la Barbie enfermera. Lala la mandó a jugar a la casa de Sofía Scaglia. Ariel había desaparecido desde el día anterior y había avisado que no volvía hasta tarde. Martín se había ido con el Tano, lo había invitado a jugar al tenis después de años. "Acá no voy a hacer más que molestar." Fue con una raqueta prestada, la suya estaba parada junto a los palos de golf con una etiqueta en el grip que decía US$ 100. Ella no quiso irse. Quería ver quién se llevaba cada cosa, cómo las tocaban, la forma en que caminaban por su casa, cómo descartaban lo que no les interesaba, cómo regateaban un precio o pedían rebaja cuando compraban varios artículos. Finalmente no había juntado la fuerza para hacer ella la selección y la había dejado en manos de la empresa de venta. "Yo no me quiero llevar nada, lo que sirva para vender, véndanlo, y lo que no se tira." Por eso, aunque se sorprendió, no dijo nada cuando vio sobre su cama dos pilas de ropa interior usada, marcada con precio. Toda la pila de bombachas Victoria's Secret fue vendida antes del mediodía. Las nacionales las compró la nueva mujer de Insúa "para la chica que trabaja en casa, si vieras el estado en que tiene su ropa interior… Yo no sé cómo pueden".

Un desodorante a medio usar, una botella de whisky por la mitad, cajas de tés ingleses abiertas, frascos de perfumes empezados. Amigas, vecinos, desconocidos que llegaron invocando el aviso, se llevaron todo. Dejaron una frazada que tenía una mancha de una quemadura con forma de plancha, y alguna ropa irremediablemente de otra temporada.

A la noche sólo quedaban las camas, los cepillos de dientes, la ropa que llevaban puesta, algunas bolsas de plástico con compras que por distintos motivos serían retiradas al día siguiente, y las dos valijas donde Lala había metido el único equipaje que viajaría con ellos al Norte. La camioneta estacionada al frente de la casa ya no era de ellos, la usarían hasta irse y luego serviría para cancelar una deuda con el padre de Lala. Estarían viviendo así por unos días, hasta que tuvieran que entregar la casa, después un tiempo más en la casa de los padres de Martín, y de ahí, visa mediante, directo al Norte.

"¿Quién se llevó mis Barbies?", le preguntó Ariana a su madre. "Ya no son más tus Barbies." Ariana apretó los labios y contuvo las lágrimas. "Hay que crecer, Ariana." "Podrían haberme dejado una", se quejó. "Hubiera sido peor", contestó su padre.

Se fueron a dormir. En la mitad de la noche, Ariana despertó. Buscó a su hermano en el colchón de su cama, pero no estaba. Recorrió lo que quedaba de lo que había sido su casa. Entre las bolsas que serían retiradas al día siguiente, descubrió una en la que a través del plástico podían distinguirse sus Barbies. Sobre la bolsa anudada habían pegado un papel que decía "Rita Mansilla". Ariana la conocía, era la abuela de una de sus amigas del barrio. Se imaginó a su amiga peinando sus muñecas. Una a una, acariciándoles el pelo. Mientras ella en Miami con la plata de su abuela se compraba esas cosas mucho más interesantes que decía su mamá que había en ese lugar, cosas que no podía imaginar ni ponerles nombre. Abrió la bolsa. Eran diez. Cinco Barbies rubias, tres morochas y dos pelirrojas. La Barbie enfermera era rubia, como ella. Su preferida. Cuando fuera grande Ariana quería ser enfermera, si es que en Miami había enfermeras. Seguro que había. Y si no se volvería a La Cas cada con Ariel. Con Ariel, sí, pero no a La Cascada, cierto que él tampoco va a vivir más acá, pensó. Además de las Barbies, en la bolsa había un par de botas y tres bombachas blancas de su mamá. Fue a su cuarto a buscar una tijera en la mochila del colegio y una vez de regreso se sentó en el piso, junto a la bolsa abierta, y a una por una les cortó el pelo hasta dejarlas peladas. Sobre el piso de pinotea las mechas rubias se mezclaban con las morochas y las coloradas. A su alrededor todo eran pelos muertos de colores artificiales. Se cortó ella misma un mechón de pelo del flequillo y lo mezcló con el pelo de las muñecas. Juntó todo con la mano y se metió el bollo de pelos en el bolsillo de su pijama. Miró las muñecas por última vez, las volvió a poner en la bolsa, tratando de que no tocaran las bombachas, hizo el nudo y se fue a dormir otra vez.

42

A partir del encuentro con Alfredo Insúa y de la viaticación, el Tano empezó a pensar más que nunca en los seguros. Y en la muerte. De alguna manera la muerte estaba instalada en el ambiente. Dos aviones habían bajado las Torres Gemelas como a un castillo de naipes, y nadie podía salir de su asombro. El día del atentado los chicos estaban en casa, la caída coincidió con el Día del Maestro así que nadie tenía clase, pero a media mañana se fueron a un cumpleaños. "Averigua si no se suspende por lo de las Torres", le dijo a Teresa. "¿Y eso qué tiene que ver?, si fue en Nueva York", preguntó ella y salió con sus hijos al cumpleaños que los esperaba. Y el Tano tuvo otra vez la casa vacía para seguir pensando.

Él tenía su póliza de vida en Troost. Pero su póliza no tenía cláusula de retiro anticipado. Era una póliza tipo que hacían en todo el mundo para los ejecutivos de esa compañía. Y él estuvo de acuerdo, nunca previo que pudiera necesitarla antes. Creyó que todo seguiría como hasta entonces. O mejor. Cada cambio de trabajo a lo largo de su vida profesional había sido para ganar un sueldo mayor y un trabajo de mayor responsabilidad y desafío. Tampoco tenía sida, ni ninguna otra enfermedad con certeza de muerte, con las que negociaba Alfredo Insúa el descuento de seguros de vida. Y si tenía, no lo sabía. Pero todas las vidas tienen certeza de muerte, pensó. Una muerte en algún momento, tal vez en el momento justo, tal vez inoportuna, pero cierta. Se sentó frente a la computadora. A través de la ventana vio llegar a Teresa, que se puso a cambiar arbustos secos en su jardín por plantas recién compradas. Las plantas todavía tenían las bolsas plásticas del vivero Green Life. "Green Life", leyó a través de la ventana. Llamó su padre, le preguntó cómo iban esos nuevos proyectos. "Óptimos", mintió. "No se puede esperar menos de vos, tenes buena escuela", le dijo, y lo invitó a viajar a Cariló en octubre para alquilar juntos sus casas de veraneo para enero. "¿Este año van a Cariló, no?" "Claro", volvió a mentir. Cortó. Entró en la página de su cuenta bancaria. Tipeó su nombre y su clave. Miró los saldos. Los anotó en su calculadora, los sumó. Sumó la plata que tenía en una cuenta afuera. Bonos, que habían perdido gran parte de su valor de cotización gracias al aumento del riesgo país. Si pudiera esperarlos, seguramente los cobraría, pero dudaba de esa espera. Buscó en la computadora su planilla Excel de presupuesto de gastos. Dividió el importe de la sumatoria de sus saldos por el de sus gastos mensuales. Quince meses. En quince meses, al mismo ritmo de gastos, empezarían a tener problemas. Todos. Él, Teresa y los chicos. Ni pensar en sacar el importe necesario para pagar la casa que alquilaban en Cariló todos los veranos. Y el verano estaba cerca. Avanzó uno a uno por los distintos renglones del presupuesto. Especuló con qué gasto podría eliminar. Podría dejar de pagar el colegio, como había hecho finalmente Martín Urovich a principios de año. O eliminar la mucama, como Ronie Guevara. Pero él no era ni Martín Urovich ni Ronie Guevara. Si dejaba de pagar las expensas aparecería en el listado de morosos. Y si seguía viviendo en Altos de la Cascada, no era viable que sus hijos no fueran a las actividades deportivas, no tomaran clases de tenis, que Teresa no fuera al gimnasio o recibiera una sesión semanal de masajes. Cine, ropa, música, vinos, todo era necesario si querían seguir manteniendo la vida que llevaban. Y el Tano no se imaginaba llevando otra vida. El exilio de Martín Urovich le parecía una estupidez, una más dentro de las muchas en las que su amigo basaba el manejo de su vida. Para salirse del sistema Martín elegía hacerlo en otro país, en otro continente, escuchando hablar otra lengua. Allí mandaría a sus hijos al colegio del Estado, no tendría mucama, alquilaría una casa mucho más chica que la suya, no iría al cine ni tomaría clases de tenis. Pero allí era Miami, lo suficientemente lejos como para que nadie viera la caída. Aunque el lugar donde terminara parando Urovich fuera más feo que La Paternal, era Miami. Una cobardía de su parte, pensó el Tano. La peor cobardía. El no podía dejar que su familia cayera ni acá ni en ningún lugar del mundo. No se trataba de que la caída no se viera sino de no dejarse caer. Él tenía que poder otra cosa. Volvió a hacer la cuenta: quince meses. Tal vez menos si los bonos seguían bajando y no se atrevía a venderlos. Quince. Con una póliza de vida de quinientos mil dólares que no se podía tocar porque el siniestro no se producía. El no valía tanto, lo sabía. Pero por política de la empresa todos los Chief GeneraldeTroost a nivel mundial debían estar asegurados en esa suma. Y el Tano, a su salida, negoció la continuidad de esa póliza por un año y medio más. El plazo estaba a punto de cumplirse. En tres meses se cumpliría un año y medio de que fuera despedido por los holandeses. Un año y medio sin trabajar. Un año y medio esperando que lo llamaran de alguna consultora, mandando currículums, esperando respuestas. Un año y medio. Quince meses. Quinientos mil dólares. Y él, sin fecha de muerte cierta.