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Después de la caída en la escalera, aquella noche en que sólo importaban sus amigos nadando en la pileta del Tano Scaglia, Ronie tuvo que quedarse internado. Lo llevaron al laboratorio y a rayos a hacerle unos estudios. Llamé a casa para avisarle a Juani, nos demoraríamos más de lo pensado y la nota apurada que había garabateado en medio de los gritos de su padre "Nos fuimos con papá a hacer algo pero enseguida volvemos, cualquier cosa llámame al celular. Está todo bien. Espero que vos también. Un beso. Mamá", ya no resultaba suficiente. Sobre todo para mí. Juani no me llamaría y yo quería saber de él. Tenía que saber de él si quería estar tranquila para poder ocuparme de Ronie como su pierna rota lo merecía. Me atendió el contestador. Corté. Me pregunté si a esa altura de la noche seguiría corriendo descalzo con Romina como cuando los cruzamos antes de salir de La Cascada. O si se habrían puesto otra vez los patines. Hacia dónde correrían. Por qué. Si huirían de algo o de alguien. O si ellos serían los perseguidores. Si simplemente corrían porque sí, hacia ninguna parte. Traté de sacármelo de la cabeza. Busqué un cigarrillo en la cartera, pero no tenía. Empecé a dar unos pasos buscando un quiosco. Por el mismo pasillo, tres hombres de blanco avanzaban en dirección contraria a la mía. Reconocí al médico de guardia, luego supe que venía con un traumatólogo y el cirujano que iba a operar a Ronie. Se detuvieron frente a mí. Sola junto a ellos, tres extraños en guardapolvo blanco, sentí por primera vez que todo lo que estaba pasando a mi alrededor era mucho más grande de lo que podía imaginar. Y que ese sentimiento no se limitaba a la pierna rota de mi marido. Pero entonces no sospeché cuánto. Los hombres trataban de ser didácticos y explicaban lo que tenían que hacer con parsimonia y demasiado detalle. No se trataba sólo de enyesar la pierna quebrada y coser la herida. Era fractura expuesta, habría que operar, darle anestesia total, acomodar los huesos. Y poner clavos. Me impresioné cuando nombraron los clavos. Fruncí la cara y se me aflojaron las piernas. El cirujano siguió hablando una palabra detrás de la otra, tibia, peroné, articulación comprometida, pero el traumatólogo se dio cuenta de que algo me pasaba e intentó tranquilizarme. "Es una intervención casi de rutina, algo muy sencillo, no se preocupe." Asentí sin aclarar que mi cara no tenía que ver ni con la operación, ni con el dolor ajeno, ni siquiera con el riesgo quirúrgico. Eran los clavos. Me impresiona lo que se mete dentro del cuerpo y no corre la suerte de degradación del resto. Siempre me impresionó. Cuerpos extraños que nos sobreviven. Pedazos de metal, cerámica o goma que resistirán a pesar de haber perdido la razón de estar allí. Mientras que lo que está a su alrededor es descompuesto y consumido. El día que falleció mi padre, mi mamá se encaprichó en sacarle la dentadura postiza y yo me opuse. "No le podes sacar los dientes a papá", dije. "No es papá, es el cadáver de papá", me contestó. Discutimos ferozmente. Casi no importaba ya que mi padre hubiera muerto de un día para otro, sino qué se haría con sus dientes postizos. "¿Para qué los querés?", le grité. "De recuerdo", me dijo, sorprendida de que no entendiera. "Sos una asquerosa", le grité. "Más asco va a ser un día levantar sus huesos llenos de tierra y encontrarte en el medio con su dentadura", dijo. Y agregó una maldición: "Ojalá te toque desenterrarlos a vos y no a mí". Y así fue. Una tarde llamaron del cementerio de Avellaneda. Tenía que ir alguien de la familia a autorizar que levantaran los restos de mi padre para reducirlos. Yo ya vivía en Altos de la Cascada y Avellaneda quedaba demasiado lejos en tiempo y espacio. Casi no había vuelto desde que nos instalamos en la nueva casa. La que le compramos a la viuda de Antieri. La casa en la que vivimos ahora. Un familiar tenía que estar presente cuando lo hicieran. Fui yo, mi mamá para ese entonces había sido esparcida en cenizas según su voluntad. Mi padre descansaba en tierra. Hasta ese día. Los dientes agarrados a esa quijada de metal a pesar de la acción de los años y los gusanos, más que a mi padre me evocaron la irónica risa de mi madre. Los clavos, como los dientes, resistirían. Y allí estarían, esperando a quien se atreviera a desenterrarlos. Aunque ni Ronie, ni yo, ni nuestros conocidos de Altos de la Cascada iríamos a parar al cementerio de Avellaneda, ni a ningún otro cementerio municipal. En los cementerios privados no hay que reducir huesos para ganarle espacio a la muerte. Se compra otra parcela. Se lotea otro cementerio parque. Se inventa otro negocio. Hay suficiente terreno en los alrededores para seguir loteando. Pero si así fuera, si algún día hubiera que ganar espacio a la muerte también en los cementerios privados, o si algún día no pudiéramos pagar las expensas y se perdiera la parcela, si alguien llamara una mañana pidiendo que algún familiar se hiciera presente para reducir lo que hubiera quedado de Ronie, quien fuera, Juani, o yo, o mis nietos, se encontrarían con clavos.