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Maldije el momento en que pisé la casa de su familia. Ahora vendría diariamente, quizás más de una vez, y siempre repitiendo la misma frase. No debí aceptar la hospitalidad de aquella gente. En ese preciso instante, dijo:

«¿No desearía volver a casa?»

«¿Ahora? No; por el momento tengo poco tiempo. Con gusto en otra ocasión.»

Me levanté y abandoné la terraza. Se levantó indeciso y me siguió. Noté que vacilaba y apenas dimos unos pasos preguntó:

«¿Ha pagado?»

«No». Lo había olvidado. Quise huir tan rápido como me fuera posible de su lado, y olvidé pagar el café al que le había invitado. Me sentí avergonzado y mi irritación se disipó. Regresé, pagué y vagamos juntos por el callejón que conducía al Melah.

Entonces adoptó el papel de cicerone y me mostró todo cuanto ya conocía. Sus explicaciones consistían, a lo sumo, en dos frases: «Esto es la Bahía. ¿Estuvo usted ya en la Bahía?» «Ahí están los orfebres. ¿Ha visto usted ya a los orfebres?» Mi respuesta no era menos estereotipada. «Sí, ya estuve allí», o «Sí, ya los he visto». Tan sólo tenía un simple deseo: ¿Cómo hacerle comprender que no me llevase a ningún sitio? Pero él había decidido serme útil; y la tenacidad de un tonto es inquebrantable. Cuando vi que insistía, eché mano de un ardid. Pregunté por el Berrima, el palacio del sultán. Todavía no he estado allí, confesé, pero sabía bien que no se podía entrar.

«¿El Berrima?» repitió entusiasmado. «Mi tía vive allí ¿Debo llevarle?»

No pude decir que no. Tampoco comprendía lo que su tía tenía que hacer en el palacio del sultán. ¿Era tal vez portera del palacio? ¿Lavandera? ¿Cocinera? Me sedujo poder llegar de esta forma a la fortaleza. Quizás podría entablar amistad con la tía y así conocer algo sobre la vida cortesana.

En el camino hacia el Berrima llegamos a hablar del Glaoui, el bajá de Marrakesh. Pocos días antes se había dado un intento de atentado contra el nuevo sultán de Marruecos en la mezquita del barrio. El servicio religioso era la única posibilidad para el autor del atentado de entrar en estrecho contacto con el rey. Este nuevo sultán era un hombre mayor. Era el tío del anterior, al que los franceses habían destronado y expulsado de Marruecos. Como instrumento de los franceses, el tío-sultán fue combatido por todos los medios desde el partido liberal. Entre los naturales del país sólo contaba con un apoyo firme, y éste era el Glaoui, el bajá de Marrakesh, al que ya desde hacía dos generaciones se le conocía como el aliado más desvalido de los franceses. El Glaoui había acompañado al nuevo sultán a la mezquita y dado muerte allí mismo al autor del atentado. El propio sultán sólo había resultado levemente herido. Justo cuando tuvo lugar este acontecimiento paseaba yo con un amigo por esa parte de la ciudad; dimos por casualidad con la mezquita, y observamos a la multitud, que esperaba entonces la llegada del sultán. La policía presentaba un alto grado de excitación, pues ya había administrado una buena dosis de golpes, y tomaba sus disposiciones desatinada y estentóreamente. También nosotros nos vimos dirigidos bruscamente, pero contra los nativos se arremetía con mayor furia y a gritos, hasta que se situaban justo en el lugar donde les estaba permitido hacerlo. En estas circunstancias sentimos poco interés en esperar la llegada del sultán y continuamos nuestro camino. Media hora después ocurrió el atentado y la noticia se propagó como mecha encendida por la ciudad. -Caminaba, pues, ahora con mi nuevo acompañante por los mismos callejones que entonces; y esto era lo que había motivado la charla acerca del Glaoui.

«El bajá odia a los árabes», afirmó Élie.

«Aprecia a los judíos. Es amigo de los judíos. No tolera que les ocurra nada.»

Hablaba más y con más rapidez que de costumbre, y sonaba raro, como si lo hubiese aprendido de memoria en algún viejo libro de historia. El aspecto mismo del Melah no me había parecido tan medieval como estas palabras sobre el Glaoui. Advertí su rostro desencajado cuando repitió las mismas palabras. «Los árabes son sus enemigos. Tiene consigo a los judíos. Habla con judíos. Es el amigo de los judíos.» Prefirió el título de «bajá», que caracterizaba a la nobleza, al apellido «Glaoui». Siempre que yo decía Glaoui, replicaba él «bajá». En su boca sonaba al igual que la palabra comandante, con la que hacía poco me había llevado a la desesperación. No obstante, su mayor y más alentadora palabra siguió siendo, el Glaoui por así decir a la terquedad, «americano».

Entretanto, a través de un pequeño portal habíamos dado con un barrio situado fuera de los muros de la ciudad. Las casas eran de un solo piso y parecían miserables. Por los pequeños, sinuosos callejones no se veía una sola persona, acá y allá, un par de niños jugando. Me preguntaba cómo llegaríamos al palacio por aquí, cuando se paró frente a una de las casas más modestas y dijo:

«Aquí vive mi tía.»

«¿No vive en el Berrima?»

«Esto es el Berrima», dijo. «Todo el barrio se llama Berrima.»

«¿Y aquí también pueden vivir judíos?»

«Sí», respondió, «el bajá lo ha autorizado».

«¿Hay muchos por aquí?»

«No, la mayoría son árabes. Pero también viven algunos judíos. ¿No desea usted conocer a mi tía? Mi abuela también vive aquí.»

Estaba muy contento de poder ver de nuevo otra de sus casas y me sentí dichoso de que fuese una casa tan sencilla e insignificante. Estaba satisfecho con el cambio; y de haberle entendido al momento, me hubiese alegrado más por este hecho que de una visita al palacio del sultán.

Llamó y aguardamos un poco. Apareció una mujer joven, fuerte, de facciones amables. Nos hizo pasar, aunque, no obstante, parecía algo abochornada, puesto que recientemente habían estado pintando todas las habitaciones y no podía de ninguna manera recibirnos como correspondía. Estábamos en el patio diminuto, al que daban tres pequeñas habitaciones. La abuela de Élie, que no parecía demasiado vieja, estaba allí. Nos recibió sonriente, pero me dio la impresión de que no se sentía particularmente orgullosa de él.

Tres niños pequeños jugueteaban en derredor del patio gritando como locos. Eran todos menudos y deseaban ser cogidos en brazos; el escándalo de los dos más pequeños era ensordecedor. Élie animaba a su joven tía, charlaba mucho para mi sorpresa. Su árabe adquirió una cierta vehemencia de la que no le hubiese creído capaz en absoluto, pero quizás todo fuera debido a la propia naturaleza del idioma.

La tía me agradó. Era una mujer lozana, joven, que me maravilló por entero y que no se comportaba nada servilmente. Recordaba a primera vista esas mujeres orientales como las que ha pintado Delacroix. Tenía la misma forma oblonga y a su vez plena de rostro, idéntico corte de ojos, la misma nariz recta y, quizás, estilizada en exceso. En el pequeño patio permanecí muy cerca de ella; nuestras miradas confluían en natural complacencia. Estaba tan sobrecogido que bajaba los ojos; pero entonces veía sus fuertes empeines tan atrayentes como su rostro. A gusto le hubiese buscado las vueltas.

Guardó silencio mientras Élie todavía le daba ánimos y los niños gritaban más y más fuerte cada vez. Su madre no estaba más lejos de mí que de ellos. Seguro que nota algo, pensé para mis adentros, y me resultaba penoso. Los escasos muebles aparecían apilados en el patio unos encima de otros; las habitaciones, de las que podía verse el interior, se encontraban vacías, nadie hubiese podido acomodarse en ninguna parte. Las paredes estaban recién enjalbegadas, como si se acabasen de mudar. La joven mujer olía a limpio al igual que sus paredes. Traté de imaginarme a su marido y tuve envidia de él. Me incliné ante ellas, estreché su mano y di la vuelta para marcharme.

Élie me siguió. Fuera, ya en la calle, dijo: «Siente mucho que estén de limpieza.» No pude contenerme y exclamé: «Su tía es una hermosa mujer.» Tenía que decírselo a alguien y quizás esperaba, contra toda razón, que él hubiese respondido: «Ella desea volver a verle.» Pero enmudeció.