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Con frecuencia habría dado cualquier cosa por comprenderle, y espero llegue el día en que pueda apreciar a estos cuenteros itinerantes tal como se merecen. Pero también estaba contento de no entenderles. Constituían para mí algo así como un enclave de vida arcaica y sin cambio. Su idioma les resultaba tan indispensable como a mí el mío propio. Las palabras eran su alimento y no se dejaban convencer fácilmente por nadie para cambiarlas por otro alimento mejor. Me sentía orgulloso de constatar el poder narrativo que ejercían sobre sus compañeros de lengua. Se asemejaban a mis hermanos más viejos y mejores. En momentos felices me decía a mí mismo: También yo puedo reunir personas en torno mío a las que relatar algo. Pero en vez de cambiar de lugar a lugar, sin ser capaz de encontrar oídos que se abran a mí; en vez de vivir de la confianza de mi propio relato, me había hipotecado para con el papel. Yo, soñador pusilámine, vivo a resguardo de mesas y puertas; y ellos entre la algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando diariamente, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros, ambiciones ni prestigio vacío. Entre las personas de nuestro ambiente que viven la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba de pronto entre poetas que podía mirar a la cara porque no había una sola palabra suya que leer.

Sin embargo, en la proximidad más inmediata, tuve que reconocer hasta qué punto había ofendido el papel. A pocos pasos de los cuenteros tenían su sitio los escribanos. Había silencio alrededor suyo, la parte más silenciosa del Xemaá El Fná. Los escribanos no ensalzaban su capacidad; estaban allí sentados tranquilamente, hombres pequeños, enjutos, su escribanía delante; y jamás daban a uno la sensación de que esperasen clientes. Cuando miraban, te observaban sin especial curiosidad y al momento desviaban de nuevo la mirada. Sus bancos estaban dispuestos a cierta distancia unos de otros, de tal modo que era imposible que se oyesen entre sí. Los más avezados o quizás también los más antiguos se acurrucaban en el suelo. Allí recapacitaban o escribían en un mundo discreto, ajeno al desenfrenado bullicio de la plaza circundante. Era como si se les consultase sobre reclamaciones secretas, y puesto que todo sucedía públicamente se habían acostumbrado todos ya a pasar desapercibidos. Incluso ellos mismos apenas estaban presentes; sólo contaba una cosa: la callada presencia del papel.

Hasta ellos llegaban jóvenes o parejas. Una vez vi a dos mujeres jóvenes con velo sentadas en el banco ante el escribano y moviendo los labios imperceptiblemente. Otra vez reparé en toda una familia sumamente orgullosa y distinguida. Estaba constituida por cuatro personas que habían tomado asiento en dos pequeños bancos en el ángulo izquierdo del escribano. El padre era un viejo fuerte, un beréber majestuosamente bien formado, en cuyo rostro podían leerse todos los signos de la experiencia y de la sabiduría. Intenté imaginar una parcela de la vida que él no hubiese desarrollado, y no pude encontrar ninguna. Ahí estaba él, en su singular desamparo, y junto a él su mujer, de porte igualmente sugestivo, pues de su velado rostro sólo quedaban libres los enormes, profundos ojos oscuros, y en el banco de al lado dos hijas jóvenes, por supuesto con velo. Todos se sentaban derechos y muy dignos.

El escribano, que era mucho más pequeño, hizo valer su respetabilidad. Sus rasgos delataban una sutil delicadeza y ésta era tan perceptible como el bienestar y la belleza de la familia. Yo los miraba a corta distancia, sin escuchar un sólo sonido, sin apreciar un sólo movimiento. El escribano aún no había comenzado con su práctica particular. Había dejado que se le informase cumplidamente de lo que se trataba y meditaba ahora cómo poder expresar mejor todo esto a través de la palabra escrita. El grupo actuaba tan compenetradamente como si todos los interesados se hubiesen conocido ya desde siempre y se sentasen desde tiempo inmemorial en el mismo lugar.

No me pregunté por qué vendrían juntos, tan unidos iban, y sólo mucho más tarde, cuando ya no me encontraba en este lugar, comencé a pensar en ello. ¿Qué podía ser realmente lo que requería la presencia de toda una familia ante el escribano?

LA ELECCIÓN DEL PAN

Al atardecer, cuando ya estaba oscuro, me dirigía hacia aquella parte del Xemaá El Fná, donde las mujeres vendían pan. En una larga hilera se acurrucaban en el suelo, tan cubierto el rostro por el velo que sólo se les veía los ojos. Cada una tenía un cesto frente a sí, cubierto por un paño y sobre el que descansaba alguno de los delgados panes redondos expuestos a la venta. Caminaba lentamente por delante de la hilera y observaba las mujeres y los panes. La mayoría eran mujeres maduras y sus formas tenían algo de los panes. Su aroma subió hasta mi nariz y al propio tiempo capté la mirada de sus ojos oscuros. Ninguna mujer me tuvo en cuenta; para todas ellas yo era un extranjero que venía a comprar pan, pero me guardé bien de hacerlo; deseaba recorrer la hilera hasta el final y necesitaba un buen pretexto.

A veces se sentaba una mujer joven entre ellas; sus panes parecían demasiado redondos, como si no los hubiese hecho por sí misma, y su mirada era diferente. Ninguna, ni joven, ni vieja, estaba mucho tiempo ociosa. De vez en cuando una de ellas cogía una hogaza de pan con la diestra, lanzábala ligeramente al aire, la recogía de nuevo, balanceaba un poco la mano como si la sopesase, palpábala un par de veces, de modo que se oyese y volvía a dejarla, tras semejantes caricias, junto a los restantes panes. La hogaza misma, su frescura, su peso, su aroma, ofrecíase así a la compra.

Había algo de desnudo y seductor en estos panes que las hacendosas manos de las mujeres, de las que nada, excepto los ojos, quedaba al descubierto, compartían. «Esto puedo darte, cógelo con tu mano; estuvo en la mía.»

Entretanto, ciertos hombres de mirada resuelta pasaban de largo, y cuando uno de ellos encontraba algo de su gusto, se detenía y tomaba una hogaza en su diestra. La echaba entonces levemente al aire, la recogía de nuevo, balanceaba un poco la mano, como si fuese un platillo de balanza, palpaba un par de veces la hogaza, de modo que se oyese y la devolvía junto a las demás si la encontraba demasiado ligera o no la quería por cualquier otro motivo. Pero alguna vez se quedaba con ella, y podía sentirse el orgullo de la hogaza y cómo desprendía un aroma especial. El hombre metía la mano izquierda bajo su chilaba y sacaba una moneda muy pequeña, apenas visible junto al gran tamaño del pan, y se la arrojaba a la mujer. Entonces hacía desaparecer la hogaza entre su chilaba -era imposible notar dónde estaba- y seguía adelante.

LA DIFAMACIÓN

Los niños mendigos preferían las cercanías del restaurante «Kutubiya». Aquí solíamos comer todos nosotros, tanto a mediodía como al caer la tarde; y ellos sabían muy bien que así no podíamos eludirlos. Para el restaurante, que mantenía su buena fama, no eran esos niños ninguna joya deseable. Cuando se acercaban demasiado a la puerta, eran perseguidos por el propietario. Les resultaba más provechoso situarse en la esquina de enfrente para rodearnos raudos a nosotros que íbamos a comer asiduamente en pequeños grupos de tres o cuatro, tan pronto nos divisaban.

Algunas gentes, que ya permanecían meses en la ciudad, se mostraban reacias a la dádiva y trataban de sacudirse a los niños de encima. Otros vacilaban antes de darles algo por avergonzarles esta «debilidad» delante de sus conocidos. Tarde o temprano se tenía que aprender de una vez a vivir aquí, y los residentes franceses iban a la cabeza para bien o para mal, según se tome: Ellos jamás echaban la mano al bosillo por un mendigo y todavía se vanagloriaban algo de semejante tacañería. Yo todavía era bisoño y, por así decir, joven en esta ciudad. Me era indiferente lo que se pensase de mí. Aunque pudiera tomárseme por un mentecato, yo amaba a los niños.