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Para Canetti, la sagacidad del viajero, llegado el momento de captar y comprender en sus entresijos el guiño cómplice de una realidad diferente, diversa, pero que necesita entender de alguna manera para integrarla en su experiencia vital, constituye el elemento definitivo a la hora de hacernos partícipes de sus vivencias. El esfuerzo del viajero es arduo, porque se basa en el ejercicio de una comprensión sincopada, parciaclass="underline" el turista, escribe, es la caricatura moderna del viajero. Canetti, por el contrario, entiende el viaje como la ocasión última para apropiarse de un mundo extraño, en el que entrevé aún posibilidades autónomas de ser distinto. Y ésa es la razón de que sus cuentos de viaje aspiren sobre todo a la veracidad de las imágenes: dramática o cómica, tanto da; humanizando en la mejor tradición oriental animales y cosas portadores de sentido.

La voz del cuentero de mercado adecúa tonos y modulación, gesto y palabras a su auditorio. Cuando Canetti transforma esa voz en escritura, parte del compromiso, vehementemente asumido, de implicar en su relato a los lectores más plurales. Abandona entonces su confortabilidad europea, la intolerable tolerancia del viejo escéptico, el paternalismo siempre ofensivo del hermano sabio, y vuelve a los orígenes, a su diminuta aldea búlgara, al círculo de allegados a quienes relata, al caer la tarde, su experiencia viajera. El resultado, lector, es esta pequeña obra maestra.

JOSÉ-FRANCISCO YVARS

Septiembre de 1981.

A Veza Canetti

MIS ENCUENTROS CON CAMELLOS

Por tres veces entré en contacto con camellos y aquello concluyó en circunstancias trágicas.

«Tengo que enseñarte el mercado de camellos», decía mi amigo, justo tras mi llegada a Marrakesh. «Tiene lugar todos los jueves por la mañana ante la muralla en Bab-el-Khemis. Se encuentra realmente apartado, al otro lado de los muros de la ciudad; es mejor que te lleve.» Llegó el jueves y nos dirigimos hacia allí. Era algo tarde cuando llegamos a la inmensa plaza frente a la muralla de la ciudad ya casi al mediodía. La plaza estaba medio vacía. Al otro extremo, unos doscientos metros más allá de nosotros, había un grupo de personas; pero no vimos ningún camello. Los animales pequeños, con los que la gente se entretenía eran burros por lo general; la ciudad se encontraba repleta de ellos; portaban todo género de cargas y solían ser tan mal tratados que no deseaba ver más. «Llegamos demasiado tarde», dijo mi amigo. «El mercado de camellos ha terminado.» Me condujo hasta el centro de la plaza para convencerme de que verdaderamente no había nada más que ver.

Pero antes de que se detuviese vimos cómo se dispersaba un grupo de gente. En medio de ella apareció un camello erguido sobre tres patas, la cuarta le había sido atada al cuerpo. Tenía puesto un bozal rojo, una cuerda le atravesaba el ollar, y un hombre que se mantenía a cierta distancia trataba de hacerle avanzar de este modo. El camello corría un trecho hacia adelante, se paraba y saltaba entonces curiosamente sobre sus tres patas hacia arriba. Sus movimientos eran tan inesperados como inquietantes. El hombre que debía guiarlo, cejaba siempre en su empeño; temía acercarse demasiado al animal y no parecía nada seguro cómo se comportaría éste a continuación. Pero tras cada sobresalto tiraba de nuevo y esto le permitió arrastrar al animal muy lentamente en una determinada dirección.

Permanecimos parados y bajamos la ventanilla del coche; nos rodearon niños pedigüeños, por encima de sus voces mendicantes oíamos los gritos del camello. Una de las veces saltó con tal fuerza hacia un lado que el hombre que lo guiaba perdió la cuerda. Las personas que se encontraban a cierta distancia se alejaron. La atmósfera que rodeaba al camello estaba cargada de miedo, pero más miedo sentía aún el camello. El guía corrió un trecho junto a él y con la velocidad de un rayo agarró la cuerda que serpeaba por el suelo. El camello saltó lateralmente hacia arriba en un movimiento ondulante, pero no logró soltarse, siendo arrastrado de nuevo.

Un hombre, en el que no habíamos reparado hasta entonces, apareció tras los niños que rodeaban nuestro automóvil, se apartó a un lado y nos explicó en un francés entrecortado: «El camello tiene rabia. Es peligroso. Lo conducen al matadero. Hay que tener mucho cuidado.» Adoptó un gesto grave. Entre frase y frase oíamos los gritos del animal.

Le dimos las gracias por su información y nos fuimos entristecidos de allí. Durante los días siguientes hablamos con frecuencia del camello rabioso; sus desesperados movimientos nos habían dejado una huella profunda. Habíamos ido al mercado con la esperanza de ver centenares de esos apacibles y curvilíneos animales. Pero en la gigantesca plaza sólo encontramos uno, sobre tres patas, atado, en su última hora; mientras todavía luchaba por su vida nos fuimos de allí.

Días después pasamos frente a otro sector de las murallas de la ciudad. Anochecía, el resplandor rojo se extinguía sobre el muro. Retuve en mis ojos tanto como me fue posible la imagen del muro y me regocijé ante su progresiva mutación cromática. Divisé en su sombra una gran caravana de camellos. La mayoría se había dejado caer sobre sus rodillas, otros permanecían todavía en pie. Unos hombres con turbante en la cabeza se movían laboriosos, pero tranquilos, entre ellos; era la imagen del sosiego y el crepúsculo. El color de los camellos se convirtió en el del muro. Nos apeamos y nos mezclamos entre los animales. Cada docena cumplida de ellos se arrodillaba en círculo alrededor de un montón de forraje dejado caer por los camelleros. Estiraban el cuello, tomaban el alimento con la boca, echaban la cabeza hacia atrás y rumiaban plácidamente. Los observamos atentamente y vimos que tenían rostro. Se parecían entre sí y al mismo tiempo eran muy diferentes. Recordaban a viejas damas inglesas que, dignas y visiblemente aburridas, compartían el té, incapaces de ocultar la malicia con que escrutaban cuanto les rodeaba. «Éste es mi tía, de verdad», dijo mi amigo inglés, al que advertí sutilmente del parecido con sus compatriotas, y pronto descubrimos algún que otro conocido. Nos sentíamos orgullosos de haber tropezado con aquella caravana de la que nadie nos había hablado. Contamos ciento siete camellos.

Un muchacho se acercó y nos pidió alguna moneda.

Su cara era de un color azul oscuro, al igual que sus ropas; era arriero y su apariencia similar a la de los «hombres azules» que viven al sur del Atlas. El color de sus vestidos, así se nos había dicho, comparte el de la piel, y, de este modo, todos, hombres y mujeres, son azules, la única raza azul. Procuramos alguna información sobre la caravana de nuestro joven arriero, agradecido por la moneda recibida. Pero tan sólo dominaba unas pocas palabras en francés: Venían de Gulimin, tras veinticinco días de camino. Esto fue todo cuanto pudimos entender. Gulimin se encontraba lejos al sur, en el desierto; y nos preguntábamos si la caravana de camellos habría cruzado el Atlas. También nos hubiese gustado saber cuál sería su próxima meta, ya que no podría ser éste, al pie de los muros de la ciudad, un buen final de trayecto y los animales parecían fortalecerse para esforzados trabajos futuros. El muchacho azul oscuro, incapaz de decirnos nada más, se esmeró en atenciones hacia nosotros y nos condujo hasta un delgado y todavía esbelto anciano con turbante blanco que se mostró respetuoso. Hablaba un buen francés y respondía locuazmente a nuestras preguntas. La caravana venía desde Gulimin y era cierto que llevaba ya veinticinco días de camino.