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Pero no creo que fuese sólo a él a quien habría que agradecer el feliz embrujo de esta plaza. Me sucedía algo así como si hubiese llegado realmente a otra parte en la meta de mi viaje. No quería marcharme jamás de aquí, desde hacía cientos de años yo había estado aquí, pero lo había olvidado y ahora todo renacía. Veía expresada toda la densidad y calor de la vida que sentía en mí mismo. Cuando me encontraba allí yo era esa plaza. Pienso que siempre vuelvo a esa plaza.

Separarme de ella me resultaba tan arduo que cada cinco o diez minutos volvía de nuevo. Allá donde fuese, por más que penetrase en el Melah, me detenía para volver a la placita, cruzándola en esta o aquella dirección para cerciorarme de que todavía estaba allí. Desemboqué primero en uno de los callejones más tranquilos donde no había tienda alguna; sólo viviendas. Por doquier, sobre los muros, junto a las puertas, a cierta altura del suelo, había grandes manos pintadas, cada dedo netamente perfilado, y por lo general de color azuclass="underline" Se las consideraba como prevención al mal de ojo. Fue el emblema más común que encontré por aquí, y las personas gustaban de colocarlo especialmente allí donde vivían. A través de las puertas abiertas podía atisbar en los patios; eran más limpios que los callejones. Llegaba a mí la paz de su interior. Por mi vida que hubiese entrado gustoso, pero no me atreví a ello, pues no vi a nadie. No sabía a ciencia cierta lo que podría decir si de repente me tropezase, en una casa semejante, con una mujer. Me asustaba ante la idea de que pudiese sobresaltar a alguien. El silencio de las casas transmitía a uno cierta suerte de circunspección. Pero no duró mucho el silencio. Un fino y agudo estertor, que sonaba en principio a grillos, se acrecentó hasta el punto que me hizo pensar en una jaula de pájaros. «¿Qué puede ser eso? ¡Aquí no existen, evidentemente, pajareras con cientos de pájaros! ¡Niños tal vez! ¡Un colegio!» Pronto no quedó duda alguna; el ensordecedor barullo provenía de una escuela.

Miré por un portón abierto al interior de un gran patio. Se apretaban allí sentados, quizás, doscientos chiquillos; algunos corrían de acá para allá o jugaban en el suelo. La mayoría, sentados en los bancos, sostenían catones en la mano. En pequeños grupos de tres o cuatro se balanceaban agitadamente hacia adelante y hacia atrás y recitaban al tiempo con agudas vocecitas: «Aleph. Beth. Gimel.» Las pequeñas cabezas negras se mecían de un lado a otro; siempre había uno entre ellos más apresurado, sus movimientos más impetuosos; y de su boca salían los vocablos del alfabeto hebraico como un floreciente decálogo.

Ya había entrado y me esforzaba por desenmarañar el trajín de tal cantidad de niños. Los más pequeños jugaban en el suelo. Había un maestro entre ellos, vestido muy pobremente, que en la diestra blandía un cinto de cuero para golpear. Se me aproximó sumiso. Su alargado rostro era chato e inexpresivo; contrastaba ostensiblemente, en su exánime rigidez, con la viveza de los niños. Se comportaba como si no pudiese ser su maestro, como si estuviese muy mal pagado para ello. Era una persona joven, aunque su juventud lo convertía en viejo. No hablaba una palabra de francés y por mi parte no esperaba nada de él. Me sentía satisfecho con permanecer en medio del ensordecedor barullo y de poder observar un poco. Apenas le tuve en cuenta. Tras su rigidez cadavérica se ocultaba algo como de ambición: quería mostrarme de cuánto eran capaces sus niños.

Llamó a un jovencito y le puso delante una página del catón, de modo que yo también pudiese verla, y señaló veloz una tras otra las sílabas hebreas. Cambiaba de una línea a otra, aquí y allá; yo no debía creer que el joven lo hubiese aprendido de memoria, y que recitase a ciegas, sin leer. Los ojos del pequeño centelleaban mientras leía en voz alta: «La -lo- ma- nu- sche- ti- ba- bu.» No cometía un solo fallo y jamás tartamudeaba. Era el orgullo de su maestro y leía cada vez más rápido. Cuando hubo terminado y el maestro le retiró el catón, acaricié su cabeza y le elogié en francés, eso sí que lo entendía. Volvió al banco e hizo como si ya no me viese; entretanto, vino el muchacho siguiente de la fila, que era algo más apocado y cometía errores. El maestro le despidió con un ligero bofetón y todavía hizo salir a uno o dos niños. Durante todo este procedimiento no cesó en lo más mínimo el estrepitoso alboroto; las sílabas hebraicas caían como gotas de lluvia sobre el embravecido mar de la escuela.

Entretanto, otros niños se me aproximaban y me observaban curiosos; unos, desvergonzados; otros, tímidos; algunos, con cierta coquetería. El maestro, según su inexcrutable resolución, despedía con dureza a los tímidos, mientras dejaba hacer a los descarados. Todo tenía su sentido. Él era el pobre y triste señor de esta sección escolar. Cuando hubo terminado la representación desaparecieron de su rostro las mezquinas huellas de complacido orgullo. Expresé mi agradecimiento muy amablemente y, para enaltecerle, con cierto engolamiento, como si fuese yo un visitante insigne. Mi satisfacción era evidente; con mi falta de tacto, que siempre me acompañó en el Melah, decidí volver al día siguiente y ofrecerle entonces algún dinero. Miré todavía un instante a los muchachos, su vaivén me había hechizado; del conjunto fueron lo que más me gustó. Entonces me fui, pero el barullo lo llevé conmigo un buen trecho. Me acompañó hasta el final de la calle.

La calle resultó ser más concurrida al llegar a un importante lugar público. Vi a cierta distancia de mí una muralla y un gran portón. No supe a dónde conducía; pero cuanto más me acercaba, más frecuentemente me tropezaba con mendigos que se sentaban a derecha e izquierda de la calle. Me sorprendieron, puesto que todavía no había visto a ningún mendigo judío. En cada una de las puertas vi a diez o quince en fila, hombres y mujeres rumiando entre ellos, la mayoría gente mayor. Permanecí algo perplejo y silencioso en medio de la calle, en apariencia examinando el portón, cuando en realidad observaba los rostros de los mendigos.

Un hombre joven se me acercó desde un lado, señaló la muralla, y dijo: «le cimetiére israélite», disponiéndose a hacerme entrar. Eran las únicas palabras francesas que hablaba. Le seguí velozmente a través del portón. Parecía avispado, pero no había nada de qué hablar. Me encontré en un lugar tremendamente estéril, donde no crecía ni una mala hierba. Las lápidas eran tan bajas que apenas se las veía; andando se tropezaba con ellas como con piedras corrientes. El cementerio parecía una gigantesca escombrera; quizás lo había sido y sólo más tarde se le había añadido su más auténtico destino. Nada sobresalía del lugar. Las piedras que se veían, y los huesos que se adivinaban, yacían revueltos. No era agradable caminar por aquí, no había forma de hacerse a la idea, y sólo imaginarlo resultaba ridículo.

Los cementerios están dispuestos de tal manera en otras partes de la Tierra que deparan alegría a los vivientes. Vive mucho en ellos, plantas y pájaros; y el visitante, como único ser humano entre tantos muertos, se siente, en consecuencia, alentado y fortalecido. Su propia condición le resulta envidiable. Sobre las lápidas lee los nombres de diferentes personas; ha sobrevivido a cada una de ellas. Sin necesidad de reconocerlo, parece un poco como si las hubiese vencido a todas en el desafío último. También se entristece, es cierto, por tantos que ya no están, pero con ello se siente a sí mismo invencible. ¿En qué otro lugar podía llegar a tanto? ¿En qué campo de batalla del mundo queda como único sobreviviente? Permanece erguido en medio de todos aquellos que yacen. Pero también los árboles y las lápidas se mantienen en pie. Han sido plantados y dispuestos aquí y le rodean como una suerte de legado para su satisfacción, pues ese es su objetivo.