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Sin embargo, nada hay sobre este desértico cementerio de los judíos. Es la verdad misma; un paisaje lunar de muerte. Al observador le es francamente indiferente en qué lugar repose alguien. No se agacha y nada busca para adivinarlo. Se amontonan ahí como basura y desearía uno salir huyendo de allí raudo como un chacal. Es el desierto de los muertos sobre el que ya nada crece; el último, el desierto póstumo.

Cuando me hube adentrado un trecho, escuché rumores tras de mí. Me volví y permanecí quieto. También en esta parte de la tapia, cerca del portón, había mendigos. Eran viejos con barba; unos, con muletas; otros, ciegos. Quedé desconcertado, pues no había reparado anteriormente en ellos; y dado que mi guía había tenido tanta prisa, mediaba de seguro entre ellos y yo una distancia de cien pasos. Vacilé, pues, a la hora de atravesar de nuevo esa parte de yermo antes de haberme adentrado más. Pero ellos no titubearon. Tres del grupo de la tapia se separaron y se me aproximaron renqueantes a toda prisa. El primero era un hombre macizo, de anchas espaldas y con una majestuosa barba. Tenía una sola pierna y se lanzaba con brío sobre sus muletas hacia delante. Pronto tomó considerable ventaja sobre los demás. Las livianas lápidas no le suponían impedimento alguno; sus muletas tocaban siempre el terreno en el lugar preciso y no resbalaban jamás sobre ninguna piedra. Se abalanzó sobre mí como una fiera vieja amenazadora. En su rostro, que muy pronto tuve cerca, no había nada que moviese a compasión. Expresaba, como toda su figura, una sola y exigente demanda: «¡Vivo. Dame!» Experimentaba yo el inexplicable sentimiento de que pretendía aplastarme con su mole, y me producía horror: Mi guía, persona ligera y enjuta que poseía la agilidad de un lagarto, tiró rápidamente de mí antes de que el otro me alcanzase. No quería que les diese nada a esos mendigos y les gritó algo en árabe. El hombre recio de las muletas intentó aproximársenos, pero cuando vio que éramos más veloces desistió y se quedó quieto. Le oí maldecir colérico durante un buen rato, y las voces de los demás, que habían quedado rezagados, se unían a la suya en un coro enfurecido.

Me sentía aliviado por haber podido esquivarles, e incluso me avergonzaba por despertar en vano sus esperanzas. La embestida del viejo cojitranco no fracasó a causa de las piedras, que bien soportaron él y sus muletas; fue mejor por la destreza de mi guía. De la victoria en esta desigual carrera no se beneficia Dios. Quise averiguar algo sobre nuestro pobre contrincante y me dirigí al guía. No entendió una sola palabra, y en lugar de una respuesta se ensanchó su rostro en una estúpida sonrisa. A lo que añadía «Oui», siempre «Oui». No sabía ni a dónde me guiaba. Pero el desierto parecía, tras la experiencia con el anciano, no tan desértico. Era él su legítimo morador, un guardián de rocas estériles, de basuras y de huesos invisibles.

Sin embargo, yo había asimilado bien su significado. No había transcurrido mucho tiempo cuando llegué frente a todo un pueblo que se congregaba ante mí. Tras una pequeña elevación desembocamos en una hondonada y aparecimos de repente frente a un oratorio diminuto. Fuera, en semicírculo, se habían acomodado como podían tal vez cincuenta mendigos, hombres y mujeres, con cada una de sus deformidades expuestas al sol, como toda una estirpe de la que descollaban aquellos de edad más avanzada. Tendidos sobre el suelo, en grupos variopintos, se movían todos a la vez, no demasiado apresuradamente. Comenzaron a farfullar bendiciones a la vez que alargaban los brazos. Pero no se acercaron mucho, antes de atravesar el umbral del oratorio.

Miré hacia una estancia alargada y diminuta en la que ardían cientos de candelas. Metidas en cortos cilindros de cristal, nadaban en aceite. La mayoría de ellas se encontraban esparcidas sobre una mesa de regular altura y se las podía mirar como se lee un libro. Un reducido número colgaba del techo en recipientes más capaces. A cada lado del recinto había un hombre en pie, encargado, evidentemente, de dirigir las oraciones. Sobre las mesas próximas se veían algunas monedas. Vacilé en el umbral, puesto que no iba cubierto. El guía se quitó su negra chía de la cabeza y me la alcanzó. Me la coloqué, no sin cierto escrúpulo, pues estaba bastante sucia. Los recitadores me hicieron señas y me introduje entre las candelas. No se me tomó por judío y en consecuencia no recé. El guía señaló las monedas y entonces capté lo que debía hacer. Permanecí sólo un instante. Sentí miedo ante aquel impresionante recinto en medio del desierto, todo lleno de candelas, sólo constituido por luminarias. Difundían una callada serenidad que no cesaba en tanto seguían ardiendo. Quizás únicamente estas tenues llamas era cuanto quedaba de los muertos. En el exterior, sin embargo, se sentía muy de cerca la vehemente vitalidad de los mendigos.

Me mezclé de nuevo con ellos y comenzaron a agitarse de verdad. Por todas partes se apiñaron a mi alrededor, de tal modo que podía entonces abarcar su decrepitud de una sola mirada y me sumieron en una especie de complicada y, ciertamente, violenta danza. Agarraban mi rodilla y me besaban la chaqueta. Bendecían, o así me lo pareció, cada parte de mi cuerpo. Era como si una masa de gente con boca y ojos y nariz, con brazos y piernas, con harapos y muletas, con todo cuanto tenían, con todo de cuanto se componían, se empeñase en pedirle a uno sólo. Quedé aterrorizado, pero no podía desasirme, puesto que estaba conmovido y todo el horror pronto se diluía en esa profunda emoción. Jamás la gente se me había aproximado tanto físicamente. Olvidé su suciedad, me era indiferente; no reparé en la mugre. Sentí qué tentador podía ser para el cuerpo humano vivo dejarse descuartizar. Esta horrible dosis de veneración hace válido el sacrificio, y cómo no suscitar entonces maravillas.

Pero el guía se ocupó de que no continuase en manos de los mendigos. Eran antiguos sus ruegos y todavía no satisfechos. Yo no tenía suficiente calderilla para todos. Apartó con gritos y voces airadas a los descontentos y se me llevó asiéndome del brazo. Cuando tuvimos el oratorio a nuestras espaldas, dijo con una estúpida sonrisa tres veces «Oui», a pesar de que yo no le había preguntado nada. Cuando regresé por el mismo camino no parecía ya la misma escombrera. Pero supe bien a dónde habían ido a parar su vida y su luz conjuntamente. El viejo del portón, el que corrió sobre sus muletas con tanta energía, me miró con hosquedad, pero permaneció mudo y guardó para sí su desprecio. Salí por el portón del cementerio y mi guía se esfumó tan rápido como había venido, y por el mismo lugar. Es posible que viviese en una grieta de la tapia del cementerio y que saliese de ella en contadas ocasiones. Desapareció, no sin antes recibir lo que se le debía, y como despedida repitió «Oui».