El joven me preguntó de dónde venía.
«De Inglaterra», dije. «Londres». Me había acostumbrado a dar aquí esta simplificada respuesta para no confundir a la gente. Percibí un ligero desencanto a mi afirmación, pero aún no llegué a saber lo que más le hubiese gustado escuchar.
«¿Está usted aquí de visita?»
«Sí, todavía no conozco Marruecos.»
«¿Estuvo usted ya en la Bahía?»
Y entonces comenzó a preguntarme acerca de todas las curiosidades oficiales de la ciudad: si había estado aquí o allá, para terminar ofreciéndoseme como guía. Yo sabía que nada se podía ver en cuanto uno tomaba a un nativo por guía; y para zanjar tan rápido como fuera posible esa aspiración y llevar la conversación a otro terreno, aclaré que me encontraba aquí con una productora cinematográfica inglesa, y que el bajá contaba personalmente con un cicerone. Yo no tenía, de hecho, nada que ver con ese film. Pero un amigo mío inglés, que lo producía, me había invitado a Marruecos; mientras que otro amigo, un joven americano que estaba conmigo, representaba un papel en él.
Mi información no dejó de causar impresión. Por lo que no insistió en mostrarme la ciudad; pero muy distintas perspectivas se abrieron ante sus ojos. ¿Tendríamos un puesto para él? Hacía de todo; y se encontraba desde tiempo atrás sin trabajo. Su rostro, que tenía algo de dureza y hosquedad, se me había mostrado hasta ahora inextricable; reaccionaba poco o tan despacio que con dificultad podía admitirse en el hombre algo recto del todo. No obstante, comprendí que su atuendo me había confundido respecto de su comportamiento. Quizás resultase tan siniestro en ese atuendo porque hacía tiempo que estaba sin trabajo, y tal vez su familia así se lo hiciese sentir. Yo sabía bien que todos los pequeños puestos en la productora de mi amigo estaban cedidos hacía tiempo y así se lo dije al momento, para no inducirle a error. Se me acercó un poco con la cabeza por encima de la mesa y soltó de repente:
«¿Etes-vous Israélite?»
Dije que sí entusiasmado. Era tan grato poder asentir por fin; y también sentía curiosidad por el efecto que esta confesión podría tener sobre él. Rió abiertamente y mostró sus grandes dientes amarillentos. Se volvió hacia su cuñada, que se sentaba a cierta distancia frente a mí, y cabeceó con vehemencia para transmitirle su alegría por esta noticia. Ella ni siquiera pestañeó. Me pareció más bien algo defraudada; quizás hubiera deseado al extranjero totalmente extraño. Se animó apenas un instante, y en cuanto comencé a hacerle preguntas contestó con cierta fluidez, como si por mi parte así lo hubiese esperado de él.
Supe entonces que la cuñada era oriunda de Mazagan. La casa nunca solía estar tan llena. Los miembros de la familia habían venido a la boda desde Casablanca y Mazagan y traído consigo a sus hijos. Ahora vivían todos juntos en la casa y por eso estaba el patio tan inusualmente concurrido. Él se llamaba Élie Dahan y se enorgulleció al saber que yo llevaba su mismo nombre. Su hermano era relojero, pero no tenía negocio propio, estaba empleado con otro relojero. Fui invitado de nuevo a beber y me pusieron delante frutas confitadas, como las que mi madre se cuidaba de hacer. Bebí, pero las frutas las dejé cortésmente de lado -tal vez porque me resultaban demasiado familiares- y al momento este hecho provocó lamentablemente una perceptible reacción en el rostro de la cuñada. Les conté que mis antepasados debieron venir de España y pregunté si todavía existiría gente en el Melah que hablase español antiguo. Él no conocía a nadie, pero había oído algo acerca de la historia de los judíos españoles, y esta idea era la primera que parecía salirse de su afrancesada presentación y de las relaciones con su limitado ambiente. Preguntó entonces de nuevo: Cuántos judíos había en Inglaterra; si les iba bien y cómo se comportaban y si había grandes hombres entre ellos. De repente sentí como un ardiente compromiso para con el país en el que me había ido bien, en el que había ganado amigos; y para que me entendiese, le hablé de un judío inglés que había llevado al país a un alto prestigio político, Lord Samuel.
«¿Samuel?», preguntó, y se le iluminó de nuevo el rostro de tal modo que lo tomé como si hubiese oído hablar del personaje y estuviese al corriente de su carrera. Pero en eso me había equivocado; pues se volvió hacia la joven y dijo: «Ese es el apellido de mi cuñada. Su padre se llama Samuel.» La sorprendí espectante y asintió con vehemencia.
A partir de ese momento se hizo más atrevido en sus preguntas. El sentimiento de un lejano parentesco con Lord Samuel que según le dije había sido miembro del Gobierno británico, le enardecía. Si aún había otros israelitas en nuestra productora. Uno, respondí. Si no desearía traerlo conmigo de visita. Se lo prometí. Si no había con nosotros algún americano. Por primera vez pronunció la palabra «americano»; percibí que esa era su palabra dorada y comprendí por qué, en principio, se había sentido confuso por mi origen inglés. Le hablé de mi amigo americano que vivía en nuestro mismo hotel; pero tuve que añadir que no era ningún «israelita».
El hermano mayor entró de nuevo; quizás le pareció que permanecía allí demasiado tiempo. Lanzó una mirada a su mujer, y siguió mirándome fijamente. Creí haberme quedado allí por su voluntad y que la esperanza de entablar conversación con él no había desaparecido. Le dije al hermano menor que podría, cuando le apeteciera, buscarme en mi hotel, y me levanté del sillón. Me despedí de la joven. Los dos hermanos me acompañaron al exterior. El recién casado se detuvo ante el portón, un poco como cortándome el paso, y me vino a la cabeza la idea de que quizás esperaba alguna recompensa por mi visita a su casa. Por mi parte tampoco deseaba yo ofenderle, todavía incluso me caía bien, y así permanecí allí un instante en la más embarazosa disyuntiva. Mi mano, que había ido aproximándose al bolsillo, se detuvo a medio camino y la sorprendí como quien dice dispuesta a rascar. El hermano menor vino en mi ayuda y dijo algo en árabe. Oí la palabra «jehudi», judío, que se refería a mí, y fui despedido con un amistoso y algo desilusionado apretón de manos.
Justo al día siguiente se presentó Élie Dahan en mi hotel. No me encontró y volvió de nuevo. Me ausentaba con frecuencia y él no tenía la suerte de tropezar conmigo; quizás pensaba incluso que yo mandaba decir que no estaba. La tercera o cuarta vez dio finalmente conmigo. Le invité a un café y me acompañó al Xemaá El Fná, donde nos sentamos en una de las terrazas. Vestía igual que el día anterior. Al principio no habló apenas, pero incluso su inexpresivo ademán bastaba para inferir que algo guardaba en su corazón. Un anciano, que vendía bandejas de azófar, se aproximó a nuestra mesa; por su negra chia, por su indumentaria y barba era fácil de reconocer en él un judío. Élie se inclinó lleno de misterio hacia mí, y como si tuviese que confesarme algo muy especial, me dijo: «C'est un Isráelite.» Asentí satisfecho. A nuestro alrededor se sentaban, escandalosos, algunos árabes y uno o dos europeos.