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Me detuve frente al hotel para despedirme de Élie.

Su prodigalidad con sus parientes le había dado de nuevo ánimos y volvió a hablar de la carta. «Le traeré el nombre del comandante», me dijo, «mañana.» «Sí, sí», respondí, y entré raudo y dando gracias a ese mañana.

Desde entonces aparecía diariamente. Cuando yo no estaba daba la vuelta a la manzana y volvía de nuevo. Si seguía sin aparecer, se plantaba en la esquina frente a la entrada del hotel y aguardaba pacientemente. En días más osados tomaba asiento en el hall del hotel. Pero no permanecía sentado allí más que un par de minutos. Sentía aversión por el personal árabe del hotel que le trataba con desdén, pues quizás le reconocía como judío.

Apareció con el nombre del comandante. Pero trajo también todos los documentos que había poseído a lo largo de toda su vida. No los trajo de una sola vez. Cada día se añadía uno o dos que había recordado entre tanto. Parecía ser de la opinión de que yo podría redactar muy bien, con sólo quererlo, la deseada petición al comandante de Ben Guérir, y sobre su efecto, una vez hubiese sido escrita, no albergaba la más ligera duda. Los papeles tenían algo de irresistible en tanto se leía al pie un nombre extranjero. Me trajo referencias de todos los puestos en los que había estado; realmente había trabajado hacía poco tiempo de «plongeur» con los americanos. Me trajo referencias de su hermano menor, Simón. Jamás venía sin sacar un papel del bolsillo y ponérmelo ante los ojos. Se cuidaba de aguardar brevemente al efecto de mi lectura y proponía entonces variaciones al texto de la carta que yo debía escribir al comandante.

Entretanto había comentado por mi parte hasta el mínimo detalle todo el affaire con mi amigo americano. Éste se ofreció para recomendar a Élie Dahan a sus paisanos, pero no esperaba de ello nada para el joven. Ni conocía al comandante, ni siquiera a una persona que tuviese influencia en la adjudicación de puestos. Pero ambos no queríamos robarle a Élie la esperanza y así fue como se escribió la carta.

Yo quedé más aliviado cuando pude recibirle con esta noticia y, por variar, meter la mano en el bolsillo y poder sacar un papel.

«¡Lea usted!», me dijo receloso y algo serio.

Leí el texto inglés de principio a fin, y a pesar de que sabía que no entendía una palabra de todo aquello, leí lo más lentamente que pude.

«¡Traduzca!», dijo sin inmutarse.

Traduje y di a mis palabras francesas una nota enfática y festiva. Le entregué la carta. Buscó algo y comprobó entonces la firma. La tinta no era muy oscura y movió la cabeza.

«Esto no podrá leerlo el comandante», dijo, y me devolvió la carta. Sin el más leve recato añadió: «Escríbame tres cartas. Si el comandante no contesta la carta, enviaré la segunda a otro campamento.»

«¿Para qué necesita usted la tercera carta?», le pregunté para ocultar mi estupefacción ante su desenvoltura.

«Es para mí», dijo orgulloso.

Comprendí que quería incorporarla a su colección de documentos, y la idea de que esa tercera carta era para él la más importante, parecía fuera de dudas.

«Escriba su dirección», añadió. El hotel no se mencionaba en ninguna parte, por eso había escudriñado el papel.

«Pero todo eso no tiene sentido alguno», exclamé. «Nosotros partimos pronto. Si ha de contestarse a la carta, ¡se necesita su dirección!»

«¡Escriba su dirección!», respondió impasible; mi objeción no le causó la más mínima impresión.

«Eso lo podemos hacer de todos modos», insistí. «Pero su dirección tiene que constar, de lo contrario todo esto es absurdo.»

«No», repitió, «¡escriba el hotel!»

«Pero, ¿qué ocurrirá si realmente se le desea dar a usted el puesto? ¿Cómo se le encontrará? Partimos la semana que viene y seguro que la respuesta no llega tan rápido.»

«¡Escriba el hotel!»

«Se lo diré a mi amigo. Espero que no se enoje por tener que escribir de nuevo la carta.» No podía menos de reprenderle por su testarudez.

«Tres cartas», fue su respuesta. «Escriba el hotel en cada una de las tres cartas.»

Le despedí enfadado y pensé para mí: ¡si no tuviese que volver a verlo!

Al día siguiente llegó con cierto talante festivo y me preguntó:

«¿Desea usted conocer a mi padre?»

«¿Dónde está, pues?», inquirí.

«En la tienda. Tiene un negocio junto con mi tío. A dos minutos de aquí.»

Acepté y nos dirigimos hacia allá. Se encontraba en la calle moderna que conducía desde el hotel al Bab Agenaou. Yo había recorrido ese camino con frecuencia varias veces al día y echado algún vistazo a las tiendas a izquierda y derecha. Entre los propietarios de esas tiendas había muchos judíos, sus rostros eran dignos de confianza. Me preguntaba si uno de ellos sería su padre, y pasé revista mentalmente: ¿Quién podría ser?

Pero menosprecié el número y variedad de estas tiendas, pues apenas hube pisado la calle comencé a maravillarme de cómo hasta ahora jamás tomara en cuenta tan extraordinario comercio. Había azúcar de cualquier género, sea en pilones, sea en sacos. A cualquier altura, sobre todas las estanterías en derredor no había más que azúcar. Todavía no conocía un negocio en el que no se vendiese otra cosa que azúcar y encontré este hecho, Dios sabe porqué, muy divertido. El padre no estaba, pero el tío sí y me di a conocer. Era un hombrecillo desagradable, flaco, de rostro amargado, que no me hubiese merecido la menor confianza. Vestía a la europea, pero su traje se veía sucio y era fácil ver que la suciedad consistía en una mezcla extraña de polvo callejero y azúcar.

El padre no estaba lejos y se mandó en su busca. Mientras tanto se dispuso en mi honor, como es costumbre aquí, té de menta. Pero en vista de la subyugantemente empalagosa fuerza del local, me hice a la idea de que tendría que beberlo, fácil vomitivo. Élie aclaró en árabe que yo era de Londres. Un hombre con sombrero de calle europeo sobre la cabeza, que yo había tomado por un comprador, se me acercó unos pasos y dijo en inglés: «Yo soy británico.» Era un judío de Gibraltar y hablaba su peculiar inglés nada mal. Pretendió información sobre mis negocios y como no tuviese nada que decirle repetí la vieja historia sobre el film.

Conversamos un poco y sorbí pausadamente el té; en esto llegó el padre. Era un hombre elegante con una hermosa barba blanca. Llevaba una chía y la ropa al estilo de los judíos marroquíes. Poseía una cabeza grande y redonda de amplia frente; pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos risueños. Élie se colocó junto a él y dijo con un emotivo movimiento de brazo:

«Je vous présente mon pére.»

Todavía no había dicho nada con tanta solemnidad y convicción. «Pére» sonó en su boca francamente sublime y jamás habría pensado que un hombre así de tonto pudiese llegar a tal elevación. «Pére» sonó, en importancia, por encima de «americano»; y yo estaba contento de que del comandante no quedase ya mucho.

Estreché la mano del hombre y miré hacia sus ojos risueños. Preguntó a su hijo, en árabe, sobre mi nombre y mi procedencia. Dado que no hablaba ninguna palabra en francés, el hijo se colocó entre nosotros dos y se convirtió, muy en contra de su estilo apenas vehemente, en nuestro intérprete. Explicó de dónde venía y que yo era judío, y le dijo mi nombre. De la forma en que lo hizo, con su indolente y casi inarticulada voz, sonó a nada.