«¿E-li-as Ca-ne-ti?» repitió el padre interrogativa y trémulamente. Dijo para sí el nombre un par de veces, a cuyo efecto separaba claramente las sílabas unas de otras. En su boca, el nombre se hizo más importante y bello. Entretanto no me veía sino que miraba al frente; como si el nombre fuese más real que yo y más digno de ser interrogado. Atendí sorprendido y atónito. En su cantinela encontré mi nombre tal como si perteneciese a una lengua extraña que no conocía en absoluto. Lo sopesó generosamente cuatro o cinco veces; me pareció como si oyese el tintineo de las pesas. No sentí preocupación alguna; no era ningún juez. Sabía que encontraría sentido y entidad a mi nombre; y alcanzado ese punto me miró de nuevo y sonrió con los ojos.
Estaba ahí como si quisiese decir: el nombre está bien, pero no existía ningún idioma en el que me lo pudiese expresar. Lo leía en su cara y sentí un irrefrenable afecto hacia él. Jamás me habría atrevido a imaginármelo como era. Su estúpido hijo, su amargado hermano, eran ambos de otro mundo, y sólo el relojero había heredado algo de su porte, pero éste no estaba presente; y entre tanto azúcar no habría habido sitio para nadie. Élie esperó a una palabra mía para traducir, pero no proferí ninguna. Permanecí por respeto totalmente mudo, pero quizás también para no romper el prodigioso hechizo del nombre-cantinela. Así estuvimos un largo rato frente a frente. Si sólo comprendiese él por qué no puedo decir nada, me dije a mí mismo, si mis ojos tan sólo pudiesen sonreír como los suyos. Hubiese sido incluso humillante confiar algo a este intérprete, ningún intérprete hubiese resultado suficientemente bueno para el viejo.
Esperó pacientemente mientras yo perseveraba en mi mutismo. Por último, algo como un vago despecho pasó rápidamente por su frente y dijo una frase en árabe a su hijo, que vaciló un momento antes de traducírmela.
«Mi padre ruega le disculpe, pues desearía retirarse.»
Asentí y me estrechó la mano. Sonrió y parecía como si tuviese que hacer algo a la fuerza; seguro que era algún negocio. Volvió la cara y abandonó la tienda.
Esperé un par de minutos y entonces salí con Élie a la calle. Le dije lo bien que me había caído su padre.
«Es un gran erudito», respondió lleno de veneración y extendió los dedos de la mano izquierda hacia arriba, donde quedaron expresivamente suspendidos. «Lee durante toda la noche.»
Desde aquel día Élie tenía ganado el juego conmigo. Yo atendía con devoción todos sus pequeños y fastidiosos deseos, porque era el hijo de aquel hombre excepcional. Me dio un poco de lástima que no desease nada más, pues nada existía que yo no le hubiese concedido. Recibió tres cartas inglesas en las cuales sus afanes, su formalidad y honradez, cuando trabajaba alguna vez para alguien, fueron exaltadas hasta el cielo, incluso su absoluta necesidad de lograrlo. Su hermano más pequeño, Simón, al que no conocía de nada, era, en otro terreno, no menos hábil. La dirección de los dos en el Melah fue omitida intencionadamente.
En el encabezamiento de las cartas lucía el nombre de nuestro hotel. Cada una de las tres estaba, empero, firmada por mi amigo americano con tinta negra y, al parecer, eterna. Para hacer todavía otra excepción, había añadido su dirección habitual de los Estados Unidos y el número de su pasaporte. Cuando le expliqué a Élie este pasaje de la carta casi no pudo creerlo de contento.
Por su parte me transmitió una invitación de su padre al Purim: podía celebrar la fiesta con ellos en casa, en el círculo familiar. Accedí agradecido de todo corazón. Me imaginé la perplejidad de su padre ante mi desconocimiento de las viejas costumbres. Lo habría hecho casi todo mal y las oraciones sólo las hubiera podido repetir como una persona que jamás reza. Me avergoncé frente al anciano al que estimaba y quise ahorrarle esa preocupación. Pretexté trabajo y me prometí a mí mismo cancelar la invitación y no volverle a ver. Me bastó haberle visto una vez.
CUENTEROS Y ESCRIBANOS
Los cuenteros suelen tener mayor clientela. A su alrededor se forman los más densos y también los más duraderos círculos de gente. Sus intervenciones duran bastante; en un corro interior los oyentes se agachan en el suelo y no se marchan tan pronto. Otros forman en pie un cerco exterior, y tampoco se mueven, penden fascinados de las palabras y gestos del cuentero. A veces son dos los que recitan alternativamente. Sus palabras llegan desde lejos y permanecen suspendidas por largo tiempo en el aire al igual que los habituales. Yo no entendía nada y sin embargo permanecía igualmente fascinado al eco de su voz. Eran palabras sin significado alguno para mí, lanzadas con energía y fuego: eran entrañables al hombre, pues se afirmaba orgulloso de ellas. Las ordenaba a tenor de un ritmo que a mí siempre me parecía muy personal. Cuando se detenía, hacía su aparición el otro, igualmente poderoso y elevado. Me era posible percibir la solemnidad de algunas palabras y la maliciosa intención de otras. Estaba acostumbrado a los cumplidos como si apuntasen directamente hacia mí; y me sentí amenazado. Todo parecía dominado; las palabras más imponentes volaban tan lejos como deseaba el narrador. El aire, por encima de los oyentes, se percibía en movimiento; y uno que entendiese tan poco como yo, sentía latir la vida más allá del oyente. Para hacer honor a sus palabras los narradores iban vestidos de una forma chocante. Su indumentaria se diferenciaba de la del resto de los oyentes. Vestían telas lujosas; uno u otro, por lo general, en terciopelo azul o marrón. Actuaban como personalidades de alto rango, pero fantásticas. Para quienes les rodeaban, tenían raramente una mirada. Atendían a sus héroes y figuras. Cuando su mirada caía sobre alguien que estuviese allí habitualmente, éste debía pasar tan inadvertido como cualquier otro. Los extranjeros no existían para él en absoluto; no pertenecían al reino de sus palabras. Al principio no quería admitir siquiera que yo le interesase tan poco, era demasiado sorprendente para ser verdad. Y así permanecía largo rato en pie, hasta que esas voces me hacían ir hacia otro lugar más sonoro, pero tampoco entonces reparaba en mí, cuando ya casi empezaba incluso a sentirme a gusto en el corro más amplio. El cuentero, por supuesto, se había fijado en mí, pero para él continuaba siendo un extraño en su círculo encantado, pues no era capaz de entenderle.
Con frecuencia habría dado cualquier cosa por comprenderle, y espero llegue el día en que pueda apreciar a estos cuenteros itinerantes tal como se merecen. Pero también estaba contento de no entenderles. Constituían para mí algo así como un enclave de vida arcaica y sin cambio. Su idioma les resultaba tan indispensable como a mí el mío propio. Las palabras eran su alimento y no se dejaban convencer fácilmente por nadie para cambiarlas por otro alimento mejor. Me sentía orgulloso de constatar el poder narrativo que ejercían sobre sus compañeros de lengua. Se asemejaban a mis hermanos más viejos y mejores. En momentos felices me decía a mí mismo: También yo puedo reunir personas en torno mío a las que relatar algo. Pero en vez de cambiar de lugar a lugar, sin ser capaz de encontrar oídos que se abran a mí; en vez de vivir de la confianza de mi propio relato, me había hipotecado para con el papel. Yo, soñador pusilámine, vivo a resguardo de mesas y puertas; y ellos entre la algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando diariamente, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros, ambiciones ni prestigio vacío. Entre las personas de nuestro ambiente que viven la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba de pronto entre poetas que podía mirar a la cara porque no había una sola palabra suya que leer.