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La hojeada superficial de Las voces de Marrakesh nos depara, de entrada, un primer efecto sorpresa: ni rastro de la elaborada construcción de Auto de fe; ni la menor huella de la elipsis discursiva de Masa y poder. Canetti sintetiza aquí, en los catorce relatos que componen el libro, sus impresiones de una detenida incursión por la ciudad en 1954. Se trata, repito, de impresiones imaginativas, visuales casi, puesto que la penetración del autor enraiza en una decidida voluntad de comprensión del universo desconocido. Los rápidos apuntes, las estrictas notas de viaje aparecen disueltas en la fantasía del escritor, para convertirse en el soporte de esa nueva reconstrucción que son los cuentos de viajes. En todos ellos domina la impronta de lo inmediato, de una experiencia vivida directamente que se intenta transmitir al lector sin artificios y con el menor número posible de mediaciones de taller. Y en esta ocasión, Canetti nos demuestra magistralmente que todavía es posible contar algo con sencillez, dando prioridad a los hechos, forzándolos si es preciso para que expresen sus cadencias más variadas. La elaboración literaria vendrá después, siempre con carácter adjetivo. El resultado es un lenguaje libre de presiones de género -como señala acertadamente Rudolf Hartung-, muy rico léxicamente y saturado de significaciones hasta la contraposición.

Para Canetti, la sagacidad del viajero, llegado el momento de captar y comprender en sus entresijos el guiño cómplice de una realidad diferente, diversa, pero que necesita entender de alguna manera para integrarla en su experiencia vital, constituye el elemento definitivo a la hora de hacernos partícipes de sus vivencias. El esfuerzo del viajero es arduo, porque se basa en el ejercicio de una comprensión sincopada, parciaclass="underline" el turista, escribe, es la caricatura moderna del viajero. Canetti, por el contrario, entiende el viaje como la ocasión última para apropiarse de un mundo extraño, en el que entrevé aún posibilidades autónomas de ser distinto. Y ésa es la razón de que sus cuentos de viaje aspiren sobre todo a la veracidad de las imágenes: dramática o cómica, tanto da; humanizando en la mejor tradición oriental animales y cosas portadores de sentido.

La voz del cuentero de mercado adecúa tonos y modulación, gesto y palabras a su auditorio. Cuando Canetti transforma esa voz en escritura, parte del compromiso, vehementemente asumido, de implicar en su relato a los lectores más plurales. Abandona entonces su confortabilidad europea, la intolerable tolerancia del viejo escéptico, el paternalismo siempre ofensivo del hermano sabio, y vuelve a los orígenes, a su diminuta aldea búlgara, al círculo de allegados a quienes relata, al caer la tarde, su experiencia viajera. El resultado, lector, es esta pequeña obra maestra.

JOSÉ-FRANCISCO YVARS

Septiembre de 1981.

A Veza Canetti

MIS ENCUENTROS CON CAMELLOS

Por tres veces entré en contacto con camellos y aquello concluyó en circunstancias trágicas.

«Tengo que enseñarte el mercado de camellos», decía mi amigo, justo tras mi llegada a Marrakesh. «Tiene lugar todos los jueves por la mañana ante la muralla en Bab-el-Khemis. Se encuentra realmente apartado, al otro lado de los muros de la ciudad; es mejor que te lleve.» Llegó el jueves y nos dirigimos hacia allí. Era algo tarde cuando llegamos a la inmensa plaza frente a la muralla de la ciudad ya casi al mediodía. La plaza estaba medio vacía. Al otro extremo, unos doscientos metros más allá de nosotros, había un grupo de personas; pero no vimos ningún camello. Los animales pequeños, con los que la gente se entretenía eran burros por lo general; la ciudad se encontraba repleta de ellos; portaban todo género de cargas y solían ser tan mal tratados que no deseaba ver más. «Llegamos demasiado tarde», dijo mi amigo. «El mercado de camellos ha terminado.» Me condujo hasta el centro de la plaza para convencerme de que verdaderamente no había nada más que ver.

Pero antes de que se detuviese vimos cómo se dispersaba un grupo de gente. En medio de ella apareció un camello erguido sobre tres patas, la cuarta le había sido atada al cuerpo. Tenía puesto un bozal rojo, una cuerda le atravesaba el ollar, y un hombre que se mantenía a cierta distancia trataba de hacerle avanzar de este modo. El camello corría un trecho hacia adelante, se paraba y saltaba entonces curiosamente sobre sus tres patas hacia arriba. Sus movimientos eran tan inesperados como inquietantes. El hombre que debía guiarlo, cejaba siempre en su empeño; temía acercarse demasiado al animal y no parecía nada seguro cómo se comportaría éste a continuación. Pero tras cada sobresalto tiraba de nuevo y esto le permitió arrastrar al animal muy lentamente en una determinada dirección.

Permanecimos parados y bajamos la ventanilla del coche; nos rodearon niños pedigüeños, por encima de sus voces mendicantes oíamos los gritos del camello. Una de las veces saltó con tal fuerza hacia un lado que el hombre que lo guiaba perdió la cuerda. Las personas que se encontraban a cierta distancia se alejaron. La atmósfera que rodeaba al camello estaba cargada de miedo, pero más miedo sentía aún el camello. El guía corrió un trecho junto a él y con la velocidad de un rayo agarró la cuerda que serpeaba por el suelo. El camello saltó lateralmente hacia arriba en un movimiento ondulante, pero no logró soltarse, siendo arrastrado de nuevo.

Un hombre, en el que no habíamos reparado hasta entonces, apareció tras los niños que rodeaban nuestro automóvil, se apartó a un lado y nos explicó en un francés entrecortado: «El camello tiene rabia. Es peligroso. Lo conducen al matadero. Hay que tener mucho cuidado.» Adoptó un gesto grave. Entre frase y frase oíamos los gritos del animal.

Le dimos las gracias por su información y nos fuimos entristecidos de allí. Durante los días siguientes hablamos con frecuencia del camello rabioso; sus desesperados movimientos nos habían dejado una huella profunda. Habíamos ido al mercado con la esperanza de ver centenares de esos apacibles y curvilíneos animales. Pero en la gigantesca plaza sólo encontramos uno, sobre tres patas, atado, en su última hora; mientras todavía luchaba por su vida nos fuimos de allí.

Días después pasamos frente a otro sector de las murallas de la ciudad. Anochecía, el resplandor rojo se extinguía sobre el muro. Retuve en mis ojos tanto como me fue posible la imagen del muro y me regocijé ante su progresiva mutación cromática. Divisé en su sombra una gran caravana de camellos. La mayoría se había dejado caer sobre sus rodillas, otros permanecían todavía en pie. Unos hombres con turbante en la cabeza se movían laboriosos, pero tranquilos, entre ellos; era la imagen del sosiego y el crepúsculo. El color de los camellos se convirtió en el del muro. Nos apeamos y nos mezclamos entre los animales. Cada docena cumplida de ellos se arrodillaba en círculo alrededor de un montón de forraje dejado caer por los camelleros. Estiraban el cuello, tomaban el alimento con la boca, echaban la cabeza hacia atrás y rumiaban plácidamente. Los observamos atentamente y vimos que tenían rostro. Se parecían entre sí y al mismo tiempo eran muy diferentes. Recordaban a viejas damas inglesas que, dignas y visiblemente aburridas, compartían el té, incapaces de ocultar la malicia con que escrutaban cuanto les rodeaba. «Éste es mi tía, de verdad», dijo mi amigo inglés, al que advertí sutilmente del parecido con sus compatriotas, y pronto descubrimos algún que otro conocido. Nos sentíamos orgullosos de haber tropezado con aquella caravana de la que nadie nos había hablado. Contamos ciento siete camellos.