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Si ellos alguna vez me abandonaban, me sentía desdichado y los buscaba, sin que llegasen a darse cuenta. Me gustaban sus gestos vivaces, los pequeños dedos con los que se señalaban la boca, cuando con lastimeros ademanes gimoteaban «¡manger!», «¡manger!»; las indescriptibles caras de tristeza que hacían gesticular de modo como si realmente estuviesen a punto de desfallecer de hambre y debilidad. Me agradaban sus endiabladas travesuras tan pronto como habían recibido algo; la alegre agitación con la que salían corriendo, su miserable botín en la mano; el increíble cambio de sus rostros, que de moribundos se habían convertido súbitamente en afortunados. Me gustaban sus pequeños enredos cuando me mostraban niños de pecho, cuyas diminutas y casi insensibles manitas me asían, para los que mendigaban: «a él también, a él también ¡manger!, ¡manger!», con el fin de doblar su limosna. No eran pocos los niños, y yo trataba de ser ecuánime, pero, naturalmente, tenía mis preferidos, aquellos cuyos rostros eran de una belleza y vivacidad de las que jamás podía sentirme saturado. Me seguían hasta las puertas mismas del restaurante, y se sentían seguros bajo mi protección. Sabían que tenía buena disposición hacia ellos y eso les permitía alcanzar las proximidades de este fabuloso lugar que les estaba prohibido y donde se comía tanto. El propietario, un francés de calva monda y ojos de papel matamoscas, que tenía acogedoras y buenas miradas para con su clientela, no quería tolerar la proximidad de niños mendigos. Sus harapos no agradaban. Los elegantes huéspedes debían encargar su costosa comida a gusto, y, en consecuencia, no había que recordárseles en todo momento el hambre y los piojos. Cuando en la entrada abría yo las puertas, y él por casualidad se encontraba cerca, dirigía una mirada a la pandilla de chiquillos de fuera, y agitaba malhumorado la cabeza.

Pero dado que yo formaba parte de un grupo de quince ingleses que consumíamos dos comidas seguras diariamente, no osaba decirme nada, y esperaba una oportunidad propicia que le permitiese solventarlo con ironía y amabilidad.

Un mediodía, de un calor sofocante, estaba abierta la puerta del restaurante para dejar pasar un poco de aire fresco. Con dos de mis amigos me había librado ya del asalto de los niños, y tomamos asiento en una mesa libre cerca de la puerta abierta. Los críos permanecieron fuera pero sin perdernos de vista, bien cerca de la puerta. Con ello querían prolongar su amistad con nosotros y quizás también ser testigos de cuanto comiésemos. Nos hacían señas y encontraban nuestros bigotes extraordinariamente divertidos. Una niña, de unos diez años, la más graciosa de todos, que durante un buen rato había notado que yo podía caerle simpático, se señalaba continuamente la exigua superficie entre el labio superior y su nariz y apretaba allí entre dos dedos un ilusorio bigote, que hilachaba y estiraba con entusiasmo: A la par reía efusiva y los demás niños con ella.

El propietario del restaurante vino a la mesa para tomar nota de nuestro pedido y vio a los alborozados niños. Con rutilante gesto me dijo: «¡Ya juegan ahí las pequeñas cocottes!» Me sentí dolido por esa insinuación; quizás tampoco quería creerle porque me gustaban mis mendigos, y exclamé ingenuamente: «¡Qué va, a esa edad!»

«Poca idea tiene usted», afirmó, «por cincuenta francos puede tener a cualquiera de ellos. Enseguida va uno con usted a la vuelta de la esquina». Yo estaba muy indignado y le repliqué con calor. «Eso no es así; eso es imposible.»

«Usted no sabe cómo van las cosas por aquí», añadio, «debería conocer un poco la vida nocturna en Marrakesh. Yo vivo aquí desde hace tiempo. Cuando vine por primera vez, y esto fue durante la guerra, todavía era soltero» -echó una fugaz pero dura mirada al otro lado, hacia su mujer, entrada en años, que como siempre estaba sentada en la caja-, «… estaba yo con un par de amigos y empezábamos a darnos cuenta de todo esto, cuando fuimos conducidos una vez a cierta casa y, apenas acomodados, ya estábamos rodeados por un buen número de crías desnudas. Se postraban a nuestros pies y se restregaban por todas partes contra nosotros, y no eran mayores que las de ahí fuera, algunas más pequeñas incluso».

Yo moví incrédulo la cabeza.

«No había nada que no se pudiese poseer. Hemos procurado darnos buena vida y también hemos tenido con cierta frecuencia nuestras diversiones. En una ocasión hicimos una locura tremenda; esto se lo tengo que contar a ustedes. Éramos tres; tres amigos. Uno de nosotros fue con una fatma a su habitación» -así llaman los franceses despectivamente a las mujeres del país-, «que no era ya ninguna cría, y los otros dos mirábamos a través de un agujero el interior de la habitación. Primero negoció largo rato con ella; acordaron el precio y él le entregó el dinero, que metió en una mesilla de noche junto al lecho. Se apagó la luz y ambos se acostaron juntos. Nosotros lo habíamos visto todo desde fuera. En cuanto estuvo oscuro, uno de nosotros se deslizó al interior de la alcoba, sigilosamente, y reptó hasta la pequeña mesa de noche. Metió la mano en el cajón con toda cautela y, mientras los otros dos iban a lo suyo, sustrajo el dinero. Se arrastró de nuevo con rapidez y salimos corriendo de allí. Pronto regresó nuestro amigo. Había estado de balde con la fatma. ¡Se pueden ustedes imaginar cómo nos reímos! Esto fue sólo una de nuestras locuras».

Nos lo podíamos imaginar, pues reía a mandíbula batiente, se partía de risa y abría la boca de oreja a oreja. No podíamos sospechar que tuviese una boca tan grande, ya que jamás lo habíamos visto así. Se cuidaba, por el contrario, de ir con cierta dignidad de acá para allá en el restaurante y retiraba los platos de sus privilegiados comensales con decoro y suma reserva, como si le resultase del todo indiferente lo que se le encargase. Las recomendaciones que daba no eran en absoluto inoportunas y sonaban como si las pronunciase tan sólo para halagar al cliente. Hoy había agotado todas las reservas y mostraba una inequívoca expresión de júbilo. Aquella debió ser para él una época magnífica; y se comportaba de un modo que apenas recordaba su conducta habitual. En medio de su relato se acercó a nuestra mesa un camarero bajito. Lo despidió bruscamente con un encargo con el fin de que no oyese lo que nos contaba.

Nosotros sin embargo, como buenos anglosajones, nos quedamos de hielo. Mis dos amigos, de los que uno era de Nueva Inglaterra, el otro un inglés, y yo, que vivía desde hacía quince años entre ellos, compartíamos el mismo sentimiento de desdeñosa aversión. Éramos también precisamente tres, nos iba demasiado bien, y quizás nos sentíamos de algún modo culpables por los otros tres que con fuerzas hermanadas habían escamoteado el sueldo a una pobre nativa. Lo había relatado brillante y orgullosamente; sólo veía en ello la gracia, pero su entusiasmo cesó cuando sonreímos con gesto amargo y asentimos abochornados.