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La puerta aún seguía abierta, y los niños fuera impacientes y resignados. Presentían que mientras durase el relato no serían expulsados. Pensé que de ninguna manera podrían entenderlo. El propietario, que había comenzado a hablar con tal desdén hacia ellos, pronto se convirtió en despreciable. Si la difamaba o si, por el contrario, decía la verdad sobre ella, como suelen hacer los pequeños mendigos, él estaba hundido profundamente con ellos; y yo desearía que existiese algún género de castigo que le hiciese imposible prescindir de su apoyo.

EL ASNO LÚBRICO

De mis paseos nocturnos por las callejas de la ciudad cuidaba regresar por el Xemaá El Fná. Era extraordinario deambular por la plaza casi vacía. No quedaba ningún acróbata, ni bailarín, ni encantador de serpientes, ni tragafuegos. Un hombrecillo desamparado se agazapaba en el suelo ante una cesta de huevos muy pequeños. A derecha e izquierda suyas no había nada. Lámparas de acetileno prendían aquí y allá; la plaza olía así. En tienduchas y bodegones todavía era posible ver hombres solos que sorbían sopa a cucharadas. Parecían solitarios, como si no tuviesen dónde ir. En las esquinas de la plaza se veía gentes durmiendo. Algunos tumbados, la mayoría en cuclillas, todos llevaban puestas las capuchas de sus abrigos sobre la cabeza. Dormían inmóviles, nadie habría sospechado que bajo las chilabas, respiraba algo.

Una noche vi en medio de la plaza un espeso corro de gentes, iluminado de la manera más caprichosa por lámparas de acetileno. Todos puestos en pie. Las oscuras sombras sobre rostros y figuras, unidas a la fría luz que las lámparas vertían sobre ellas, les daban un aspecto lúgubre e inquietante. Oía el sonido de dos instrumentos tradicionales, además de la voz de un hombre que animaba vivamente a alguien. Cuando estuve más cerca y encontré un hueco por el que poder mirar a través del corro, advertí en el centro a un hombre de pie con un bastón en la mano, que formulaba acuciantes preguntas a un asno.

El borrico era, de todos los miserables asnos de esta ciudad, el más mísero. Los huesos le sobresalían, estaba muerto de hambre, su pellejo raído, a buen seguro que ya no era capaz de soportar la menor carga. Se preguntaba uno cómo se sostrendría todavía sobre sus patas. El hombre entablaba con él un cómico diálogo. Intentaba persuadirle de algo. Como el jumento persistiera en su tenacidad, le hacía preguntas. Y dado que no quería contestar, aquellos hombres alumbrados reían a mandíbula batiente. Tal vez se trataba de una historia en la que el burro jugaba algún papel. Pues tras un prolongado parloteo comenzó el triste animal a girar muy lentamente al compás de la música. El bastón se blandía continuamente sobre él. El hombre hablaba más rápido y más alto cada vez, se enfurecía en apariencia para mantener al asno en movimiento, pero sus palabras me sonaban como si también él mismo encarnase una figura cómica. La música seguía y seguía; los hombres no salían ya de la carcajada y se conducían como antropófagos o comedores de asnos.

Permanecí sólo por poco rato y así es que no puedo decir lo que ocurrió después. Mi horror sobrepasó mi curiosidad. Hacía tiempo que tenía a los asnos de esta ciudad clavados en el corazón. Paso a paso tuve oportunidad de comprobar su comportamiento levantisco, y era, en verdad, harto desvalido. Pero aspecto tan lamentable en una criatura jamás lo había tenido delante; y en mi camino hacia casa procuré firmemente, para poder tranquilizarme con ello, que no quedase en mí memoria de esta noche.

El día siguiente era sábado y bien temprano me dirigí al Xemaá. Era uno de los días más concurridos. Mirones, expositores, cestos y tiendas se superponían, resultaba difícil abrirse camino entre la multitud. Llegué al lugar donde se encontraba el asno la noche anterior. Miré y no pude dar crédito a mis ojos: ahí estaba de nuevo. Completamente solo. Lo observé detenidamente, imposible no reconocerlo, era él sin duda. Su dueño, muy cerca, conversaba apaciblemente con un par de personas. Todavía no se había formado ningún corro a su alrededor. Los músicos no estaban, la representación aún no había comenzado. El burro estaba allí al igual que la noche anterior. El pellejo parecía bajo un sol radiante aún más raído que por la noche. Lo encontré más miserable, más famélico y más viejo todavía.

De súbito, sentí alguien a mis espaldas y escuché unas palabras fuertes, pero que no comprendía, dichas al oído. Me di la vuelta y perdí de vista por un instante al animal. El hombre que había podido oír, se apretaba estrechamente a mí entre la multitud; pero parece ser que había amenazado a algún otro y no a mí. Me volví de nuevo hacia el asno.

No se había movido de su sitio, pero sin embargo no era ya el mismo pollino. De entre sus patas traseras, sesgado, colgaba de pronto un miembro descomunal. Parecía más duro que el garrote con el que se le había amenazado la noche anterior. En el breve intervalo en el que me diera la vuelta, se había operado en él una prodigiosa transformación. No sabía lo que hubiera podido ver, oír u olfatear. Tampoco lo que le habría pasado por su cabeza. Con todo, a esa miserable, vieja y débil criatura, ahora a punto de reventar, aún se la seguía utilizando para diálogos insensatos; se la trataba peor que a un asno de Marrakesh, cuya exigua existencia era menor que nada; sin carnes, sin fuerza, sin pellejo adecuado, aún poseía tanta voluptuosidad en su interior para que su mera estampa me liberase del efecto de su miseria. Pienso con frecuencia en él. Y me repito a mí mismo, cuánto quedaba aún de él cuando yo ya nada veía. Deseo para todo ser atormentado semejante disposición en la desgracia.

«SCHEHEREZADE»

Era la propietaria de un pequeño bar francés que se llamaba «Scheherezade», el único local en la Medina que permanecía abierto toda la noche. A veces estaba completamente vacío, en ocasiones se sentaban en su interior hasta tres o cuatro personas. Pero aun cuando estaba repleto, a menudo entre las dos y las tres de la madrugada, podía escucharse cada palabra que pronunciaran los clientes de al lado, y se entraba en conversación con cualquiera. Pues la estancia era diminuta y en cuanto había dentro veinte personas sentadas o de pie, parecía como si todo estuviese a punto de reventar.

Justo al doblar la esquina se encontraba la plaza vacía, el Xemaá El Fná, distante apenas diez pasos del bar. No cabe pensar en un contraste mayor. Alrededor de la plaza se tumbaban sobre el suelo pobres gentes en harapos que dormían. Estaban tan a tono con el lugar, que debía uno estar al tanto para no tropezar con ellos. Resultaba sospechoso quien a esta hora, todavía estaba en pie y deambulaba por la plaza; era preferible pecar de precavido. La verdadera vida del Xemaá había cesado ya hacía rato cuando comenzaba la del barecito. Quien a estas horas rondaba parecía europeo. Acudían franceses, americanos, ingleses. También venían árabes; pero siempre correctamente vestidos a la europea o que bebían; y sólo esto les convertía ya, a sus ojos cuando menos, en gente moderna o en europeos. Las bebidas eran muy caras y, en consecuencia, sólo se aventuraban a entrar árabes adinerados. Las gentes harapientas que yacían en la plaza, no tenían nada, o a lo más dos francos en el bolsillo. Los clientes del «Scheherezade» pagaban ciento veinte francos por una copita de «cognac», que vaciaban una tras otra. En la plaza, antes de que llegase al sueño, se acostumbraba uno a la música árabe, los aparatos de radio gemían chillones desde los diferentes locales, que cada cual consideraba su propio techo. En el bar no había más que música de baile, pero amortiguada, y todo el que entraba se encontraba allí a gusto. Madame Mignon se interesaba por los ritmos a la moda. Estaba orgullosa de sus discos y, más o menos, una vez por semana llegaba al local con un nuevo hit, que acababa de comprar. Lo hacía escuchar a sus clientes habituales y solía vérsela interesada vivamente por el gusto personal de su clientela.