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Había nacido en Shangai, de padre francés y madre china. Tuvo los ojos rasgados, pero se los dejó rectificar mediante una intervención quirúrgica y así, poco era lo que quedaba de su carácter chino, aunque en ningún momento encubría la nacionalidad china de su madre. Vivió en otras colonias francesas; antes de llegar a Marruecos pasó algunos años en Duala. Tenía algo que objetar contra todas las naciones, y jamás escuché juicios tan ingenuos y rotundos como los de esta mujer. Pero no permitía que se censurase a franceses ni a chinos, a la vez que añadía orgullosa: «Mi madre era china. Mi padre era francés.» Así de satisfecha estaba de sí misma y todo eran reparos a su clientela apenas mostraban cualquier otra procedencia.

Gané su confianza a lo largo de una conversación, solo con ella, una vez en el local. Cuando mis amigos de la cuadrilla cinematográfica inglesa olvidaban, a la hora de la despedida, pagar sus rondas, estaba yo, por lo general, al quite. De tal modo que ella me tenía por rico; rico en un sentido disimulado, como es frecuente entre los ingleses, a quienes se les reconoce raras veces por la indumentaria. No sé quién, quizás por tomar a Madame Mignon por loca, me había hecho pasar por un psiquiatra. Dado que con frecuencia me sentaba allí tranquilamente, sin decir palabra, a solas con ella; más tarde, puesto que se informaba pormenorizadamente sobre sus clientes, decidió dar crédito a ese rumor. No desmentí nada, incluso me venía bien; así ella me contaba más cosas.

Estaba casada con Monsieur Mignon, un tipo grande, fuerte, que había servido en la legión extranjera y que la ayudaba muy poco en su bar. Cuando no había ningún cliente, gustaba de dormir a pierna suelta sobre los bancos de la diminuta estancia. Pero en cuanto llegaban clientes que conocía, los conducía al burdel francés de enfrente, denominado «LA RIVIERA», a dos minutos apenas del bar. Pasaba allí gustosamente un par de horitas y regresaba, por lo general, con sus clientes. Contaba a su mujer dónde había estado, le informaba sobre las chicas nuevas que había encontrado en el burdel, bebía algo y a lo mejor volvía más tarde con otros clientes a la «Riviera». Era esta la palabra que en el «Scheherezade» se oía con mayor frecuencia.

Monsieur Mignon tenía una cara redonda, soñolienta, sobre hombros pletóricos. Sonreía con desgana y hablaba, para ser francés, sorprendentemente despacio y muy poco. También la mujer sabía guardar silencio, poseía su delicadeza peculiar y no se dejaba importunar con facilidad. Pero una vez había empezado a hablar, difícilmente volvía a detenerse. Mientras tanto, él fregaba un par de vasos, dormitaba o iba a «La Riviera». Madame jamás permitía a su robusto marido echar a la calle clientes borrachos cuando empezaban a resultar desvergonzados. Por sí misma se encargaba de todo esto. El local le pertenecía, y para asuntos peligrosos tenía escondida una porra de goma tras la barra del bar, allí donde también se apilaban los discos del gramófono. Mostraba con agrado esa porra a sus amigos, a lo que jamás dejaba de añadirse una mordaz carcajada, y agregaba a su vez: «Es sólo para americanos.» Las mayores dificultades las tenía con americanos borrachos y a ellos asimismo iba dirigido, por supuesto, su odio visceral. A sus ojos había dos tipos de bárbaros: nativos y americanos.

Su marido no siempre estuvo en la legión extranjera. Un día se sirvió de mí a su manera, medio torpe y medio astuta, y preguntó: «Usted es médico, un médico para locos, ¿no es cierto?» «¿Por qué cree usted eso?», pregunté sorprendiéndome a mí mismo. «Nos lo han dicho. Yo estuve dos años de guardián en un manicomio de París.» «Entonces entiende usted algo de todo esto», le dije, y se sintió halagado. Me habló de su profesión, y de cómo entonces sabía distinguir y reconocer exactamente entre los locos, quiénes eran peligrosos y quiénes no. Tenía su propia y sencilla clasificación, según lo peligroso que le había parecido cada uno de ellos. Le pregunté acerca de los locos en Marrakesh y mencionó por su parte algunos casos notorios. A partir de aquella noche me consideró algo así como una vieja autoridad de la misma esfera profesional. Nos mirábamos cuando alguien en el local se comportaba algo fuera de lugar; y de vez en cuando, incluso, llegaba a ofrecerme un «cognac» gratis.

Madame Mignon tenía una amiga, una tan sólo, de lo que sacaba un provecho considerable. Se llamaba Ginette y volvía siempre. La mayoría de las veces se sentaba en uno de los altos taburetes frente a la barra y esperaba. Era joven todavía y acicalada en extremo; el color de la tez pálido, como el de quien desaparece toda la noche y duerme de día. Tenía unos ojos saltones y a cada momento se volvía hacia la puerta del bar, acaso llegase algún cliente; parecía entonces que sus ojos se pegasen a los cristales.

Ginette anhelaba que pasara algo. Tenía veintidós años cumplidos y aún no había salido de Marruecos. Nació aquí, de padre inglés, que marchó a Dakar y no se ocupó más de ella, y madre italiana. Le agradaba oír hablar inglés porque le recordaba a su padre. De a lo que éste se dedicaba, por qué estuvo en Marruecos y más tarde marchó a Dakar, no pude enterarme nunca. Tanto Madame Mignon como ella misma lo nombraban a menudo con orgullo, sin precisar del todo, insinuando apenas que había desaparecido a causa de su hija. Seguramente ambas deseaban que fuese así, pues dado que el padre no se preocupaba de ella, tuvo que haber verdaderamente algo para que él evitase la ciudad donde ella vivía. Nunca se hablaba de la madre; me daba la impresión de que residía aún en Marrakesh, pero por algo no se estaba orgulloso de ella. Quizás fuera pobre, o de profesión no especialmente respetable, o tal vez no se esperara mucho de los italianos. Ginette soñaba con una visita a Inglaterra, por la que sentía mucha curiosidad. Pero habría ido a cualquier parte, a Italia incluso; confiaba que un príncipe azul la arrebatase de Marruecos. En horas en las que el bar estaba vacío parecía especialmente impaciente. La distancia desde su elevado taburete a la puerta excedía acaso los tres metros; cada vez, sin embargo, que ésta se abría se echaba hacia atrás como si hubiese recibido un golpe en los ojos.