Ginette no estaba sola, como me pareció en un principio. Se sentaba junto a un hombre muy joven de apariencia afeminada, todavía más acicalado que ella; sus grandes ojos oscuros y el color moreno de la tez delataban al marroquí. Intimaban como uña y carne y con frecuencia llegaban juntos al local. Los tenía por una pareja de enamorados y me cuidé de observarlos antes de saber algo sobre ellos. Él siempre parecía recién llegado del casino. No sólo se adaptaba por su atuendo a las costumbres francesas; a menudo se dejaba acariciar en público por Ginette, lo que equivalía para un árabe a la mayor infamia. Bebían mucho. A veces un tercero hacía lado con ellos, un tipo de unos treinta años, de aspecto más viril y no tan acicalado.
Cuando Ginette me dirigió por primera vez la palabra -con verdadera timidez, pues me tenía por un inglés-, estaba frente a la barra, yo me sentaba a su derecha y su joven amigo del otro lado. Me preguntó por el desarrollo de la película que rodaban mis amigos en Marrakesh. Para ella esto no era en absoluto un acontecimiento sin importancia, y, como pronto pude notar, habría dado media vida por intervenir en el film. Respondí amablemente a sus preguntas. Madame Mignon se alegraba de que al fin hubiésemos intimado su mejor amiga y yo. Charlamos un rato, y entonces me presentó al joven de su izquierda: estaba casada con él. Quedé sorprendido; pues antes habría pensado cualquier otra cosa. Vivían juntos desde hace un año. Los dos unidos daban a uno la impresión de hallarse todavía en viaje de bodas. Sin embargo, cuando Ginette se sentaba allí sin él, miraba anhelante hacia la puerta, y entonces de ningún modo era a su marido a quien deseaba ver entrar. Le pregunté entre bromas discretas por su forma de vida y averigüé que iban del bar a casa hacia las tres de la madrugada para cenar. Alrededor de las cinco de la madrugada se acostaban y dormían hasta bien avanzado el mediodía.
Le pregunté en qué trabajaba su marido. «En nada», respondió ella, «para eso tiene a su padre». Madame Mignon, que escuchaba la conversación, sonrió socarronamente ante semejante información. El joven moreno y amanerado sonrió tímidamente, pero de tal forma que mostró mucho sus hermosos dientes. Su vanidad lo eclipsaba todo, incluso la disyuntiva más penosa. Nos invitamos mutuamente a beber y entramos en conversación. Noté que era tan afectado como aparentaba. Le pregunté cuánto tiempo había vivido en Francia; parecía tan del todo francés. «Ninguno», dijo. «Jamás he salido de Marruecos.» Si le gustaría ir a París -repetí-. No, no tenía ninguna ilusión en ello. Si acaso a Inglaterra. -No, rotundamente no.- Si le agradaría ir a cualquier otro lugar. -No.- A todo respondía con desgana, como si careciese de deseos. Intuí que ahí debía haber algo más de lo que no hablaba, algo que le ataba a este lugar. Ginette no podía ser, ya que ella daba claramente a entender que estaría mejor en cualquier otra parte.
La pareja, de apariencia tan común y corriente, me dejó intrigado. Los veía cada noche en el barecito. Sólo se interesaban por una cosa: además de por los extranjeros que frecuentaban el local, por los discos de Madame Mignon. Exteriorizaban su predilección por determinadas canciones, algunas las encontraban tan hermosas que se podían escuchar seis veces seguidas. Entonces les prendía el ritmo en las piernas y se arrancaban a bailar en el exiguo espacio entre la barra y la puerta. Apretaban tanto sus cuerpos entre sí que resultaba algo embarazoso mirarlos. Ginette sentía satisfacción por esta intimísima modalidad de baile; el espectador, en cambio, se irritaba con el marido: «Con él es espantoso. No quiere bailar de otro modo. Se lo he dicho de mil formas. Dice que no sabe de otra manera.» Empezaba entonces el baile siguiente y, una vez alcanzado ese mismo punto, cuidaban no desaprovechar una sola vuelta de gramófono. Me imaginaba a Ginette en otro país, cualquiera al que se trasladase, y cómo llevaría exactamente la misma vida, con la misma gente, al mismo ritmo, y la veía en Londres bailando al son de los mismos discos.
Una noche, cuando todavía estaba solo en el bar, me preguntó Madame Mignon cómo me caía Ginette. Yo sabía la parte que le iba en ello, y dije: «Tiene un carácter agradable.»
«¡Ya no se la reconoce!» dijo Madame Mignon. «¡Si supiese lo que ha cambiado en este año! ¡Es desdichada, la pobre! No debía haberse casado con él. Estos nativos son todos malos maridos. Su padre es rico, de buena familia, eso es cierto; pero le ha desheredado por casarse con Ginette. Y el padre de ella no quiere saber nada de su hija por haberse casado con un árabe. Ahora ninguno de los dos tienen nada.»
«¿Cómo viven entonces si él no trabaja y su padre no le da nada?»
«¿No lo sabe usted? ¿No sabe quién es su amigo?»
«No, ¿cómo puedo saberlo?»
«Si usted lo ha visto aquí sentado con ellos. Su amigo es un hijo del Glaoui. Y él es su protegido. Todo esto ya dura algún tiempo. Ahora el Glaoui está enojado con su hijo. No tiene nada en contra de las mujeres. Es más, quiere que sus hijos tengan mujeres, tantas como deseen. Pero esas cosas con los hombres no le agradan. Hará un par de días ha desterrado a su hijo.»
«¿Y de eso ha vivido el marido de Ginette?»
«Sí. Y de ella también. La obliga a acostarse con árabes ricos. Hay uno en particular, en el palacio del hijo del Glaoui, que desea a Ginette. Ya no es joven, pero sí rico. Ella, al principio, no lo quería, pero su marido la indujo a ello. Ahora se ha acostumbrado a él. A menudo se acuestan los tres juntos. Su marido le pega cuando no quiere. Pero en los últimos tiempos esto sólo ocurre con otros, pues él es muy celoso. Sólo la deja acostarse con aquellos hombres que paguen. Monta sus escenas de celos cuando a ella le gusta alguno en particular. Le pega cuando alguno no le gusta y también cuando no lo desea por dinero; y le pega asimismo cuando le gusta uno tanto que desearía acostarse con él sin cobrar. Por eso es tan desdichada. La pobre niña no puede hacer lo que quiere. Espera a un hombre que se la lleve de aquí. Quisiera desearle que se fuese; me da pena. Sin embargo, al mismo tiempo, aquí es mi única amiga. Si se va, no tengo a nadie.»
«¿Dice usted que el Glaoui está furioso con su hijo?»
«Sí, lo ha desterrado por una temporada. Confía en que olvidará a su amante. Pero él no lo olvidará jamás. ¡Están tan unidos…!»
«¿Y el amigo de Ginette?»
También él ha partido. Tenía que hacerlo; pues pertenece al séquito del hijo del Glaoui.»
«¿Así pues, ambos se han ido?»
«Sí. Y esto supone un duro golpe para ella. Ahora no tiene ni un céntimo. Tienen que vivir a base de deudas; y eso no durará mucho. El Glaoui ya ha intentado separarlos un par de veces. Pero el hijo siempre regresa. No puede soportarlo, a la larga no resiste sin el marido de Ginette. Unas semanas a lo sumo y está de nuevo aquí, y su padre transige.»
«En ese caso todo irá bien de nuevo.»
«Ay, sí; todo empezará de nuevo, no se trata de nada serio. Por esa razón él está un poquito enfadado con ella, y nada más. Entretanto él intenta encontrar a alguien; por eso habló con usted. Se dice que usted es muy rico. Pensó al principio sólo en sí mismo, pero yo le he dicho que de eso nada. Usted me resulta demasiado bueno para un tipo así. ¿Le gusta Ginette?»