Выбрать главу

Un muchacho se acercó y nos pidió alguna moneda.

Su cara era de un color azul oscuro, al igual que sus ropas; era arriero y su apariencia similar a la de los «hombres azules» que viven al sur del Atlas. El color de sus vestidos, así se nos había dicho, comparte el de la piel, y, de este modo, todos, hombres y mujeres, son azules, la única raza azul. Procuramos alguna información sobre la caravana de nuestro joven arriero, agradecido por la moneda recibida. Pero tan sólo dominaba unas pocas palabras en francés: Venían de Gulimin, tras veinticinco días de camino. Esto fue todo cuanto pudimos entender. Gulimin se encontraba lejos al sur, en el desierto; y nos preguntábamos si la caravana de camellos habría cruzado el Atlas. También nos hubiese gustado saber cuál sería su próxima meta, ya que no podría ser éste, al pie de los muros de la ciudad, un buen final de trayecto y los animales parecían fortalecerse para esforzados trabajos futuros. El muchacho azul oscuro, incapaz de decirnos nada más, se esmeró en atenciones hacia nosotros y nos condujo hasta un delgado y todavía esbelto anciano con turbante blanco que se mostró respetuoso. Hablaba un buen francés y respondía locuazmente a nuestras preguntas. La caravana venía desde Gulimin y era cierto que llevaba ya veinticinco días de camino.

«¿Y hacia dónde continúa?»

«No muy lejos», confesó. «Se venden aquí mismo para la matanza.»

«¿Para la matanza?»

Ambos nos sentimos consternados; incluso mi amigo que en su país es un furibundo cazador. Pensábamos en el largo peregrinaje de los animales, en su belleza en el ocaso, en su ensimismamiento, en su apacible banquete; y acaso también en aquellas personas que nos habían permitido recordar.

«Para la matanza, sí», repitió el anciano. Había algo de abrupto en su voz, como de cuchillo mellado.

«¿Se come aquí mucha carne de camello?», pregunté. Buscaba ocultar mi turbación mediante preguntas de circunstancias.

«¡Muchísima!»

«¿Sabe bien?, nunca la he comido.»

«¿Jamás ha comido carne de camello?» Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió: «¿Nunca ha comido carne de camello?» Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se nos servía otra cosa que carne de camello, y se lo debió pensar mucho antes de instarnos a que la comiésemos.

«Es muy buena», sugirió.

«¿Cuánto cuesta un camello?»

«Varía. De 30.000 a 70.000 francos. Se lo puedo mostrar, aunque hay que entenderlo.» Nos condujo hasta un hermosísimo animal de color claro y lo hizo moverse con un bastoncillo, que hasta entonces me había pasado desapercibido. «Este es un buen animal. Tiene un valor de 70.000 francos. El propietario incluso lo ha montado. Podría utilizarlo aún durante muchos años. Pero ha preferido venderlo. Con el dinero puede comprar dos animales jóvenes, ¿comprenden ahora?» Lo comprendíamos todo. «¿Ha venido usted con la caravana desde Gulimin?», inquirí.

Rechazó esta insinuación algo molesto. «Yo soy de Marrakesh», afirmó orgulloso. «Compro animales y los vendo a los matarifes.» Sólo sentía desdén hacia los hombres que habían atravesado tan largo camino, y de nuestro joven y azul arriero dijo: «Ése no sabe nada.»

Pero él quería saber de dónde éramos y ambos le dijimos escuetamente: «de Londres». Sonrió y pareció un poco inquieto: «Estuve durante la guerra en Francia», confesó. Su edad daba claramente a entender que hablaba de la primera guerra mundial. «Estuve junto a los ingleses. No me llevé bien con ellos», añadió rápidamente y un tanto quedo. «Pero hoy la guerra ya no es guerra. Ya no es el hombre quien cuenta, la máquina lo es todo.» Dijo algo más sobre la guerra, que sonó más bien resignado. «Eso ya no es guerra.» Asentimos al respecto y pareció olvidar que veníamos de Inglaterra.

«¿Están vendidos todos los animales?», pregunté todavía.

«No. No se pueden vender todos. Los que quedan continúan hacia Settat. ¿Conocen ustedes Settat? Está camino de Casablanca, a ciento setenta kilómetros de aquí. Allí se encuentra el último mercado de camellos. Los demás se venden allí.»

Le dimos las gracias, y se despidió sin más reverencia. No volvimos a caminar entre los camellos; habíamos perdido la ilusión necesaria para ello. Casi había oscurecido cuando abandonamos la caravana.

La imagen de los animales no me abandonaba. Pensaba con recelo en ellos, pero también como si desde siempre hubiesen depositado su confianza en mí. El recuerdo de su último banquete se unía al de la conversación sobre la guerra. La idea de visitar el mercado de camellos el jueves próximo permanecía aun así viva en nosotros. Decidimos partir por la mañana temprano; y, quizás, esperábamos obtener esta vez una impresión menos sombría de su existencia.

Volvimos frente a la puerta de El-Khemis. El número de animales que encontramos no era demasiado grande: se perdían en la amplitud de la plaza que resultaba difícil de llenar. A un lado se alineaban de nuevo los burros. No nos acercamos a ellos y permanecimos con los camellos. Reunidos en grupos de tan sólo tres o cuatro, e incluso a veces uno sólo junto a su madre. En principio nos parecieron todos tranquilos. Lo único ruidoso eran grupos pequeños de hombres que regateaban enérgicamente. Pero nos pareció como si los hombres, algunos de ellos entre los animales, desconfiasen; no se acercaban demasiado a ellos o tan sólo lo hacían cuando era verdaderamente necesario.

No transcurrió mucho tiempo cuando nos llamó la atención un camello que parecía resistirse contra algo; gruñía, rezongaba y giraba la cabeza enérgicamente hacia todas partes. Un hombre intentaba ponerlo de rodillas, y como no le obedeciese, le ayudó a bastonazos. De entre las otras dos o tres personas que se encontraban a la cabeza del animal y se ocupaban de él, destacaba uno en particular: Era un hombre fuerte, recio, de faz oscura y tremenda. Permanecía firme, sus piernas como enraizadas al suelo. Con enérgicos movimientos de los brazos pasó una cuerda por el tabique nasal del animal que previamente había perforado. Hocico y cuerda se tintaron de rojo por la sangre. El camello se contorsionaba y chillaba, y pronto comenzó a bramar frenéticamente; por último, tras haberse arrodillado, saltó de nuevo e intentó zafarse, mientras el hombre tiraba de la cuerda con mayor ahínco. La gente ponía todo su empeño en sujetarle, y aún estaba ocupada en ello, cuando alguien nos abordó y dijo en un francés entrecortado: