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«Lo huele. Huele al matarife. Fue vendido para la matanza; ahora va al matadero.»

«Pero, ¿cómo puede olerlo?», preguntó mi amigo, incrédulo.

«El que está ante él es el matarife», y señalaba al hombre hosco y macizo que nos había llamado la atención. «El matarife viene del matadero y huele a sangre de camello, y eso no le gusta al camello. Un camello puede ser muy peligroso. Cuando tiene la rabia, llega por la noche y mata a la gente que duerme.»

«¿Cómo puede matar a la gente?», le pregunté.

«Mientras las personas duermen viene el camello, se arrodilla sobre ellas y las ahoga. Hay que ser muy precavido. Las personas perecen antes de que despierten. Sí, el camello tiene muy buen olfato. Cuando reposa de noche junto a su amo, ventea ladrones y despierta al amo. Su carne es buena. Debe comerse. Ca donne du courage. Al camello no le gusta estar solo. Solo no va a ninguna parte. Cuando un hombre trata de llevar su camello a la ciudad, tiene que encontrar otro que le acompañe. Tiene que pedir uno prestado, de lo contrario no lleva su camello a la ciudad. No quiere estar solo. Yo estuve en la guerra. Tengo una herida, miren, aquí», y se señaló el pecho.

El camello se había calmado un poco y volví la mirada por primera vez hacia el orador. El pecho parecía hundido y el brazo izquierdo estaba rígido. El hombre me resultaba conocido. Era pequeño, flaco y muy serio. Me preguntaba dónde lo había visto antes.

«¿Cómo se mata a los camellos?»

«Se les corta la yugular. Tienen que desangrarse. Si no no se les debe comer. Un musulmán no debe comerlos si antes no han sido desangrados. No puedo trabajar por culpa de esta lesión. Por eso hago aquí un poco de guía. Hablé con ustedes el pasado jueves, ¿recuerdan al camello rabioso? Yo estaba en Safí cuando llegaron los americanos. Luchamos contra los americanos, pero no mucho; entonces fui reclutado por el ejército americano. Allí habia muchos marroquíes. Estuve con los americanos en Córcega y en Italia. Estuve en todas partes. El alemán es un buen soldado. Lo peor fue el Casino. Aquello sí que fue grave. De allí me viene la lesión. ¿Conocen ustedes el Casino?»

Comprendí poco a poco que se refería a Monte Casino. Me hizo una descripción de la amarga batalla, y estuvo, él, de ordinario tranquilo e impasible, tan vivaz en ello como si se tratase de los criminales antojos de camellos rabiosos. Era un hombre sincero; creía lo que decía. Pero había divisado un grupo de americanos entre los animales y rápidamente se encaminó hacia ellos. Se esfumó tan aprisa como había aparecido, y lo encontré bien; yo había perdido de vista y de oído al camello que ya no bramaba, y deseaba volverlo a ver.

Pronto lo encontré. El matarife lo había puesto en pie. Se arrodillaba de nuevo. Dio un respingo que otro con la cabeza. La sangre del ollar se había extendido aún más. Sentí cierto alivio por los escasos y engañosos momentos en los que se le dejaba solo. Pero no pude mirar mucho tiempo y salí de allí a hurtadillas, pues ya conocía su destino.

Mi amigo se había retirado durante el relato del guía; iba tras el rastro de cualquier inglés. Le busqué, y cuando lo hube encontrado, al otro extremo de la plaza, había ido a parar junto a los burros. Quizás se encontraba aquí menos incómodo.

Durante el resto de nuestra estancia en la roja ciudad no volvimos a hablar de camellos.

LOS SUKS

Los Suks son aromáticos, frescos y plenos de colorido. El olor, siempre agradable, varía a cada paso según la naturaleza de los productos. No existe nombre ni anuncio alguno, tampoco un solo escaparate. Todo cuanto hay a la venta está expuesto. Nunca se sabe lo que costarán las cosas, igual suben los precios que permanecen estables.

Los puestos y tiendas en los que se vende lo mismo están apiñados en agrupaciones de veinte, treinta o más. Hay un bazar de especias y otro de artículos de piel. Los cordeleros tienen su sitio y los cesteros el suyo. Entre los vendedores de tapices algunos poseen grandes y amplios almacenes; se pasa por delante de ellos como si constituyesen una ciudad aparte, en la cual se nos invita enfáticamente a entrar. Los joyeros se disponen alrededor de un patio propio, en muchas de cuyas estrechas tiendas puede verse hombres trabajando. Se encuentra de todo, pero siempre repetido.

La cartera de piel que se desee está expuesta en veinte tiendas diferentes, y cada una de esas tiendas linda estrechamente con las demás. He ahí un hombre que se agacha en medio de su mercancía. Lo tiene todo a mano, el espacio es escaso. No necesita apenas moverse para alcanzar cualquiera de las carteras de piel, y sólo por amabilidad, cuando no es muy viejo, se levanta. También el hombre del puesto contiguo, de apariencia muy diferente, se sienta en medio de los mismos artículos. Y así, durante tal vez cien metros a ambos lados del pasaje cubierto. Se ofrece, por así decir, todo cuanto en artículos de piel de todo Marruecos del sur posee este enorme y famoso bazar de la ciudad. Esta exposición se presta al orgullo. De una sola vez se muestra lo que se produce, pero también cuanto existe. Parece como si las carteras supiesen que son la riqueza misma y se exhibiesen bellamente dispuestas a los ojos de los transeúntes. No nos extrañaría en absoluto que, de repente, todas las carteras se uniesen en rítmico movimiento y mostrasen, en polícroma y orgiástica danza, toda la seducción de que son capaces.

Ese sentimiento asociativo entre los objetos, unidos en su aislamiento frente a todos los demás, es avivado por los transeúntes a su antojo en cada corredor de los Suks. «Hoy me apetecería caminar entre las especias», se dice a sí mismo, y la maravillosa mezcolanza de olores sube por su nariz y aparecen ante sí los grandes canastos de pimentón rojo. «Hoy me harían ilusión las lanas tintadas», y al momento cuelgan de lo alto por todos lados, en púrpura, en azul oscuro, en amarillo solar y negro. «Hoy quiero caminar entre los cestos y ver cómo se trenzan.»

Es inaudita cuánta dignidad adquieren estos objetos hechos por el hombre. No son siempre bellos, más y más morralla de dudosa procedencia, elaborada industrialmente, es introducida furtivamente traída desde las tiendas del Norte. Pero la forma en que son presentadas es todavía la antigua. Junto a las tiendas, donde sólo se vende, existen otras muchas en las que aún se puede ver cómo se manufacturan los productos. Se asiste así a su elaboración desde el principio y todo resulta claro para el observador. Pues es propio de la desolación de nuestra vida moderna el hecho de recibir en casa, y para su disfrute, listo y bien dispuesto el producto, como salido de horribles aparatos mágicos. Aquí, empero, podemos ver al cordelero afanado en su trabajo, y cómo junto a él cuelga el acopio de cordeles terminados. En recintos diminutos, tropel de pequeños mozos, seis o siete a la vez, tornean la madera, y hombres aún jóvenes ensamblan mesitas bajas con los trozos elaborados por los muchachos. La lana cuyos luminosos colores nos fascinan, se tiñe en nuestra presencia, y por todas partes se sientan muchachos que tejen gorros según muestras vistosas y coloreadas.