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Es una actividad abierta, y cuanto ocurre se presenta como el producto acabado. En una sociedad, que tanto oculta, que esconde celosamente a los extraños el interior de sus casas, la figura y el rostro de sus mujeres e incluso sus lugares santos, esa progresiva apertura de cuanto se elabora y vende, resulta atrayente en doble medida.

En efecto, pretendí conocer el comercio, pero perdí el interés por los productos con que se comerciaba apenas llegué a los Suks. Visto de un modo ingenuo, resulta incomprensible por qué se dirige uno a un determinado comerciante en marroquinería, cuando junto a él hay otros veinte, cuyos productos no se distinguen en nada de los suyos. Se puede ir de uno a otro y volver de nuevo al primero. La tienda a la que vamos a comprar no es, desde un principio, nada segura. Incluso habiendo decidido de antemano ésta o aquélla, cabe cualquier posibilidad de inclinarse hacia otra.

Al paseante, que transita afuera, nada le separa de los objetos, ni puertas ni cristales. El comerciante, sentado abajo entre sus objetos, no muestra nombre alguno que los distinga, y como ya dije, le resulta muy sencillo alcanzar cualquiera de ellos. Al curioso se le ofrece gustosamente cualquier mercancía. Puede tenerla largo tiempo en la mano, puede hablar largamente sobre ella, hacer preguntas, exteriorizar dudas, y si le apetece, traer a colación su historia, la historia de sus orígenes y la historia de todo el mundo, sin comprar absolutamente nada. El comerciante es, ante todo, silencioso. Siempre está sentado ahí; siempre observando de cerca. Cuenta con poco espacio y escasa posibilidad para demasiados movimientos. Pertenece tanto a sus productos como éstos a él. Nunca están ocultos. Siempre tiene sus manos y sus ojos puestos en ellos. Cierta intimidad seductora se establece entre él y sus objetos. Como si formasen parte de su numerosa familia, los cuida y los mantiene en orden.

No le estorba ni le cohíbe conocer exactamente su precio: lo guarda en secreto y nunca lo llegaremos a saber. Esto añade a la conducta del comerciante algo apasionadamente misterioso. Sólo él puede saber cuan cerca estamos de su secreto, y por ello ataja con ímpetu los golpes, de modo que la distancia protectora del precio jamás sea puesta en peligro. Para el comprador es motivo de orgullo no dejarse engañar, no consiste en una simple conversación, puesto que en todo momento tantea en la oscuridad. En los países que viven la moralidad del precio, allí donde dominan los precios más estables, comprar algo carece de todo arte. Cualquier tonto va y encuentra cuanto necesita; cualquier tonto que sepa contar puede evitar el engaño.

En los Suks, por el contrario, el primer precio que se ofrece constituye un acertijo inextricable. Nadie lo conoce de antemano, ni siquiera el tendero, pues existen en cualquier caso numerosos precios. Cada uno vale para la situación, el comprador, la hora del día y según el día de la semana. Hay precios para un solo producto y otros para dos o más juntos. Hay precios para extranjeros que sólo están un día en la ciudad, y otros para extranjeros que viven en ella desde hace tres semanas. Hay precios para pobres y precios para ricos, para aquéllos, por supuesto, los más elevados. Podríamos pensar que existe mayor variedad de precios que personas distintas sobre la tierra.

Pero se trata, en principio, del comienzo de un complicado «affaire», de cuya salida nada se conoce. Se asegura que debe uno rebajar aproximadamente a un tercio el precio inicial; por supuesto esto no es más que una burda apreciación y una de esas insípidas generalizaciones con las que se despacha a la gente que no está en situación o con deseos suficientes para acometer las sutilezas de tan ancestral procedimiento.

Es de desear que el tira y afloja de la negociación dure una pequeña y generosa eternidad.

El comerciante gusta del tiempo que se emplea en la compra. Los argumentos que apuntan a la condescendencia del otro resultan artificiosos, embrollados, vehementes y apasionados. Se puede ser digno o elocuente, mejor las dos cosas. Con la dignidad se demuestra por ambas partes que no se está muy decidido a la venta o a la compra. Con la elocuencia se ablanda la cerrazón del contrincante. Existen argumentos que despiertan mero desdén, pero otros tocan el corazón. Hay que probarlo todo antes de claudicar. Llegado el momento de ceder, debe ocurrir inesperada y repentinamente, de manera que el contrincante quede desconcertado; y pida otra oportunidad de reflexión. Unos desarman al otro con altanería, otros con charme. Cualquier truco está permitido; un descuido es inimaginable.

En tiendas grandes por las que se puede entrar y dar una vuelta, el vendedor cuida gustosamente de consultar con un segundo comerciante antes de ceder. Este último, oculto en segundo plano, una especie de autoridad espiritual en materia de precios, entra en escena, pero no regatea por sí mismo. Se le consulta solamente para tomar resoluciones definitivas. Puede admitir, por así decir, contra los deseos del vendedor, fantásticas fluctuaciones en el precio. Sin embargo, hasta que él interviene, nadie en ningún momento ha conseguido nada.

EL CLAMOR DE LOS CIEGOS

Trato de relatar algo y apenas enmudezco me doy cuenta de que aún no he dicho nada. Algo maravillosamente luminoso y denso permanece aún en mí y obstruye la palabra. ¿Es acaso la lengua, que no entiendo, y que paulatinamente debo interpretar en mi interior? Había acontecimientos, imágenes, sonidos, cuyo sentido de entrada radica en uno mismo, que fueron no tanto tomados, sino reducidos a palabras, y que más allá de las palabras, son aún más profundos y plenos de sentido que ellas mismas.

Sueño en un hombre que olvida las lenguas de la Tierra hasta no comprender cuanto se dice en ninguna de ellas.

¿Qué hay en el lenguaje? ¿Qué esconde? ¿Qué le sustrae a uno? Traté de aprender, durante las semanas que pasé en Marruecos, no tanto árabe como también una de las lenguas beréberes. No quería perder ni un ápice de la fuerza de esas extrañas voces. Quería sentirme tan afectado por esos sonidos heterogéneos como en realidad se merecen, y no flaquear por un conocimiento deficiente y superficial. No había leído nada sobre el país. Sus lugares me resultaban tan ajenos como sus gentes. Lo poco que a lo largo de una vida le llega a uno por los aires, de cada país y cada pueblo, se pierde en las primeras horas.

Pero permanecía la palabra «Alá», que no podía eludir de ninguna manera. Por lo que atañe a los viejos, una parte de mi experiencia me predisponía hacia ellos, la parte más cotidiana, emotiva y persistente. Viajando lo toleramos todo, los prejuicios quedan en casa. Se observa, se escucha, se siente uno fascinado ante lo más atroz porque es nuevo. Los buenos viajeros son despiadados.