Cuando el pasado año, tras cincuenta años de ausencia, me acercaba a Viena, pasé por el Blindemarkt, un lugar cuya existencia nunca hubiera sospechado con anterioridad. El nombre me hirió como un látigo, y jamás me ha abandonado desde entonces. Ese año, cuando llegué a Marrakesh, me encontré repentinamente entre los ciegos. Eran cientos, incontables, la mayoría mendigos, un grupo de ellos, unas veces ocho, otras diez, podía verse en el mercado formando una apretada fila, y cuya ronca y eternamente reiterada letanía era audible a lo lejos. Me situé frente a ellos, igualmente inmóvil, y no muy seguro de si percibían mi presencia. Cada uno de ellos sostenía frente a sí un plato de madera, y cuando una moneda caía en uno de éstos, pasaba de mano en mano, y cada cual la palpaba, la probaba, hasta que uno, cuya función parecía ser esa, se la embolsaba finalmente. Se sentía en común, al igual que se murmuraba y se clamaba en común.
Todos los ciegos pedían en nombre de Dios, y mediante la limosna podía obtenerse de Él algún favor. Empezaban con Dios, terminaban con Dios y repetían su nombre diez mil veces al día. Todas sus letanías contenían su nombre de varias formas, pero la letanía a la que se aferraban desde un principio permanecía inalterable. Son arabescos acústicos en torno a Dios, pero mucho más expresivos que ópticos. La mayoría confiaban únicamente en su nombre, y sólo a éste clamaban. Hay en ello una obstinación terrible; se me presentaba Dios como un muro al que acometiesen siempre por el mismo lugar. Pienso que los mendigos se mantienen mejor gracias a sus fórmulas que a lo mendigado.
La repetición de la misma letanía caracterizaba al vocero. Se le queda a uno grabado, llega a conocérsele, está siempre ahí; expresa una concreta identidad precisa al igual que su letanía. No sabremos nada más de él, cuida de protegerse, la letanía también es su frontera. En un lugar semejante él es exactamente eso; lo que vocea, ni más ni menos; un mendigo ciego. Pero la letanía también es una multiplicación, cuya rápida y regular repetición hace de ella un conjunto. Se da en ello una particular capacidad de postulación: reclama para muchos y acopia para todos. «¡Piensa en todos los mendigos, piensa en todos los mendigos! Dios te bendice por todos los mendigos a los que des.»
Quiere decir todo esto que los pobres entrarán quinientos años antes que los ricos en el Paraíso. Mediante limosnas se enajena a los pobres algo del Paraíso. Si alguien ha muerto, «se le acompaña a pie, rápidamente, hasta la tumba, con o sin vociferantes plañideras, para que el muerto alcance pronto la gloria. Los ciegos cantan el credo».
Cuando volví de Marruecos me hinqué con los ojos cerrados y de rodillas en un rincón de mi habitación e intenté repetir durante media hora larga, a la velocidad precisa, y con la fuerza adecuada «¡Alá!, ¡Alá!, ¡Alá!», procuré imaginarme el continuar repitiendo lo mismo durante todo un día y buena parte de la noche, y comenzar de nuevo tras un breve descanso; seguir así durante días y semanas, meses y años; volverme más y más viejo y seguir viviendo así, y aferrado tenazmente a esta clase de vida, tornarme furibundo cuando algo me estorbase en ella, y no desear otra cosa sino perseverar absolutamente en ello.
Comprendí la seducción que se esconde en una vida que todo lo reduce a la forma más simple de repetición. ¿Cuánta o qué escasa variación había en la labor de los artesanos que vi trabajar en sus pequeños recintos? ¿Y en el regateo de los comerciantes? ¿Y en los pasos de los danzarines? ¿Y en las incontables tazas de té de menta, que toman aquí todos los huéspedes? ¿Cuánta variedad hay en el dinero? ¿Cuánta en el hambre?
Comprendí así qué eran en realidad esos ciegos mendigos: los santos de la repetición. Está excluido de sus vidas casi todo aquello que en nosotros evita todavía la repetición. Existe el lugar concreto, en el que se acurrucan o se colocan. Existe la invariable letanía. Existe el limitado número de monedas al que pueden aspirar, tres o cuatro unidades diferentes. También existen los donantes, que son diversos, pero los ciegos no los ven y en su plegaria procuran que también ellos sean iguales.
LA SALIVA DEL MORABITO
Me separé del grupo de los ocho ciegos, su letanía aún en el oído, y había caminado sólo unos pasos cuando me llamó la atención un hombre viejo y cano que se encontraba completamente solo, las piernas algo zambas, mantenía la cabeza ligeramente inclinada y mascaba algo. También él era ciego y, a juzgar por los harapos que le cubrían, se trataba de un mendigo. Sin embargo, sus mejillas llenas y de buen color, sus labios saludables y húmedos parecían indicar otra cosa. Mascaba despacio con los labios cerrados y la expresión de su cara serena. Masticaba con cuidado, como si de un rito se tratara. Esto le deparaba a ojos vistas un gran placer, y mientras lo observaba, me llamó la atención su saliva, que debía ser abundante. Estaba delante de una hilera de tiendas en las que se amontonaban montañas de naranjas para la venta; me decía para mí si acaso uno de los comerciantes le habría dado una naranja y estaría comiéndosela. Mantenía su mano derecha algo apartada del cuerpo, con todos los dedos muy separados unos de otros. Parecían entumecidos y como si no los pudiese cerrar.
Quedaba realmente mucho espacio vacío en torno al anciano, hecho que resultaba sorprendente en un lugar tan concurrido. Se comportaba como si estuviese acostumbrado a estar solo y no desease nada mejor. Me fijé en él, que mascaba resueltamente, y quise saber lo que ocurriría cuando terminase de hacerlo. Se demoraba mucho; nunca había visto a un hombre masticar tan plácida y concienzudamente. Sentía como si mi propia boca iniciara un lento movimiento, pese a no contener nada que poder mascar. Capté algo de majestuoso en su gozo que me resultó más sorprendente que todo cuanto hasta entonces había visto en boca humana. Su ceguera no me llenó de compasión. Parecía sereno y feliz. Ni una sola vez se detuvo para pedir limosna, como los demás se cuidaban de hacer. Tal vez era cuanto necesitaba. Tal vez no precisara nada más.
Cuando terminó, se relamió los labios un par de veces, extendió la diestra con los dedos separados un poco más hacia adelante y pronunció con voz cálida su cantinela. Me dirigí algo tímidamente hacia él y puse una moneda de veinte francos en su mano. Los dedos permanecían extendidos; en efecto, no podía cerrarlos. Elevó la mano lentamente y se la llevó a la boca. Apretó la moneda contra sus gruesos labios y la hizo desaparecer en la boca. Apenas dentro, comenzó de nuevo a mascar. Trasegaba la moneda de aquí para allá, y me pareció que podía seguir sus movimientos, tan pronto se encontraba a la izquierda como a la derecha; y él masticaba de nuevo tan absorto como antes.
Me sorprendí y llegué a dudar. Me preguntaba si no me habría equivocado. Tal vez la moneda hubiera desaparecido entre tanto por algún otro resquicio sin que yo me diera cuenta. Aguardé de nuevo. Tras seguir mascando con idéntica fruición, y una vez hubo terminado, emergió la moneda entre sus labios. La escupió sobre la mano izquierda en alto. Junto a la moneda fluyó abundante saliva. Y sólo entonces la hizo desaparecer en una bolsa que colgaba de su costado izquierdo.