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Traté de borrar mi repulsión en la extrañeza de este hecho. ¿Hay algo más sucio que el dinero? Pero el anciano no era yo; lo que a mí me producía asco, constituía para él un placer: ¿no había visto yo alguna que otra vez individuos que besaban monedas? La cantidad de saliva poseía aquí una razón especial y estaba claro que destacaba de los demás mendigos por esa profusa elaboración de saliva. Lo había ensayado sin duda mucho tiempo antes de pedir limosna; ningún otro hubiese tardado tanto en llevar a cabo lo que siempre había hecho. En los movimientos de su boca existía algún otro sentido.

¿O sólo fue mi moneda la que introdujo en su boca? ¿Notaría sobre la palma de la mano que era mayor de lo que habitualmente recibía, y quiso agradecerlo especialmente? Aguardé por ver lo que ocurría a continuación y no me resultó ardua la espera. Estaba desconcertado y fascinado a un tiempo y es bien cierto que no hubiera sido capaz de ver otra cosa que al anciano. Repitió algunas veces su cantinela. Un árabe pasó por delante y puso en su mano una moneda de cinco francos. La dirigió sin titubeo a la boca, la introdujo en ella y comenzó a mascar igual que antes. Quizás esta vez no masticó durante tanto tiempo. Escupió de nuevo la moneda con mucha saliva y la hizo desaparecer en la bolsa. Recibió nuevas monedas, algunas incluso muy pequeñas, y varias veces se repitió el mismo gesto. Yo cada vez estaba más perplejo; cuanto más miraba, menos comprendía por qué hacía todo eso. Pero de una cosa no cabía la menor duda: lo hacía siempre; era su costumbre, su manera peculiar de mendigar. Y las personas que le daban algo, esperaban de él el alarde de su boca, que cada vez que se abría parecía más roja.

No caí en que también a mí se me observaba; y que debía ofrecer un aspecto lisonjero. Quizás, quién sabe, asombrado y con la boca abierta. Pues de súbito salió un hombre de detrás de sus naranjas, dio un par de pasos hacia mí y dijo reposadamente: «Es un morabito.» Yo sabía que los morabitos son hombres santos a los que se les atribuye poderes especiales. La palabra me libró del espanto y sentí cómo al momento menguaba mi repulsión. Tímido, pregunté: «¿Pero, por qué mete la moneda en su boca?» «Lo hace siempre», respondió el hombre, como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Se apartó de mi lado y volvió tras sus naranjas. Noté entonces que de detrás de cada puesto me acechaban dos o tres pares de ojos. La criatura sorprendente era yo, que durante tan largo rato no había comprendido nada.

Tomé este hecho como despedida y no esperé más. El morabito, me repetía, es un hombre santo, y en este santo hombre todo es santo, incluso su saliva. En cuanto las monedas de los donantes entran en contacto con su saliva, les dispensa una bendición especial y eleva de este modo los méritos que obtengan en el cielo mediante la donación de limosnas. Él era de hecho el Paraíso, y tenía que ofrecer a los hombres algo más necesario que para él las monedas. Comprendí así la placidez que adornaba su ciega faz y que la diferenciaba de los otros mendigos que había visto hasta entonces.

Me fui y guardé todo esto tan profundamente en mi sentimiento, que a todos mis amigos les hablé del hecho. Nadie había reparado en ello hasta el momento y noté que se dudaba de la veracidad de mis palabras. Al día siguiente busqué el lugar, pero él ya no estaba allí. Busqué por todas partes y me fue imposible dar con él. Insistí todos los días, pero no volvió. Quizás vivía en cualquier lugar, solo en las montañas, y venía ocasionalmente a la ciudad. Podría haber preguntado por él a los vendedores de naranjas, pero me avergonzaba ante ellos. No significaba lo mismo para ellos que para mí, y desde el momento que no experimentaba absolutamente ningún temor en hablar de él a amigos, que jamás lo habían visto, busqué mantenerme apartado de aquellos que lo conocían bien, y en quienes él confiaba y resultaba natural. A mí no me conocía, pero tal vez le hubieran hablado de mí.

Volví a verle todavía una vez; justo una semana después, de nuevo en una tarde de sábado. Estaba ante la misma tienda, pero no tenía nada en la boca y ya no mascaba. Repetía su letanía habitual. Le ofrecí una moneda y aguardé. Pronto volvió a mascar ávidamente; pero estando aún ocupado en ello, se me acercó un hombre y dijo una sandez: «Es un morabito. Es ciego. Mete la moneda en su boca para saber cuánto le han dado.» A continuación habló al morabito en árabe y me señaló. El viejo había cesado de masticar y escupido de nuevo la moneda. Se volvió hacia mí y su faz resplandecía. Me dedicó una bendición que repitió seis veces. La cordialidad y calor que me alcanzó a través de sus palabras fue de una intensidad como jamás había recibido de persona alguna.

SILENCIO EN LA CASA Y LA AZOTEA VACÍA

Para tener confianza en una ciudad extraña se necesita un espacio cerrado sobre el que ostentar un cierto derecho y donde se pueda estar solo cuando el barullo de voces nuevas e incomprensibles aumente. Ese espacio ha de ser silencioso; nadie debe vernos cuando nos cobijamos en él, nadie cuando lo abandonamos. Acaba por ser lo más hermoso escabullirse en un callejón sin salida, permanecer de pie frente a un portal del que se posee la llave en el bolsillo, y abrir sin que mortal alguno pueda oírlo.

Se accede a la humedad de la casa y se cierra la puerta. Está oscuro y por un instante nada se ve. Se siente uno como los ciegos de las plazas y callejas que hemos abandonado. Pero pronto recuperamos la luz. Damos con los empedrados peldaños que conducen al piso, y arriba nos encontramos con un gato. El gato materializa la ausencia de ruidos que tanto extrañamos. Por ello agradecemos que viva, a la vez que le dejamos vivir en silencio. Y le alimentamos sin necesidad de que grite «Alá» mil veces al día. No está lisiado y tampoco precisa abandonarse a un espantoso destino. Disfruta siendo atroz, pero no lo dice.

Vamos, venimos y respiramos el silencio. ¿Dónde ha quedado aquel trajín monstruoso? ¿Dónde la luz deslumbrante y los ruidos estridentes? ¿Dónde los cientos y cientos de rostros? En estas casas pocas ventanas dan al callejón, e incluso a veces ninguna; todo se abre al patio, y éste al cielo. Sólo a través del patio se accede al contacto agradable y mesurado con su entorno.

Siempre puede uno subir a la azotea y ver de un solo golpe de vista todos los terrados de la ciudad. Constituye una chata impresión, pues todo parece construido en amplias gradas. Se tiende a pensar que sería posible pasear sobre la ciudad entera. Las callejas no son obstáculo, apenas se ven; se olvida incluso que existan. Muy cerca resplandecen los picos del Atlas, que alguien podría tomar por la cordillera de los Alpes, si la luz sobre ellos no fuese tan intensa y las palmeras no se interpusiesen entre ellos y la ciudad.

Los minaretes, que se alzan aquí y allá, no son campanarios en modo alguno. Son ciertamente esbeltos, pero no demasiado puntiagudos; su anchura es la misma arriba que abajo, debido a esa plataforma desde donde se llama a la oración allá en lo alto. Son algo así como faros habitados por una voz.