Una mujer con un niño pequeño al costado se paró junto a mí. Tuvo que acercarse por detrás, pues no sentí su presencia. Permaneció un instante y me dirigió una mirada de mala intención; tras el velo adiviné los rasgos de una mujer vieja. Apretaba al niño como si mi presencia lo amenazase, y se largó sin decirme siquiera una palabra. Me sentí molesto; abandoné mi lugar y la seguí lentamente. Anduvo un par de casas calleja abajo, y después torció a un lado. Cuando llegué a la esquina por la que había desaparecido, pude ver, al final de un callejón sin salida, la cúpula de una pequeña Kubba, así se llaman los sepulcros sagrados en este país, a donde van en peregrinación los fieles con sus ruegos. La vieja permanecía frente al cerrado portón de la Kubba y elevaba al chiquitín por encima de su cabeza. Apretaba la boca contra una imagen que desde mi posición no podía reconocer con claridad. Repitió este movimiento varias veces, después colocó al niño en el suelo, le tomó de la manita y dio la vuelta para irse. Cuando alcanzó la esquina del callejón tuvo que pasar de nuevo frente a mí, pero en esta ocasión no me dirigió ni una mala mirada, y volvió en la dirección por la que ambos habíamos llegado.
Me acerqué a la Kubba y descubrí a media altura del portón cuarteado una anilla en la que se arrollaban unos trapos viejos. Eran los que el niño había besado. Todo se realizó con enorme solemnidad, y en mi aturdimiento no caí en la cuenta de que los colegiales estaban detrás de mí y me observaban. De súbito oí su risa clara; tres o cuatro de ellos se encaramaban al portón de la Kubba, se asían de la anilla y besaban los viejos harapos. Reían entretanto a voz en grito y repetían la ceremonia desde todos lados. Uno se colgaba a la derecha de la anilla, otro a la izquierda, y los besos continuaban con ruidoso chasquido. Pronto eran apartados por los demás. Cada cual deseaba mostrarme lo que era capaz de hacer; tal vez esperasen de mí que les secundase. Eran niños limpios, todos bien cuidados; seguro que se les lavaba varias veces al día. Los trapos, sin embargo, aparecían tan sucios como si con ellos se hubiese limpiado el callejón. Pasaban por ser andrajos del ropaje del propio santo, y para los creyentes quedaba en ellos algo de su santidad. Cuando todos los muchachos se habían hartado de besarlos, se acercaron rodeándome. Uno de ellos me llamó la atención por su cara avispada, y noté que a gusto hubiera deseado hablar conmigo. Le pregunté en francés si sabía leer. Respondió muy cortés: «Oui, Monsieur.» Yo llevaba un libro bajo el brazo, lo abrí y se lo ofrecí; leyó de arriba a abajo, lentamente pero sin fallos, las frases francesas. El libro era una obra sobre las creencias de los marroquíes, y la parte por la que había abierto trataba de la veneración a los santos y a sus Kubbas. En ello podía verse o no casualidad; me leía en ese momento cuanto había representado con sus compañeros hacía un rato. Pero, con todo, no se dio por enterado; quizás con el afán de la lectura no comprendía en absoluto el significado de las palabras. Le elogié, y él asumió, sin embargo, mi reconocimiento con la dignidad de un adulto. Me cayó tan bien que involuntariamente lo relacioné con la mujer de la reja.
Señalé en dirección de la casa en ruinas y le pregunté: «Esa mujer de allá arriba, de la reja, ¿la conoces?»
«Oui Monsieur», respondió, y su cara me pareció sincera.
«¿Elle est malade?», proseguí.
«Elle est tres malade, Monsieur.»
Ese «muy» que robusteció mi pregunta sonó como un lamento sobre algo que debía tocarle muy de cerca. Tendría, a lo sumo, nueve años, pero parecía que hubiese convivido veinte años con un enfermo grave, sabiendo bien cómo comportarse en una situación semejante.
«¿Elle est malade dans sa tete, n'est-ce pas?»
«Oui, Monsieur, dans sa tete.» Asintió con un gesto cuando dijo «de la cabeza», pero señaló en lugar de su propia cabeza la de otro muchacho de singular belleza: Era de rostro alargado, lánguido; con ojos rasgados, negros y muy tristes. Ninguno de los niños reía ya. Permanecían mudos. Pero su estado de ánimo se transformó en un instante, tan pronto comencé a hablar de la mujer de la reja.
VISITA AL MELAH
A la mañana del tercer día, tan pronto estuve solo, encontré el camino del Melah. Llegué a un cruce donde había numerosos judíos. El tráfico fluía ante ellos y giraba por una esquina. Vi gente que atravesaba un pasadizo que parecía excavado en el muro, y seguí tras ella. Dentro de esa especie de muralla, que lo circundaba por sus cuatro costados, se encontraba el Melah, el barrio judío.
Me hallaba ante un pequeño bazar abierto. En el centro de estancias diminutas se agachaban unos hombres entre mil objetos; algunos iban vestidos a la europea, y estaban sentados o en pie. La mayoría llevaba esa chía negra sobre la cabeza que suele distinguir aquí a los judíos; otros muchos llevaban barba. En las primeras tiendas con las que tropecé se vendían paños. Uno medía seda con el ana; otro dirigía reflexivo y vivaz su lapicero y sacaba cuentas. Incluso las tiendas más ricamente abastecidas parecían muy pequeñas. Muchas tenían clientela; en uno de los puestos se acodaban negligentemente dos hombres muy gruesos en torno a un tercero enjuto, que parecía ser el dueño, y mantenían con él una animada y seria conversación. Pasé de largo tan despacio como me fue posible y observé sus rostros, cuya heterogeneidad era sorprendente. Había caras que con otros atuendos las habría tomado por árabes. También viejos judíos radiantes a lo Rembrandt; clérigos católicos de sosiego y humildad ladinos. Judíos eternos, en quienes la inquietud estaba grabada por toda su figura. Había asimismo franceses, españoles y rusos rubicundos. A uno debería habérsele honrado como al patriarca Abraham, hablaba condescendientemente a un cierto Napoleón, y un petulante sabihondo que se parecía a Goebbels se entrometía en todo momento. Pensé en la transmigración de las almas. Tal vez, me decía, toda alma humana tiene que ser alguna vez judía, y ahora todas ellas han coincidido aquí: ninguna se acuerda de lo que fue anteriormente, y cada una de ellas cree fervientemente que desciende por línea directa de los personajes de la Biblia, cuando se traiciona tan claramente a sí misma en los rasgos, que incluso yo, un extraño, puedo reconocerlo.
Pero tenían algo que era común a todos, y tan pronto como me acostumbré a la variedad de sus rostros y de su expresión, procuré encontrar lo que de hecho constituía esa comunidad. Poseían un modo fugaz de mirar y formarse un juicio de cualquiera que pasaba. Ni una sola vez ocurrió que yo pasase desapercibido. Cuando me detenía, gustaba de adivinarse en mí a un vendedor y de ponderarme para ello. Pero con frecuencia percibía la rauda e inteligente mirada mucho antes de detenerme, cuando andaba por el otro lado de la calleja la captaba también. Aun entre los pocos que holgazaneaban, como los árabes, la mirada no era nada indolente: Venía como un seguro emisario y desaparecía rauda. Se daba entre ellos miradas hostiles, frías, indiferentes, despectivas y de matiz interminable. Pero nunca se revelaban torpes. Eran miradas de personas acostumbradas a estar siempre por encima de las cosas, pero que no querían suscitar la hostilidad que esperaban: ni huella de desafío siquiera; y un cierto temor que se mantenía prudentemente oculto.