Los que se han encargado de organizar las ceremonias han sido los Dolgoruki. El 24 de febrero de 1728 es la fecha escogida para la coronación del zar en el corazón del Kremlin, en la catedral de la Asunción. Agazapada en una galería enrejada, al fondo de la iglesia, la zarina Eudoxia ve a su nieto ceñir la tiara y asir con una mano el cetro y con la otra el globo terráqueo, símbolos complementarios del poder. Bendecido por un sacerdote que con su casulla recargada de bordados y dorados parece haber descendido directamente del iconostasio, el zar, enajenado por el canto del coro y nimbado por los vapores del incienso, espera que acabe la liturgia para dirigirse a donde está su abuela, como le han indicado, y besarle la mano. Le promete que velará para que tenga a su alrededor la cohorte de chambelanes, pajes y damas de honor que exige su alto rango, aunque, como es deseable, se instale fuera de la capital para escapar a la agitación de la corte. Eudoxia comprende la lección y se aleja. En el séquito de Pedro, todo el mundo exhala un suspiro de alivio: ningún incidente notable ha perturbado el desarrollo de los festejos.
Unos días más tarde, sin embargo, unos policías encuentran en las inmediaciones del Kremlin, ante la puerta de la iglesia del Salvador, unas cartas anónimas denunciando la ignominia de los Dolgoruki e invitando a las personas de buen corazón a exigir la rehabilitación de Ménshikov. Los rumores atribuyen la redacción de estos libelos a los Golitsin, cuya animosidad hacia los Dolgoruki es de sobra conocida. Pero, como nadie ha presentado ninguna prueba ante la comisión de investigación, el Alto Consejo secreto, inspirado por los Dolgoruki, decide que el único que está detrás de este llamamiento a la rebelión es Ménshikov y ordena confinarlo con su familia en Berezov, en el rincón más remoto de Siberia. Cuando el antiguo favorito creía haber saldado todas sus cuentas con la justicia del zar, dos oficiales se presentan en su casa de Orenburg, en medio de la fortaleza, le leen la sentencia y, sin darle tiempo para rechistar, lo llevan a empujones hasta una carreta. Su mujer y sus hijos, aterrorizados, montan junto a él. Los han despojado previamente a todos de sus bienes personales, dejándoles sólo, por caridad, unos harapos y algunos muebles. Un destacamento de soldados escolta el convoy empuñando las armas, como si estuvieran trasladando a un criminal peligroso.
Berezov, situado a más de mil verstas de Tobolsk, es un agujero perdido en medio de un desierto de tundras, bosques y pantanos. El invierno es allí tan riguroso que el frío, dicen, mata a los pájaros en pleno vuelo y hace estallar los cristales de las casas. Tanta miseria después de tanta riqueza y tantos honores no basta para acabar con el empuje de Ménshikov. Su mujer, Daria, ha muerto de agotamiento durante el viaje. Sus hijas lloran por sus sueños de amor y de grandeza perdidos para siempre, y él mismo lamenta haber sobrevivido a semejante infortunio. Sin embargo, un instinto de conservación irreprimible lo impulsa a enfrentarse a la adversidad. Pese a estar acostumbrado a vivir cómodamente en palacios, trabaja con sus propias manos, como simple obrero, arreglando una isba para él y su familia. Informados de sus «crímenes» contra el emperador, sus vecinos lo tratan con frialdad e incluso amenazan con atacarlo. Un día en que una muchedumbre hostil profiere insultos y arroja piedras contra él y sus hijas, les grita: «¡Pegadme sólo a mí! ¡Dejad tranquilas a estas mujeres!» [16] No obstante, tras sufrir estas afrentas diarias durante unos meses, su ánimo decae y renuncia a la lucha. En noviembre de 1729, una apoplejía se llevará al coloso. Un mes más tarde, su hija mayor, María, la pequeña prometida del zar, lo seguirá a la tumba. [17]
Indiferente a la suerte del hombre cuya perdición ha precipitado, Pedro II continúa llevando una existencia agradable y desordenada. Los Dolgoruki, los Golitsin y el ingenioso Ósterman, dispensados de rendirle cuentas de sus decisiones, aprovechan la situación para imponer su voluntad en toda circunstancia. No obstante, siguen desconfiando de la influencia que Isabel ejerce sobre su sobrino. Creen que ella es la única capaz de neutralizar el ascendiente que tiene sobre Su Majestad el querido Iván Dolgoruki, tan necesario para su causa. La mejor manera de desarmarla sería, evidentemente, casarla de inmediato. Pero ¿con quién? Se piensa de nuevo en el conde Mauricio de Sajonia, pero a Isabel no le interesa lo más mínimo. En su encantadora cabecita sólo hay lugar para bailes y coqueteos. Segura del poder que tiene sobre los hombres, se insinúa a unos y a otros para mantener idilios sin consecuencias y relaciones sin futuro. Tras haber seducido a Alexandr Buturlin, su interés se dirige hacia Iván Dolgoruki, el «valido» titular del zar. ¿Acaso lo que la excita es la idea de atraer a sus brazos a un hombre cuyas preferencias homosexuales conoce? Al enterarse de que su hermana, Ana Petrovna, retirada en el Holstein, acaba de dar a luz un niño, [18] cuando ella, con diecinueve años, todavía no se ha casado, concede menos importancia al acontecimiento que al desarrollo de su intriga diabólica con el bello Iván. La aventura la estimula como si se tratara de demostrar la superioridad de su sexo en todas las formas de perversidad amorosa. Sin duda es menos corriente, y por lo tanto más divertido, piensa ella, apartar a un hombre de otro hombre que quitárselo a una mujer.
En las fiestas que Ana Petrovna y el gran duque Carlos Federico dan en Kiel para celebrar el nacimiento de su hijo, el zar abre el baile con su tía Isabel. Tras bailar galantemente con ella ante la mirada complacida de los asistentes, se retira a la estancia contigua para beber con un grupo de amigos. Después de vaciar unas copas, se percata de que Iván Dolgoruki, su habitual compañero de placeres, no está junto a él. Sorprendido, vuelve sobre sus pasos y lo ve bailando sin parar, en medio del salón, con Isabel. Ella parece tan excitada frente a su caballero, que la devora con los ojos, que Pedro se enfurece y se retira para emborracharse. Pero ¿de quién está celoso? ¿De Iván Dolgoruki o de Isabel?
La reconciliación entre tía y sobrino no tendrá lugar hasta después de Pascua. Dejando de lado por una vez a Iván Dolgoruki, Pedro lleva a Isabel a una larga partida de caza, que tiene previsto que dure varios meses. Un séquito de quinientas personas acompaña a la pareja. Matan tanto animales de pluma como caza mayor. Cuando hay que acorralar a un lobo, un zorro o un oso, se encargan de hacerlo lacayos que visten libreas verdes guarnecidas con trencilla plateada. Éstos atacan al animal con escopetas y venablos, ante la mirada atenta de los señores. La inspección de las piezas cobradas va seguida de un banquete al aire libre y de una visita al campamento de los comerciantes, venidos de lejos con sus provisiones de telas, bordados, ungüentos milagrosos y joyas de fantasía. Una noticia alarmante sorprende a Pedro e Isabel en plenos festejos: Natalia, la hermana de Pedro, está enferma; escupe sangre. ¿Va a morir? No, finalmente se recupera, y quien da serias preocupaciones a los suyos en Kiel es la hermana de Isabel, Ana Petrovna, duquesa de Holstein. Ha cogido frío contemplando unos fuegos artificiales organizados con motivo de la ceremonia religiosa de purificación posterior al parto y contrae una pleuresía que se la lleva al otro mundo en pocos días. La pobrecilla sólo tenía veinte años. Deja un hijo huérfano, Carlos Ulrico, de dos semanas. Todos los que rodean a Pedro están consternados. Él es el único que no manifiesta ningún pesar por esta desaparición. Algunos se preguntan si todavía es capaz de albergar un sentimiento humano. ¿Será el abuso de los placeres prohibidos lo que le ha secado el corazón?