Cuando el cuerpo de su tía, a la que sin embargo ha querido mucho, es trasladado a San Petersburgo, no considera necesario asistir a su entierro. Y ni siquiera suspende el baile que se da en palacio, como de costumbre, para celebrar su santo. Unos meses más tarde, en noviembre de 1728, la tisis de su hermana Natalia, que todos creían atajada, se agrava repentinamente. Aunque, como por azar, Pedro está ocupado yendo de aquí para allá y cazando, se resigna a volver a San Petersburgo para acompañar a la enferma en sus últimos días. Escucha con impaciencia las lamentaciones de Ósterman y de los allegados de Natalia que ensalzan las virtudes de la princesa, «que era un ángel», y tras la muerte de ésta, el 3 de diciembre de 1728, se apresura a partir para Gorenki, la finca donde los Dolgoruki lo esperan para organizar espléndidas partidas de caza. Esta vez no le pide a Isabel que lo acompañe. Aunque, hablando con propiedad, no está cansado de las atenciones y las coqueterías de la joven, siente la necesidad de renovar el personal de sus placeres. Para justificar los vagabundeos de su curiosidad, se dice a sí mismo que, en un hombre normalmente constituido, el juego de las revelaciones sucesivas siempre resulta más atractivo que la tediosa fidelidad.
En el castillo de Gorenki lo espera una agradable sorpresa. Alexéi, el jefe del clan de los Dolgoruki, experto en organizar partidas de caza para su huésped, le pone delante unas piezas que Pedro no se esperaba: las tres hijas del príncipe, frescas, libres y apetecibles bajo sus aires de provocadora virginidad. La mayor, Iekaterina, Katia para los íntimos, posee una belleza que deja sin respiración, con su melena negra como el ébano, sus llameantes ojos también negros y su piel blanca, que se enrojece a la menor emoción. De temperamento audaz, participa tanto en el acorralamiento de un ciervo como en las libaciones que cierran un banquete, tanto en tranquilos juegos de sociedad como en bailes improvisados después de galopar durante horas por el campo. Todos los observadores coinciden en predecir que, en el corazón del voluble zar, Iván Dolgoruki no tardará en ser suplantado por su hermana, la graciosa Katia. De cualquier modo, la familia Dolgoruki se declarará vencedora.
Sin embargo, en San Petersburgo, los rivales de la coalición de los Dolgoruki temen que este devaneo, cuyos rumores llegan hasta sus oídos, sea el preludio de una boda. Esta unión acarrearía la sumisión total del zar a su familia política, que metería en vereda a los otros miembros del Alto Consejo secreto. Pedro parece haber mordido tan bien el anzuelo lanzado por Katia que, nada más llegar a San Petersburgo, ya está pensando en irse de nuevo. Si se ha tomado la molestia de trasladarse durante unos días a la capital es únicamente para completar su equipo de caza. Así pues, tras comprar doscientos perros de busca y cuatrocientos lebreles, vuelve a Gorenki. Pero, una vez de regreso en el lugar de sus hazañas cinegéticas, ya no está tan seguro de que el placer sea tan excelso. Cuenta hastiado las liebres, los zorros y los lobos que ha matado a lo largo de la jornada. Una noche, cuando menciona los tres osos que figuran entres sus piezas cobradas, alguien lo felicita por esta última proeza. Con una sonrisa sarcástica, Pedro contesta: «He hecho cosas mejores que atrapar tres osos; llevo conmigo cuatro animales de dos patas.» Su interlocutor comprende que se trata de una alusión descortés al príncipe Alexéi Dolgoruki y sus tres hijas. Semejante burla, dicha en público, hace suponer a los presentes que el zar ya no arde de pasión por Katia y que tal vez está a punto de abandonarla.
Al tiempo que sigue de lejos, a través de los chismorreos de la corte, los altibajos de esta pareja de reacciones imprevisibles, Ósterman, como estratega sagaz, se dedica a montar una contraofensiva. Isabel, tras haber superado la pena causada por la muerte de su hermana, vuelve a estar disponible. Sí, todavía piensa a menudo en el bebé, su sobrino, que crecerá privado de ternura y se criará lejos, como un extranjero. Se pregunta si no debería acogerlo de vez en cuando una temporada a su lado, pero, con el transcurso del tiempo, va olvidando sus veleidades tutelares. Incluso se rumorea que, después de haber atravesado una crisis mística, ha recuperado hasta tal punto el gusto de vivir que ahora se encuentra bajo el hechizo del descendiente de una gran familia, el seductor conde Simón Narishkin. Este gentilhombre refinado y amigo del lujo tiene la misma edad que ella, y su constancia en seguirla por montes y valles, como un perro de lanas cualquiera, demuestra el interés de ambos en estar juntos. Cuando ella se retira a su propiedad de Ismailovo, siempre lo invita. Allí se embriagan de los goces sanos y sencillos del campo. ¿Hay algo más agradable que jugar a los campesinos cuando se poseen varios palacios y un sinfín de criados? Se entretienen cogiendo nueces, flores, setas, hablan con dulzura paternal a los siervos de la propiedad, se interesan por la salud de los animales que pacen en los prados o rumian en los establos… Mientras Ósterman se informa, a través de los espías que ha enviado a Ismailovo, de los progresos que experimentan los amores bucólicos de Simón Narishkin e Isabel, en Gorenki los Dolgoruki se obstinan en acariciar, pese a algunas señales de alarma, la idea de una boda entre Katia y el zar. Aunque, para más seguridad, consideran que habría que unir no sólo a Iekaterina Dolgoruki con el zar Pedro II, sino también a la tía del zar, Isabel Petrovna, con Iván Dolgoruki. Pero resulta que, según las últimas noticias, la loca de Isabel se ha encaprichado de Simón Narishkin. Una chifladura tan inesperada puede comprometer todo el asunto. ¡Urge ponerle coto! Jugándose el todo por el todo, los Dolgoruki amenazan a Isabel con hacerla encerrar en un convento por conducta indecorosa, si se empeña en preferir a Simón Narishkin en perjuicio de Iván Dolgoruki. Pero la joven, por cuyas venas corre la sangre de Pedro el Grande, en un acceso de orgullo se niega a obedecer. Entonces los Dolgoruki se desatan. Como controlan los principales servicios del Estado, Simón Narishkin recibe del Alto Consejo secreto la orden de partir inmediatamente en misión al extranjero. Lo dejarán allí el tiempo que sea necesario para que Isabel lo olvide. Contrariada una vez más en sus amores, la joven llora, se exaspera y trama despiadadas venganzas. Sin embargo, enseguida se da cuenta de su impotencia para luchar contra las maquinaciones del Alto Consejo. Y ni siquiera puede contar ya con Pedro para defender sus intereses; está demasiado absorto en sus propios sinsabores sentimentales para ocuparse de los de su tía. Según unos cotilleos que llegan a oídos de Isabel, ha estado a punto de repudiar a Katia al enterarse de que ésta había tenido citas clandestinas con otro pretendiente, un tal conde de Millesimo, agregado de la embajada de Alemania en Rusia. Alarmados por las consecuencias de tal ruptura entre los enamorados e impacientes por impedir que el zar renuncie ante el obstáculo, los Dolgoruki se las han arreglado para preparar un encuentro de reconciliación entre Katia y Pedro en un pabellón de caza. Esa noche, el padre de la joven aparece en el momento de las primeras caricias, se declara ultrajado en su honor y exige una reparación oficial. Lo más extraño es que ese burdo subterfugio da resultado. En esta capitulación del enamorado sorprendido en flagrante delito por un páter familias indignado, es imposible saber si el «culpable» ha cedido finalmente a su inclinación por Katia, al temor de un escándalo o simplemente al cansancio.
La cuestión es que el 22 de octubre de 1729, aniversario del nacimiento de Iekaterina, los Dolgoruki comunican a sus invitados que la joven acaba de ser prometida al zar. El 19 de noviembre, el Alto Consejo secreto recibe el anuncio oficial de los esponsales, y el 30 del mismo mes se celebra una ceremonia religiosa en el palacio Lefort de Moscú, donde Pedro acostumbra a residir durante sus breves estancias en la ciudad. La anciana zarina Eudoxia ha accedido a salir de su retiro para bendecir a la joven pareja. Todos los dignatarios del imperio y los embajadores extranjeros se encuentran presentes en la sala, esperando la llegada de la elegida. Su hermano, Iván Dolgoruki, el antiguo favorito de Pedro, va a buscarla al palacio Golovín, donde se ha alojado con su madre. El cortejo atraviesa la ciudad aclamado por una multitud sencilla y crédula que, ante tanta juventud y tanta magnificencia, está convencido de asistir al final feliz de un cuento de hadas. A la entrada del palacio Lefort, la corona que adorna el techo de la carroza de la prometida se engancha con el montante superior del pórtico y cae al suelo con estrépito. Los supersticiosos interpretan este incidente como un mal presagio. En cuanto a Katia, no se inmuta. Cruza muy erguida el umbral del salón de ceremonias. El obispo Feofán Prokópovich la invita a acercarse junto con Pedro. La pareja se coloca bajo un palio de oro y plata sostenido por dos generales. Tras el intercambio de los anillos, salvas de artillería y campanadas preludian el desfile de las felicitaciones. Siguiendo el protocolo, la zarevna Isabel Petrovna da un paso adelante y, tratando de olvidar que es la hija de Pedro el Grande, besa la mano de una «súbdita» llamada Iekaterina Dolgoruki. Al cabo de un momento le toca a Pedro II dominar su despecho, pues el conde de Millesimo, tras aproximarse a Iekaterina, se inclina ante ella. La joven ya se dispone a tenderle la mano. Pedro querría impedir ese gesto de cortesía, que le parece incongruente, pero ella acelera el movimiento y presenta espontáneamente sus dedos al agregado de embajada, que los roza con los labios antes de incorporarse, mientras el prometido le dirige una mirada asesina. Al ver la expresión irritada del zar, los amigos de Millesimo se lo llevan y desaparecen con él entre la multitud. Entonces es cuando el príncipe Vasili Dolgoruki, uno de los miembros más eminentes de esta numerosa familia, cree que ha llegado el momento de dirigir un pequeño discurso moralizador a su sobrina. «Ayer yo era tu tío -dice ante un círculo de oyentes atentos-. Hoy, tú eres mi soberana y yo soy tu fiel servidor. Sin embargo, apelo a mis antiguos derechos para darte este consejo: no mires al hombre con quien vas a casarte sólo como tu marido, sino también como tu señor, y no te ocupes más que de complacerlo. […] Si algún miembro de tu familia te pide favores, olvídalo para no tener en cuenta más que el mérito. Será el mejor medio de garantizar toda la felicidad que te deseo.» [19]