Los testigos están estupefactos, pero ninguno se indigna. Tras mojar la pluma en el tintero, Iván firma con el nombre de Pedro en la parte inferior de la página. Todos se inclinan sobre su hombro, maravillados:
– ¡Es la letra misma del zar! [21] -exclaman.
A continuación, los falsificadores, más tranquilos, intercambian miradas y ruegan a Dios que les libre de tener que utilizar ese documento.
De vez en cuando, envían emisarios a palacio en busca de noticias del zar. Éstas son cada vez más alarmantes. Pedro se extingue a la una de la madrugada, durante la noche del domingo 18 al lunes 19 de enero de 1730, a la edad de catorce años y tres meses. Su reinado habrá durado poco más de dos años y medio. El 19 de enero de 1730, día de su muerte, es la fecha que él mismo había fijado unas semanas antes para su boda con Iekaterina Dolgoruki.
Capítulo cuatro
La misma incertidumbre que desorientó a los miembros del Alto Consejo secreto a la muerte de Pedro I el Grande vuelve a apoderarse de ellos en las horas que siguen a la muerte de Pedro II, «el Pequeño». Dada la falta de un heredero varón y de un testamento auténtico, ¿por quién pueden reemplazar al difunto sin provocar una revolución en la aristocracia? En el palacio Lefort de Moscú se encuentran reunidos los notables habituales de la Generalidad, rodeando a los Golitsin, los Golovkin y los Dolgoruki. Pero nadie se atreve todavía a expresar su opinión, como si todos los encargados de tomar decisiones se sintieran culpables del trágico declive de la monarquía. Vasili Dolgoruki considera que ha llegado el momento de imponer, aprovechando la confusión general, la solución que cuenta con sus preferencias, y desenvainando la espada profiere un grito de adhesión: «¡Viva Su Majestad Iekaterina!» Para justificar esta exclamación de victoria, invoca el testamento elaborado la víspera y en el que su joven pariente, Iván Dolgoruki, ha imitado la firma del zar. Gracias a este chanchullo, una Dolgoruki podría acceder a la cima del imperio. La apuesta bien merece unas pequeñas trampas. Pero el clan de los adversarios de esta opción se rebela de inmediato. Fulminando con la mirada a Vasili Dolgoruki, Dimitri Golitsin dice en tono cortante: «¡Ese testamento es completamente falso!», y se compromete a demostrarlo en el acto.
Los Dolgoruki, temiendo que, en caso de ser sometido a un examen serio, el documento diera lugar a graves acusaciones de fraude, comprenden que sería un error insistir. Nadie habla ya de un trono para Iekaterina, y la joven, cuando estaba a punto de instalarse en él, se encuentra de nuevo sentada en el vacío. Dimitri Golitsin aprovecha la ventaja obtenida para declarar que, a falta de un varón en la línea sucesoria de Pedro el Grande, el Alto Consejo secreto debería inclinarse hacia los vástagos de la rama mayor y ofrecer la corona a uno de los descendientes de Iván V, llamado el Simple, hermano de Pedro I, quien, aunque enfermizo e indolente, fue «cozar» con él durante los cinco años de la regencia de su hermana Sofía. Pero, por desgracia, Iván V sólo ha engendrado chicas, de modo que habrá que recurrir otra vez a una mujer para que gobierne Rusia. ¿No es eso un peligro? De nuevo surgen fuertes discusiones sobre las ventajas y los inconvenientes de la «ginecocracia». Es cierto que Catalina I ha demostrado recientemente que una mujer puede ser valerosa, decidida y lúcida cuando las circunstancias lo exigen. Sin embargo, como todo el mundo sabe, «el bello sexo» es esclavo de sus sentidos. Una soberana sacrificará, pues, la grandeza de la patria por los placeres que le dispensa su amante. Para apoyar esta tesis, los que la sostienen citan a Ménshikov, que según ellos manejó a su antojo a Catalina. Pero ¿acaso un zar no habría sido tan débil ante una favorita diestra para las caricias y las intrigas, como la zarina lo fue entre las manos del Serenísimo? ¿No ha dado el propio Pedro II ejemplo de una dejación total de su autoridad ante las trampas de la seducción femenina? Lo importante, cuando se trata de instalar a alguien a la cabeza del Estado, no es tanto la especificidad sexual como el carácter del personaje en quien el país delegará su confianza. En esas condiciones, afirma Dimitri Golitsin, el matriarcado es completamente aceptable con la condición de que la beneficiaria de tal honor sea digna de asumirlo. Una vez reconocida por todos esta evidencia, Golitsin pasa a examinar las últimas candidaturas que cabe tener en cuenta. Desde un principio descarta la idea descabellada de recurrir a Isabel Petrovna, la tía de Pedro II, que según él ha renunciado implícitamente a la sucesión al marcharse de la capital para vivir recluida en el campo, contrariando a sus allegados y quejándose de todo. En comparación con esta hija de Pedro el Grande, las tres hijas de su hermano, Iván V, le parecen mucho más interesantes. No obstante, la mayor, Catalina Ivánovna, es conocida por su temperamento caprichoso y atrabiliario. Además, su marido, el príncipe Carlos Leopoldo de Mecklemburgo, es un hombre nervioso e inestable, un eterno rebelde, siempre dispuesto a batallar ya sea contra sus vecinos o contra sus súbditos. El hecho de que Catalina Ivánovna esté separada de él desde hace diez años no es una garantía suficiente, pues, si es proclamada emperatriz, su esposo volverá con ella al galope y no parará hasta que meta al país en guerras costosas e inútiles. La benjamina, Prascovia Ivánovna, raquítica y escrofulosa, no posee ni la salud, ni la claridad mental, ni el equilibrio moral que la dirección de los asuntos públicos exige. Queda la segunda, Ana Ivánovna, que, con treinta y siete años, pasa por tener energía a raudales. Viuda desde 1711 de Federico Guillermo, duque de Curlandia, continúa viviendo en Annenhof, cerca de Mitau, con dignidad y estrecheces. Estuvo a punto de casarse con Mauricio de Sajonia, pero hace poco se ha encaprichado de un tagarote curlandés, Johann Ernst Bühren. En el transcurso de su exposición, Dimitri Golitsin deja caer este detalle aunque promete que, de todas formas, si el Alto Consejo lo exige, ella no tendrá reparo en abandonar a su amante para volver a Rusia. Leyendo en el rostro de los altos consejeros que su alegato los ha convencido, añade:
– Entonces, estamos de acuerdo en apoyar a Ana Ivánovna. ¡Pero hay que aligerar todo esto!
Sorprendido por esta fórmula ambigua, Gavriil Golovkin pregunta:
– ¿Qué queréis decir?
– Quiero decir que debemos asegurarnos un poco más de libertad.
Al comprender que en lo que Dimitri Golitsin está pensando es en recortar, de un modo encubierto, los poderes de la zarina para ampliar los del Alto Consejo secreto, todo el mundo asiente. Los representantes de las familias más antiguas de Rusia, reunidos en cónclave, ven en esta iniciativa una oportunidad inesperada de reforzar la influencia política de la nobleza de rancio abolengo, frente a la monarquía hereditaria y sus servidores ocasionales. Mediante este juego de manos, le quitarían a Su Majestad un trozo de la «dalmática imperial» fingiendo que la ayudan a ponérsela. Después de una serie de discusiones bizantinas, queda acordado entre los autores del proyecto que Ana Ivánovna será reconocida zarina, pero que se limitarán sus prerrogativas mediante una serie de condiciones que tendrá que aceptar previamente.
Acto seguido, los miembros del Alto Consejo secreto se trasladan a la gran sala del palacio, donde una multitud de dignatarios civiles, militares y eclesiásticos esperan el resultado de sus deliberaciones. Al enterarse de la decisión tomada por los consejeros superiores, el obispo Feofán Prokópovich recuerda tímidamente el testamento de Catalina I, según el cual, tras la muerte de Pedro II, la corona debía pasar a su tía Isabel en su calidad de hija de Pedro I y de la difunta emperatriz. El hecho de haber nacido antes de que sus padres se casaran no tiene ninguna importancia; su madre le transmitió la sangre de los Románov, dice, y cuando está en juego el futuro de la sagrada Rusia no cuenta nada más. Ante tales palabras, Dimitri Golitsin vocifera, indignado: «¡No queremos bastardos!» [22]