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Agraviado por esta increpación, Feofán Prokópovich se traga sus objeciones y la asamblea pasa a estudiar las «condiciones prácticas». La enumeración de las trabas al poder concluye con el juramento impuesto a la candidata: «Si no cumplo lo que he prometido, accedo a perder la corona.» Según la carta ideada por los consejeros superiores, la nueva emperatriz se compromete a trabajar por la difusión de la fe ortodoxa, a no casarse, a no designar heredero y a mantener el Alto Consejo secreto, cuyo consentimiento necesitará para declarar la guerra, firmar la paz, recaudar impuestos, intervenir en los asuntos de la nobleza, nombrar a los responsables de los puestos clave del imperio, repartir pueblos, tierras y campesinos y utilizar los fondos del Estado para cubrir sus gastos personales. Esta cascada de restricciones causa estupor entre los presentes. ¿No ha ido el Alto Consejo secreto demasiado lejos en sus exigencias? ¿No está a punto de cometerse un crimen de lesa majestad? Los que temen que los poderes de la futura emperatriz sean reducidos sin tener en cuenta la tradición, chocan con los que se alegran de que se refuerce el papel de los verdaderos boyardos en la dirección de la política en Rusia. Pero los segundos se imponen enseguida a los primeros. Por todas partes surgen voces que exclaman: «¡Es la mejor solución!» Hasta el obispo Feofán Prokópovich, arrollado por el entusiasmo de la mayoría, calla y se queda rumiando su inquietud en un rincón. El Alto Consejo secreto, seguro de la adhesión de todo el país, encarga al príncipe Vasili Lukich Dolgoruki, al príncipe Dimitri Golitsin y al general Leóntiev que vayan a llevar a Ana Ivánovna, a su retiro de Mitau, el mensaje, que detalla las condiciones de su acceso al trono.

Pero, mientras tanto, Isabel Petrovna ha permanecido al corriente de las discusiones y las disposiciones del Alto Consejo secreto. Su médico y confidente, Armand Lestocq, la ha prevenido de la maquinación que se trama en Moscú y le ha suplicado que «actúe». Sin embargo, ella se niega a tomar la menor iniciativa para hacer valer sus derechos a la sucesión de Pedro II. No tiene hijos y no desea tenerlos. Para ella, el heredero legítimo es su sobrino, Carlos Pedro Ulrico, el hijo de su hermana Ana y del duque Carlos Federico de Holstein. El inconveniente es que la madre del pequeño Carlos Pedro Ulrico está muerta y que el bebé sólo tiene unos meses. Isabel, aletargada por la tristeza, no se anima a mirar más allá de ese duelo. Tras innumerables aventuras decepcionantes, esponsales rotos y esperanzas perdidas, está asqueada de la corte de Rusia y prefiere el aislamiento e incluso el aburrimiento del campo al bullicio yel oropel de los palacios.

Mientras ella medita, con una melancolía teñida de amargura, sobre ese porvenir imperial que ya no la afecta, los emisarios del Alto Consejo secreto se apresuran a ir a Mitau en busca de su prima Ana Ivánovna. Ésta los recibe con una benevolencia socarrona. En realidad, los espías desinteresados que mantiene en la corte ya la han informado del contenido de las cartas que le lleva la diputación del Alto Consejo. Sin embargo, no deja traslucir sus intenciones, lee sin pestañear la lista de las renuncias que le dictan los guardianes del régimen y declara acceder a todo. Ni siquiera parece contrariada por la obligación que se le impone de romper con su amante, Johann Bühren. Engañados por su actitud, a la vez digna y dócil, los plenipotenciarios no sospechan que, a sus espaldas, Ana ya se ha puesto de acuerdo con su indispensable favorito para que se reúna con ella, en Moscú o en San Petersburgo, cuando le indique que la vía está libre. Esta circunstancia es tanto más probable cuanto que, a juzgar por los rumores que le llegan a través de sus partidarios en Rusia, entre la pequeña nobleza hay muchos dispuestos a sublevarse contra los aristócratas de alto rango -los verjovniki, según la expresión popular-, acusados de querer usurpar los poderes de Su Majestad para incrementar los suyos. Incluso se dice que la Guardia, que siempre ha defendido los derechos sagrados de la monarquía, en caso de conflicto estaría dispuesta a intervenir del lado de la descendiente de Pedro el Grande.

Después de haber madurado su plan a escondidas, garantizado a la delegación su total sumisión y simulado despedirse definitivamente de Bühren, Ana se pone en camino, seguida de un séquito digno de una princesa de su rango. El 10 de febrero de 1730, se detiene en el pueblo de Vsiesviátskoie, a las puertas de Moscú. Las exequias de Pedro II deben celebrarse al día siguiente. No le dará tiempo a asistir, y ese impedimento la favorece. Además, como se enterará poco después, un escándalo ha marcado esa jornada de duelo: la prometida del difunto, Iekaterina Dolgoruki, ha exigido en el último momento ocupar un puesto en el cortejo entre los miembros de la familia imperial. Los verdaderos titulares de este privilegio se han negado a acogerla en sus filas. Al término de un intercambio de invectivas, Iekaterina ha regresado furiosa a su casa.

Estos incidentes son relatados con detalle a Ana, que los encuentra divertidos. Hacen que la calma y el silencio del pueblo de Vsiesviátskoie, sepultado bajo la nieve, le parezcan todavía más agradables. Pero debe pensar en su próxima entrada en la antigua capital de los zares. A fin de acrecentar su popularidad, ofrece una ronda de vodka a los destacamentos del regimiento Preobrazhenski y del regimiento de la Guardia montada que han ido a saludarla, y sin perder un momento se proclama a sí misma coronel de sus unidades y nombra a su principal colaborador, el conde Simón Andréievich Saltikov, teniente coronel. En cambio, a los miembros del Alto Consejo secreto, que le hacen una visita de cortesía, los recibe con una amabilidad distante, y finge sorpresa cuando el canciller Gavriil Golovkin se dispone a imponerle las insignias de la Orden de San Andrés, a las que tiene derecho como soberana. «¡Es verdad -observa con ironía, deteniendo su gesto-, había olvidado ponérmelas!» Y, llamando a uno de los hombres de su séquito, le indica que le ponga el gran cordón delante de las narices del canciller, atónito por semejante desprecio de los usos establecidos. Al retirarse, los miembros del Alto Consejo secreto se dicen, cada uno para sus adentros, que la zarina no será tan fácil de manejar como habían creído.

El 15 de febrero de 1730, Ana Ivánovna hace por fin su entrada solemne en Moscú, y el 19 del mismo mes tiene lugar la ceremonia de prestar juramento a Su Majestad en la catedral de la Asunción y en las principales iglesias de la ciudad. En vista de la mala disposición de la emperatriz hacia el Alto Consejo secreto, éste ha decidido hacer algunas concesiones y modificar ligeramente la redacción tradicional del «compromiso sobre el honor». Jurarán fidelidad «a Su Majestad y al Imperio» a fin de apaciguar todos los recelos. Luego, tras numerosos conciliábulos y en vista de los movimientos incontrolados entre los oficiales de la Guardia, se resignan a suavizar más, en la fórmula, las «restricciones» inicialmente previstas. Manteniendo su actitud enigmática y sonriente, Ana Ivánovna toma nota de estas pequeñas rectificaciones sin aprobarlas ni criticarlas. Recibe con aparente ternura a su prima Isabel Petrovna, acepta su besamanos y afirma que siente un gran afecto por su común familia. Antes de despedirla, incluso le promete que velará personalmente, en su calidad de soberana, para que jamás le falte nada en su retiro.

Ahora bien, pese a la sumisión y la benevolencia de que da muestra, no pierde de vista el objetivo que se marcó al partir del Mitau para regresar a Rusia. En la Guardia y en la pequeña y media nobleza, sus partidarios se preparan para una acción sorpresa. El 25 de febrero de 1730, mientras ocupa el trono rodeada de los miembros del Alto Consejo, entre la multitud de cortesanos que se agolpa en la gran sala del palacio Lefort irrumpen cientos de oficiales de la Guardia encabezados por el príncipe Alexéi Cherkaski, paladín declarado de la nueva emperatriz. Tomando la palabra, intenta explicar, en un discurso deshilvanado, que el documento que ha firmado Su Majestad por instigación del Alto Consejo secreto está en contradicción con los principios de la monarquía de derecho divino. En nombre de los millones de súbditos devotos a la causa de la Santa Rusia, suplica a la zarina que denuncie este acto monstruoso, reúna cuanto antes al Senado, la nobleza, los oficiales superiores y los eclesiásticos y les dicte su propia concepción del poder.