-Nu, dievki, poiti![24]
Sus doncellas, dóciles, entonan a coro alguna canción popular y ella las escucha con una plácida sonrisa, meneando la cabeza. Este interludio se prolonga tanto tiempo que las cantantes se quedan prácticamente sin voz. Si una de ellas, exhausta, baja el tono o desafina, Ana Ivánovna la castiga propinándole un sonoro bofetón. A menudo hace venir junto a su lecho a contadoras de cuentos para que la distraigan con relatos portentosos, siempre los mismos, que le recuerdan su infancia, o bien a un monje experto en comentar las verdades de la religión. Otra obsesión que presume de haber heredado de Pedro el Grande es su pasión por las exhibiciones grotescas y las monstruosidades de la naturaleza. Ninguna compañía le divierte más que la de los bufones y los enanos. Cuanto más feos y tontos son, más aplaude sus muecas y sus farsas. Tras diecinueve años de mediocridad y oscuridad provincianas, tiene ganas de sacudirse la capa de decoro e imponer en la corte un lujo y un desorden sin precedentes. Nada le parece demasiado bello ni demasiado caro cuando se trata de satisfacer los caprichos de una soberana. Sin embargo, esa Rusia en la que reina por accidente no es, hablando con propiedad, su patria, y no siente ninguna necesidad de aproximarse a ella. Tiene a su lado, es cierto, a algunos rusos auténticos, y de los más afectos, como el anciano Gavriil Golovkin, los príncipes Trubetzkói e Iván Bariatinski, Pável Yagujinski, ese eterno «cascarrabias», y el excesivamente impulsivo Alexéi Cherkaski, al que ha nombrado gran canciller. Pero las palancas de mando están en manos de los alemanes. Todo un equipo de origen germano dirige, bajo las órdenes del terrible Bühren, la política del imperio. Tras la toma de poder de Su Majestad y su favorito, los viejos boyardos, tan orgullosos de su genealogía, han sido barridos del primer plano del escenario. Entre los nuevos peces gordos del régimen, civiles o militares, figuran los hermanos Loewenwolde, el barón Von Brevern, los generales Rudolph von Bismarck y Christoph von Manstein y el mariscal de campo Burkhard von Münnich. En el reducido gabinete de cuatro miembros que sustituye al Alto Consejo secreto, Ósterman, pese a su pasado ambiguo, continúa ejerciendo las funciones de primer ministro, pero quien preside los debates e impone la decisión final es Johann Ernst Bühren, el favorito de la emperatriz.
Este último, impermeable a la piedad, jamás duda en enviar a cualquiera que supone un incordio al calabozo, a Siberia o al verdugo para que lo someta al suplicio del knut, y lo hace sin siquiera pedir el parecer de Ana Ivánovna sobre las penas que aplica, pues sabe por anticipado que las aprobará. ¿Le deja ella hacer lo que le venga en gana porque comparte totalmente las opiniones de su amante, o simplemente porque es demasiado perezosa para llevarle la contraria? Las personas cercanas a Bühren coinciden en señalar la dureza de su semblante, que parece tallado en piedra, y su mirada de ave de presa. Una palabra suya puede hacer feliz o desdichada a toda Rusia. Su amante no es más que el «sello» con el que autentica los documentos. Como él también tiene debilidad por el lujo, aprovecha su situación privilegiada para recibir dádivas a diestro y siniestro. Todos sus servicios están tarifados y de todos saca partido. Sus contemporáneos consideran que supera a Ménshikov en codicia. Sin embargo, no es esa corrupción organizada lo que más le reprochan. Los reinados precedentes los han acostumbrado a los sobornos en la administración. No, lo que les repugna cada día más es la germanización a ultranza que Bühren ha introducido en su patria. Ana Ivánovna siempre ha hablado y escrito mejor el alemán que el ruso, es verdad, pero, desde que Bühren ocupa el escalón superior de la jerarquía, todo el país oficial parece haber cambiado de alma. Si los crímenes, los atropellos, los robos y las brutalidades de ese advenedizo arrogante los cometiera un ruso de abolengo, sin duda los súbditos de Su Majestad los soportarían mejor. Pero por el solo hecho de ser fomentados y perpetrados por un extranjero con acento alemán, se vuelven doblemente odiosos para los que son víctimas de ellos. Hartos de la conducta de ese tirano que ni siquiera es de su tierra, los rusos inventan una palabra para designar el régimen de terror que les impone: hablan a sus espaldas de la bironovschina[25]como de una epidemia mortal que se ha abatido sobre el país. La lista de los ajustes de cuentas realizados de forma absolutamente ilegal justifica esta denominación. Por haber osado enfrentarse a la zarina y su favorito, el príncipe Iván Dolgoruki es descuartizado, sus dos tíos, Sergéi e Iván, son decapitados, y otro miembro de la familia, Vasili Lukich, ex miembro del Alto Consejo secreto, padece una suerte idéntica, mientras que Iekaterina Dolgoruki, la que fue prometida de Pedro, es encerrada de por vida en un monasterio.
A la vez que elimina a sus antiguos rivales y a aquellos que podrían sentirse tentados de reanudar la lucha, Bühren se dedica con ahínco a consolidar sus títulos personales, que deben correr parejas con el incremento de su fortuna. A la muerte del duque Fernando de Curlandia, el 23 de abril de 1737, envía a Mitau varios regimientos rusos, bajo las órdenes del general Bismarck, [26] para «intimidar» a la dieta curlandesa e incitarla a elegirlo a él en detrimento de cualquier otro candidato. Pese a las protestas de la Orden Teutónica, Johann Ernst Bühren es proclamado, tal como exigía, duque de Curlandia. Desde San Petersburgo administrará a distancia esta provincia rusa. Además, recibe de Carlos VI, emperador de Alemania, el título de conde del Sacro Imperio y es nombrado caballero de San Alejandro y de San Alejo. No hay dignidad ni privilegio principesco a los que no aspire. Todo el que quiere ganar un pleito en Rusia, se trate del asunto que se trate, debe acudir a él. Todo cortesano considera un honor y una suerte ser admitido por la mañana en el dormitorio de la emperatriz. Al cruzar el umbral, el visitante encuentra en la cama a Su Majestad en camisón y, tendido a su lado, al inevitable Bühren. El protocolo exige que el recién llegado, aunque sea gran mariscal de la corte, bese la mano que la soberana le tiende por encima de las sábanas. Los hay que, a fin de asegurarse la protección del favorito, aprovechan la ocasión para besarle la mano a él con la misma deferencia. Tampoco es raro que algunos aduladores lleven la cortesía al extremo de besar el pie desnudo de Su Majestad. En las inmediaciones de los aposentos imperiales, se cuenta que un tal Alexéi Miliutin, un simple alimentador de estufas (istopnik), al entrar por la mañana en la habitación de Ana Ivánovna se impone el deber de rozar devotamente con los labios los pies de la zarina, antes de hacer lo mismo con los de su compañero. En recompensa por este homenaje diariamente repetido, el istopnik recibe un título de nobleza. Sin embargo, para conservar una huella de sus orígenes, se le obliga a hacer figurar en el blasón unos viushki, las llaves de tiro utilizadas en las chimeneas de Rusia. [27]