Esa noche, al acostarse con Bühren en su habitación bien caldeada, Ana Ivánovna apreció todavía más la blandura de su cama y la tibieza de sus sábanas. ¿Pensó siquiera en la fea calmuca y el dócil Golitsin, a los que había condenado, por capricho, a protagonizar esa siniestra comedia y que quizás estaban muriéndose de frío en su prisión traslúcida? En cualquier caso, si un vago remordimiento le pasó por la mente, debió de apartarlo enseguida diciéndose que se trataba de una farsa totalmente inocente entre las muchas que le están permitidas a una soberana por derecho divino.
Milagrosamente, a decir de algunos de sus contemporáneos, el bufón señorial y su horrorosa compañera superaron aquella prueba de congelación nupcial con un buen resfriado y unas cuantas moraduras. Incluso lograron, según algunos, que durante el reinado siguiente se les permitiera trasladarse al extranjero, donde al parecer la calmuca murió tras haber dado a luz a dos hijos. En cuanto a Mijaíl Golitsin, en absoluto desanimado por esta aventura matrimonial a baja temperatura, parece ser que se casó de nuevo y vivió, sin más desengaños, hasta una edad muy avanzada. Lo cual llevó a afirmar a ciertos monárquicos inveterados que en Rusia, en aquella época lejana, las peores atrocidades cometidas en nombre de la autocracia no podían sino ser beneficiosas.
Pese a la indiferencia manifestada por Ana Ivánovna hacia los asuntos públicos, en ocasiones Bühren se ve obligado a hacerla participar en decisiones importantes. A fin de preservarla mejor de las molestias que el ejercicio del poder lleva aparejadas, le ha sugerido crear una cancillería secreta encargada de vigilar a sus súbditos. Un ejército de espías, pagado por el Tesoro público, se despliega a través del territorio ruso. La delación florece por doquier como bajo los efectos de un rocío vivificador. Los soplones que desean expresarse de viva voz tienen que entrar en el palacio imperial por una puerta secreta y son recibidos por Bühren en persona en las oficinas de la cancillería. Su odio innato hacia la vieja aristocracia rusa le incita a creer en la palabra de todos los que denuncian los crímenes de uno de los miembros de esa casta. Cuanto más elevada es la posición que ocupa el culpable, más se complace el favorito en precipitar su caída. Durante su reinado, las cámaras de tortura raramente permanecen vacías, y no pasa semana en que no firme órdenes de exilio a Siberia o de destierro de por vida a alguna lejana provincia. En el departamento administrativo especializado de la Sylka (la Deportación), los empleados, desbordados por el aflujo de expedientes, a menudo envían a los acusados al otro extremo del mundo sin tener tiempo de comprobar no sólo su culpabilidad, sino ni siquiera su identidad. Para prevenir las protestas contra este rigor ciego de las autoridades judiciales, Bühren crea un nuevo regimiento de la Guardia, el Ismailovski, cuyo mando no entrega a un militar ruso (en las altas instancias se desconfía de ellos), sino a un noble báltico, Carlos Gustavo Loewenwolde, el hermano del gran maestro de la corte, Reinhold Loewenwolde. Esta unidad de elite se suma a los regimientos Semionovski y Preobrazhenski, a fin de completar las fuerzas destinadas al mantenimiento del orden imperial. La consigna es simple: hay que impedir que todo cuanto se mueve en el interior del país esté en condiciones de resultar peligroso. Los dignatarios más ilustres son, por su propia notoriedad, los más sospechosos para los esbirros de la cancillería. Casi se les reprocha no tener algún antepasado alemán o báltico en su linaje.
Divididos entre el miedo y la indignación, los súbditos de Ana Ivánovna culpan a Bühren, por supuesto, de ser el responsable de todos sus males, pero en el fondo apuntan a la zarina. Los más audaces se atreven a comentar entre ellos que una mujer es congénitamente incapaz de gobernar un imperio y que la maldición inherente a su sexo se ha transmitido a la nación rusa, culpable de haberle confiado imprudentemente su destino. Algunos observadores altivos le imputan hasta los errores en la política internacional, cuando el principal responsable de ellos es Ósterman. Este personaje de poca envergadura y ambición desmesurada no tiene ningún empacho en considerarse un genio diplomático. Sus iniciativas en este terreno cuestan caras y apenas reportan nada. Para complacer a Austria, intervino en Polonia, causando un gran malestar en Francia, que apoyaba a Estanislao Leszczynski. Después, tras la coronación de Augusto III, le pareció útil jurar que no desmembraría el país, una promesa que no había engañado a nadie ni le había granjeado ninguna gratitud. Además, contando con la ayuda de Austria -que, como de costumbre, acabó por escabullirse-, entró en guerra contra Turquía. Pese a una serie de éxitos obtenidos por Münnich, las pérdidas fueron tan grandes que Ósterman tuvo que resignarse a firmar la paz. En el congreso de Belgrado, en 1739, incluso solicitó la mediación de Francia intentando sobornar al enviado de Versalles, pero el resultado que obtuvo fue irrisorio: el mantenimiento de los derechos de Rusia sobre Azov, con la condición de no fortificar la plaza, y la concesión de unos arpendes de estepa entre el Dniéper y el Bug meridional. A cambio, Rusia prometió derribar las fortificaciones de Taganrog y renunciar a mantener barcos de guerra y comerciales en el mar Negro, quedando reservada la libre navegación por esas aguas a la flota turca. La única conquista territorial que se registra en Rusia durante el reinado de Ana es la anexión efectiva de Ucrania, situada bajo control ruso en 1734.
Mientras que, en el plano internacional, Rusia pasa por ser una nación debilitada y desorientada, en el interior del país surgen, aquí y allá, absurdos aspirantes al trono. Este fenómeno no es nuevo en el imperio. Desde los falsos Demetrios que aparecieron al morir Iván el Terrible, la obsesión con la resurrección milagrosa de un zarevich se ha convertido en una enfermedad endémica y, por así decirlo, nacional. No obstante, esas convulsiones en la opinión pública, por despreciables que sean, empiezan a importunar a Ana Ivánovna. Instigada por Bühren, ve en ellas una amenaza cada vez más precisa para su legitimidad. Teme por encima de todo que su prima Isabel Petrovna adquiera de nuevo popularidad en el país, dado que es la única hija viva de Pedro el Grande. ¿No utilizará la nobleza los argumentos falaces que estuvieron a punto de comprometer su propia coronación? Además, la belleza y la gracia natural de su rival le resultan insoportables. No le ha bastado alejar a la zarevna del palacio, con la esperanza de que tanto en la corte como fuera de ella acabarían por olvidar la existencia de esa aguafiestas. Como medida de precaución contra toda tentativa de transferir el poder a otro linaje, incluso tuvo la idea, en 1731, de llevar a cabo una modificación autoritaria de los derechos familiares en la casa de los Románov. Al no haber tenido hijos y estar tan preocupada por el futuro de la monarquía, adoptó a su joven sobrina, hija única de su hermana mayor, Catalina Ivánovna, y de Carlos Leopoldo, príncipe de Mecklemburgo. Deprisa y corriendo la pequeña princesa fue trasladada a Rusia. La niña sólo tenía trece años en la época de su adopción. De confesión luterana, fue bautizada según el rito ortodoxo, cambió el nombre de Isabel por el de Ana Leopóldovna y se convirtió, junto a su tía Ana Ivánovna, en el segundo personaje del imperio. En estos momentos es una adolescente rubia e insulsa, de mirada apagada pero con bastante ingenio para mantener una conversación, siempre y cuando el tema no sea demasiado serio. En cuanto cumple los diecinueve años, su tía, la zarina, que tiene buen ojo para valorar los recursos físicos y morales de una mujer, decreta que está totalmente preparada para el matrimonio. Así pues, se apresura a buscarle un novio.