Pese a los dolores, la zarina todavía conserva cierta lucidez. Bühren aprovecha la circunstancia para pedir un último favor: ser nombrado regente del imperio hasta la mayoría de edad del niño, al que se acaba de proclamar heredero del trono mediante un manifiesto. Nada más ser formulada, la pretensión del favorito provoca la indignación de los demás consejeros de la emperatriz moribunda: Loewenwolde, Ósterman y Münnich. Cherkaski y Bestújiev no tardan en sumarse a la conspiración palaciega de aquéllos y tras horas de discusiones secretas llegan a la conclusión de que el peligro más grave que los acecha no lo encarna, ni mucho menos, su compatriota Bühren, sino la camarilla de los aristócratas rusos, quienes siguen sin digerir que se les haya apartado del trono. A fin de cuentas, ante el peligro que representaría que algún paladín de la antigua nobleza nacional tomara el poder, el clan alemán estima preferible apoyar la propuesta de su querido y viejo cómplice Bühren. Así, en un abrir y cerrar de ojos, estos cinco «hombres de confianza», tres de los cuales son de origen germano y los otros dos están vinculados a cortes extranjeras, deciden dejar el destino del imperio en manos de un personaje que nunca se ha preocupado de las tradiciones de Rusia y ni siquiera se ha molestado en aprender la lengua del país que pretende gobernar. Una vez tomada su resolución, informan de ella a Bühren, que en ningún momento la había puesto en duda. Ahora, todos, reconciliados en torno a un interés común, concentran sus esfuerzos en convencer a la emperatriz. Ésta, que ya no se levanta de la cama, lucha contra los accesos de dolor y de delirio. Apenas oye a Bühren cuando intenta explicarle lo que se espera de ella: una simple firma en la parte inferior de un papel. Como parece demasiado exhausta para contestarle, él le mete el documento debajo de la almohada. Sorprendida por este gesto, la zarina le pregunta en un susurro: «¿Necesitas eso?» Acto seguido vuelve la cabeza y se niega a seguir hablando.
Unos días más tarde, Bestújiev redacta otro documento en el que el Senado y la Generalidad suplican a Su Majestad que confíe la regencia a Bühren, a fin de garantizar la tranquilidad del imperio «en toda circunstancia». La enferma deja de nuevo el papel bajo la almohada, sin dignarse rubricarlo y ni tan siquiera leerlo. Bühren y los «suyos» están consternados por esta inercia que podría ser definitiva. ¿Habrá que recurrir de nuevo a la falsificación para salir del paso? La experiencia de enero de 1730, a la muerte del joven zar Pedro II, no fue nada convincente. Dada la malevolencia de la nobleza, sería peligroso repetir ese juego cada vez que se produce un cambio de reinado.
Sin embargo, el 16 de octubre de 1740 se perfila una mejoría en el estado de la zarina. Ana Ivánovna convoca a su favorito y, con mano trémula, le tiende el documento firmado. Bühren respira aliviado, y con él, todos los del grupito que ha obtenido una victoria in extremis. Los partidarios del nuevo regente esperan que éste les retribuya pronto la ayuda que, de forma más o menos espontánea, le han prestado. Mientras Su Majestad agoniza, todos cuentan los días y calculan los próximos beneficios. Ana Ivánovna ha llamado a un sacerdote. Ya se recita a su lado la plegaria de los moribundos. Acunada por las oraciones, dirige a su alrededor una mirada de desamparo, reconoce entre los presentes, en una nebulosa, la alta silueta de Münnich, le sonríe como si implorara su protección para quien la sustituya en el trono de Rusia y murmura: «Adiós, mariscal de campo.» Un rato más tarde, añade: «Adiós a todos.» Son sus últimas palabras. El 28 de octubre de 1740, entra en coma.
Cuando se anuncia su muerte, Rusia despierta de una pesadilla, pero en el entorno de palacio se cree que es para abismarse en otra todavía peor. Según la opinión unánime, con un zar de nueve meses y un regente de origen alemán que habla en ruso a regañadientes y cuya principal preocupación es aniquilar a las familias más nobles del país, el imperio se precipita hacia la catástrofe.
Al día siguiente de la muerte de Ana Ivánovna, Bühren se convierte en regente por la gracia de la difunta, con un bebé como símbolo y garantía viva de sus derechos. Inmediatamente se dedica a despejar el terreno a su alrededor. A su entender, la primera medida que se impone es alejar a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico, los padres del pequeño Iván. Si los enviara lejos de la capital o, por qué no, al extranjero, tendría las manos libres hasta la mayoría de edad del imperial mocoso. El barón Axel de Mardefeld, ministro de Prusia en San Petersburgo, analizando el nuevo aspecto político de Rusia, resume así su opinión sobre el futuro del país en un despacho a su soberano, Federico II: «Diecisiete años de despotismo [la duración legal de la minoría de edad del zar] y un niño de nueve meses que puede morir oportunamente para ceder el trono al regente.» [32]
La carta de Mardefeld es del 29 de octubre de 1740, el día siguiente al de la muerte de la zarina. Menos de una semana después, los acontecimientos se precipitan en un sentido que el diplomático no había previsto. Aunque el pomposo traslado al palacio de Invierno del futuro Iván VI, todavía en pañales, haya dado lugar a una solemne ceremonia tras la que han prestado juramento, con besamanos al regente, todos los cortesanos, los enemigos de éste no han claudicado. Mientras que, en palabras del nuevo ministro inglés en San Petersburgo, Edward Finch, el cambio de reinado «arma menos revuelo en Rusia que el cambio de la Guardia en Hyde Park», el mariscal de campo Münnich pone sobre aviso a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico de los tortuosos tejemanejes de Bühren, quien al parecer tiene intención de apartarlos a ambos para mantenerse en el poder. Pese a haber sido aliado del regente en un pasado muy reciente, Münnich declara sentirse moralmente obligado a impedir que cause mayores perjuicios a los derechos legítimos de la familia. Según él, el ex favorito de la difunta emperatriz Ana Ivánovna cuenta, para llevar a cabo el inminente golpe de Estado, con el regimiento Ismailovski y el de la Guardia montada, el primero capitaneado por su hermano Gustavo y el segundo por su hijo. Sin embargo, el regimiento Preobrazhenski es totalmente adicto al mariscal de campo y, llegado el momento, esta unidad de elite estaría dispuesta a actuar contra el ambicioso Bühren. «Si Vuestra Alteza quisiera -dice Münnich a la princesa-, en una hora yo la libraría de ese hombre nefasto.» [33]
Pero Ana Leopóldovna no es de naturaleza audaz. Asustada ante la idea de enfrentarse a un hombre tan poderoso y retorcido como Bühren, al principio se inhibe. No obstante, tras consultar a su marido, muda de parecer y, temblando, decide jugarse el todo por el todo. En la noche del 8 al 9 de noviembre de 1740, un centenar de granaderos y tres oficiales del regimiento Preobrazhenski, enviados por Münnich, irrumpen en el dormitorio de Bühren, lo sacan de la cama pese a sus peticiones de auxilio, lo golpean con la culata de los fusiles, se lo llevan medio desvanecido y lo meten en un carruaje cerrado. Al amanecer, es conducido a la fortaleza de Schlüsselburg, en el lago Ladoga, donde lo flagelan metódicamente. Como es preciso concretar una falta para encarcelarlo, se le acusa de haber precipitado la muerte de la emperatriz Ana Ivánovna por incitarla a montar a caballo haciendo mal tiempo. Otros crímenes, añadidos a éste en el momento oportuno, le valen ser condenado a muerte el 8 de abril de 1741. Previamente debe ser descuartizado. Con todo, enseguida se le conmuta la pena por el exilio a perpetuidad en un pueblo perdido de Siberia. Al mismo tiempo se proclama regente a Ana Leopóldovna, que, para celebrar el final feliz de este período de intrigas, usurpaciones y traiciones, levanta la prohibición dictada por el gobierno anterior según la cual los soldados y los suboficiales no podían frecuentar las tabernas. Esta primera medida liberal es acogida con una explosión de alegría en los cuarteles y los despachos de bebidas. Todos quieren ver en ella el anuncio de una clemencia generalizada. Se bendice por doquier el nombre de la nueva regente y, de rebote, el del hombre que acaba de auparla al poder. Tan sólo las mentes malintencionadas señalan que al reinado de Bühren ha sucedido el reinado de Münnich. Un alemán echa a otro sin preocuparse de la tradición moscovita. ¿Durante cuánto tiempo el imperio tendrá que seguir buscando un señor más allá de las fronteras? ¿Y por qué es siempre una persona del sexo débil la que ocupa el trono? ¿No tiene otra salida Rusia que ser gobernada por una emperatriz, con un alemán a la espalda que la dirige a su antojo? Si para un país es triste asfixiarse bajo las faldas de una mujer, ¿qué decir cuando esa mujer se pone a disposición de un extranjero? Los más pesimistas consideran que, mientras los verdaderos hombres y los verdaderos rusos no reaccionen contra el reinado de las soberanas enamoradas y de los favoritos germanos, una doble calamidad amenazará Rusia. Para estos profetas funestos, el matriarcado y el dominio prusiano son los dos aspectos de la maldición que aflige a la patria desde la desaparición de Pedro el Grande.