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Capítulo seis

Una Ana echa a otra

Completamente aturdida aún por lo repentino de su acceso al poder, Ana Leopóldovna se alegra menos de este triunfo político que del regreso a San Petersburgo de su último amante, el hombre al que la zarina creyó oportuno alejar para obligarla a casarse con el insulso Antonio Ulrico. Nada más aparecer los primeros indicios de calma, el conde de Lynar ha retornado, dispuesto a las más apasionadas aventuras. Cuando ella lo ve de nuevo, su encanto vuelve a seducirla al instante. Durante los meses que ha estado ausente, el conde no ha cambiado. A sus cuarenta años, apenas aparenta treinta. Alto y esbelto, de tez clara y mirada centelleante, sólo viste prendas de colores claros -azul celeste, albaricoque o lila-, se baña en perfumes franceses y utiliza crema para conservar la suavidad de sus manos. Se dice de él que es un Adonis en la plenitud de la vida o un Narciso que ha olvidado envejecer. No cabe duda de que Ana Leopóldovna lo acogió de inmediato en su lecho; no cabe duda tampoco de que Antonio Ulrico aceptó sin rechistar la situación. En la corte, a nadie le sorprende este triángulo amoroso cuya formación era previsible. Por lo demás, los observadores rusos y extranjeros señalan que la pasión renovada de la regente por Lynar no excluye en absoluto la admiración que sintió, y sigue sintiendo, por su gran amiga Julia Mengden. El hecho de que sea capaz de apreciar tanto el placer clásico de las relaciones de una mujer con un hombre, como el equívoco sabor de las relaciones con una pareja de su sexo, en opinión de los libertinos habla a su favor, pues semejante eclecticismo demuestra a la vez la amplitud de sus ideas y la generosidad de su temperamento.

Indolente y soñadora, Ana Leopóldovna pasa largas horas en la cama, se levanta tarde, gusta de permanecer en sus aposentos en camisón y sin apenas peinarse, lee novelas que deja a medias, se santigua veinte veces ante los numerosos iconos con que ha decorado, con un celo de conversa, las paredes, y se empeña en considerar que el amor y la diversión son las únicas razones de ser de una mujer de su edad.

Esta conducta frívola no desagrada a los que la rodean, ya se trate de su esposo o de sus ministros. Resulta muy fácil el trato con una regente más preocupada por lo que sucede en su alcoba que en su Estado. De vez en cuando, Antonio Ulrico interpreta el papel de marido herido en su vanidad masculina, pero sus accesos de cólera son tan artificiales y breves que Ana Leopóldovna se limita a reírse. Estas falsas escenas conyugales incluso la incitan a llevar una conducta más disipada para hacer rabiar a su esposo. Lynar, por su parte, sin dejar de dispensarle atenciones, se deja influir por las reconvenciones del marqués de Botta, embajador de Austria en San Petersburgo. En opinión de este diplomático, astuto especialista en asuntos del corazón y de la corte, el amante de la regente haría mal en continuar manteniendo una relación adúltera que amenaza con granjearle la desaprobación de algunas importantes personalidades rusas y de su propio gobierno en Sajonia. Con cinismo y sentido de la oportunidad, Botta le sugiere una solución que satisfaría a todo el mundo. Puesto que es viudo, libre y posee un físico agradable, ¿por qué no pide la mano de Julia Mengden, la bienamada de Ana Leopóldovna? Contentando a una y a otra, a la primera legítimamente y a la segunda de forma clandestina, las haría felices a las dos y nadie podría acusarle de inducir a la regente al pecado. Lynar, atraído por el plan, promete pensar en ello. Lo que lo anima a aceptar es que, contrariamente a lo que hubiera podido temer, Ana Leopóldovna, al ser consultada al respecto, no ve ningún inconveniente en esta encantadora combinación. Incluso le parece que, convirtiéndose en la esposa de Lynar, Julia Mengden reforzaría la unión amorosa de esos tres seres que Dios, en su sutil previsión, ha querido que sean inseparables.

No obstante, la puesta en práctica del arreglo se retrasa para permitir a Lynar ir a Alemania, con objeto de resolver unos asuntos familiares que no permiten dilación alguna. En realidad, lleva en su equipaje un lote de piedras preciosas, cuya venta le servirá para constituir un «tesoro de guerra» en caso de que a la regente se le ocurra hacerse proclamar emperatriz. Durante su ausencia, Ana Leopóldovna intercambia con él una correspondencia en clave, en la que se juran amor recíproco y determinan el papel de la futura condesa de Lynar en el triángulo. En las cartas de la regente, redactadas por un secretario, aparecen sobre cada línea anotaciones cifradas. Éstas, reproducidas aquí en cursiva, revelan el verdadero sentido del mensaje: «En lo que se refiere a Julieta [Julia Mengden], ¿cómo podéis dudar de su [de mi] amor y de su [de mi] ternura después de todas las pruebas que os he dado de ellos? Si la amáis [me amáis], dejad de hacerle semejantes reproches a poco que tengáis en estima su [mi] salud. […] Comunicadme cuándo regresaréis y estad convencido de que soy vuestra afectísima [os beso y sigo siendo totalmente vuestra] Ana.» [34]

Separada de Lynar, a Ana Leopóldovna le resulta cada vez más difícil soportar los reproches de su marido. No obstante, como necesita ser reconfortada en su soledad, acepta que de vez en cuando la visite en su cama. Pero se trata de un ínterin con el que Antonio Ulrico tendrá que conformarse hasta el regreso del auténtico poseedor del título. El ministro de Prusia, Axel de Mardefeld, observador de las costumbres de la corte rusa, escribe el 17 de octubre de 1741 a su soberano: «[La regente] le ha hecho cargar [a su marido, Antonio Ulrico] con el fardo de los asuntos públicos para dedicarse con más tranquilidad a sus entretenimientos, lo que en cierto modo lo ha convertido en alguien necesario. Está por ver si lo utilizará del mismo modo cuando tenga un favorito declarado. En el fondo, no lo ama; por eso no le ha permitido acostarse con ella hasta que Narciso [Lynar] se ha marchado.» [35]

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[34] Carta del 13 de octubre de 1741, publicada por Soloviov en Historia de Rusia y reproducida por K. Waliszewski, op. cit.

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[35] Véase K. Waliszewski, ibíd.