Mientras Ana Leopóldovna se debate en este embrollo sentimental, los hombres que la rodean sólo piensan en la política. Tras la caída de Bühren, Münnich ha sido nombrado primer ministro y ha recibido una recompensa de ciento setenta mil rublos por los servicios prestados. Además, se le ha concedido el rango de segundo personaje masculino del imperio detrás de Antonio Ulrico, padre del zar niño. Tal alud de distinciones acaba por disgustar a Antonio Ulrico. Le parece que su mujer exagera en sus manifestaciones de gratitud hacia un servidor del Estado, muy eficiente, en efecto, pero de baja condición. Otras personalidades, cuya susceptibilidad ha sido herida durante el reparto de las prebendas, se suman a él en esta crítica. Entre los que se consideran lesionados por el poder, figuran Loewenwolde, Ósterman y Mijaíl Golovkin. Se quejan de que se los trata como subordinados, cuando la regente y su marido les deben mucho. Y el responsable de esta frustración es, evidentemente, el todopoderoso Münnich. Un buen día, el mariscal de campo, víctima de una súbita indisposición, se ve obligado a guardar cama. Aprovechando esta enfermedad inesperada, Ósterman se apresura a suplir a su principal enemigo, a apropiarse de sus informes y a dictar órdenes en su lugar. En cuanto se restablece, Münnich se dispone a tomar de nuevo las riendas de los asuntos públicos, pero ya es demasiado tarde. Ósterman ha ocupado su puesto y no cede. En cuanto a Ana Leopóldovna, piensa, aconsejada por Julia Mengden, que ha llegado el momento de reivindicar todos sus derechos, con Ósterman respaldándola como un protector tutelar. Para impulsar el intento de «sanear la monarquía», este último sugiere buscar apoyos e incluso subsidios más allá de las fronteras. Desde San Petersburgo se entablan confusas negociaciones con Inglaterra, Austria y Sajonia, buscando alianzas sin futuro. Pero es preciso rendirse a la evidencia: en las cancillerías europeas, nadie cree ya en esa Rusia arrastrada por corrientes contrarias. No hay capitán a bordo. Incluso en Constantinopla, una colusión imprevista entre Francia y Turquía hace temer el recrudecimiento de veleidades belicosas.
Los altos oficiales del ejército, pese a que se les mantiene al margen de la evolución de la política exterior, sufren por el triste papel, e incluso la humillación, de su patria en las confrontaciones internacionales. Las insolencias y los caprichos del conde de Lynar, que desde su matrimonio con Julia Mengden, tramado en las antecámaras de palacio, cree que todo le está permitido, acaban con la poca simpatía que la regente seguía despertando en el pueblo y en la nobleza media. Los gvardeitsi (los hombres de la Guardia imperial) le reprochan su desdén por el estado militar y a sus súbditos más humildes les sorprende que no se la vea nunca pasear libremente por la ciudad, como hacían otras zarinas. Se dice que desprecia tanto los cuarteles como la calle y que sólo se encuentra cómoda en los salones. Se dice también que sus ansias de placer son tales que no lleva prendas abotonadas salvo en las recepciones, a fin de poder quitárselas más deprisa cuando se reúne con su amante en su habitación. En cambio, su tía Isabel Petrovna, aunque pasa la mayor parte del tiempo confinada en una especie de exilio medio deseado y medio impuesto lejos de la capital, disfruta con las relaciones humanas simples y directas e incluso busca el contacto con la multitud. Aprovechando sus escasas visitas a San Petersburgo, esta auténtica hija de Pedro el Grande se muestra gustosa en público, circula a caballo o en coche descubierto por la ciudad y responde con un gracioso gesto de la mano y una sonrisa angelical a los curiosos que la aclaman. Su actitud es tan natural que, al verla pasar, todo el mundo se cree autorizado a manifestarle sus alegrías o sus penas, como si fuese una hermana de la caridad. Se cuenta que, en una ocasión, unos soldados de permiso no vacilaron en subirse a los patines de su trineo para decirle un piropo al oído. Entre ellos la llaman mátushka, «madrecita». Ella lo sabe y se siente tan orgullosa como si se tratara de un título de nobleza suplementario.
Uno de los primeros en haber detectado el ascendiente de la zarevna sobre la gente humilde y la discreta aristocracia media ha sido el embajador de Francia, el marqués de La Chétardie. Enseguida se ha dado cuenta de los beneficios que podría obtener, para su país y para él mismo, si se ganara la confianza, e incluso la amistad, de Isabel Petrovna. En esta empresa de seducción diplomática le ayuda el médico titular de la princesa, el hannoveriano de origen francés Armand Lestocq, cuyos antepasados se instalaron en Alemania tras la revocación del edicto de Nantes. Este hombre de unos cincuenta años, diestro en su arte y de una total amoralidad en su conducta privada, conoció a Isabel Petrovna cuando ésta todavía no era más que una chiquilla sin notoriedad alguna, coqueta y sensual. El marqués de La Chétardie recurre con frecuencia a él para tratar de comprender los cambios de humor de la zarevna y los meandros de la opinión pública rusa. Lo que se deduce de las palabras de Lestocq es que, contrariamente a las mujeres que hasta el momento han estado a la cabeza del país, ésta se siente muy atraída por Francia. Isabel aprendió francés e incluso «bailó el minué» en su infancia. Aunque lee muy poco, aprecia el espíritu de esa nación que tiene fama de ser a la vez valerosa, frívola y dada a criticar sin piedad al poder establecido. Probablemente no puede olvidar que en su primera juventud estuvo prometida a Luis XV, antes de estarlo, sin más éxito, al príncipe obispo de Lübeck y finalmente a Pedro II, prematuramente fallecido. Por encima de las múltiples decepciones amorosas que ha sufrido, el espejismo de Versalles continúa deslumbrándola. Los que admiran su gracia y su petulancia afirman que, pese a rondar la treintena y a la opulencia de sus formas, «excita a los hombres», que siempre está «en danza» y que, en cuanto aparece, uno se siente como envuelto en una música francesa. El agente sajón Lefort escribe, con una mezcla de aprecio y de provocación: «Parecía que hubiese nacido para Francia, pues sólo gustaba del relumbrón.» [36] Por su parte, el embajador inglés Edward Finch, aun reconociéndole mucha vivacidad a la zarevna, considera que está «demasiado gorda para conspirar». [37] Con todo, la inclinación de Isabel Petrovna hacia los refinamientos de la moda y la cultura francesas no le impide saborear la rusticidad rusa en lo tocante a los placeres nocturnos. Antes incluso de ocupar una posición oficial en la corte de su sobrina, ha escogido como amante a un campesino de la Pequeña Rusia que ocupa el puesto de chantre en el coro de la capilla de palacio: Alexéi Razumovski. La voz profunda, el aspecto atlético y la ruda exigencia de este compañero resultan tanto más apreciables en el dormitorio cuanto que suceden a las atenciones y las zalamerías de los salones. Ávida a la vez de simples satisfacciones carnales y de elegantes amaneramientos, la princesa obedece a su verdadera naturaleza asumiendo esta contradicción. Alexéi Razumovski es un hombre sencillo que tiene debilidad por la bebida, se emborracha con frecuencia y, cuando ha ingerido su dosis, levanta la voz, profiere palabras groseras y vuelca algún que otro mueble, mientras su amante se asusta un poco y se divierte mucho ante el espectáculo de su vulgaridad. Los puntillosos consejeros admitidos en el círculo íntimo de la zarevna, al tanto de este «emparejamiento desigual», le recomiendan prudencia o, al menos, discreción, a fin de evitar un escándalo que la salpicaría. Sin embargo, los dos Shuválov, Alexandr e Iván, el chambelán Mijaíl Voróntsov y la mayoría de los partidarios de Isabel deben convenir en que, en los cuarteles y en la calle, los rumores de esta relación de la hija de Pedro el Grande con un hombre del pueblo se comentan con indulgencia e incluso con afecto, como si «los de abajo» le estuvieran agradecida por no despreciar a uno de los suyos.