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Al mismo tiempo, en palacio, la facción francófila cierra filas en torno a Isabel. Esto es suficiente para despertar las sospechas de Ósterman, que, en su calidad de paladín declarado de la causa germana en Rusia, no puede tolerar el menor obstáculo a su acción. Cuando el embajador británico Edward Finch le pide su opinión sobre las ostensibles preferencias de la princesa en materia de política exterior, contesta con irritación que, si continúa observando una «conducta equívoca, la encerrarán en un convento». En un despacho en el que relata esta conversación, el inglés comenta irónicamente: «Podría ser una medida peligrosa, pues no tiene nada de monja y es enormemente popular.» [38]

Y no se equivoca. En los regimientos de la Guardia, el descontento aumenta de día en día. Los hombres se preguntan en secreto a qué esperan en palacio para expulsar a todos esos alemanes que mandan a los rusos. Desde el último de los gvardeitsi hasta el oficial de más alto rango, todos denuncian la injusticia que se ha cometido con la hija de Pedro el Grande, la única heredera de la sangre y del pensamiento de los Románov, al privarla de la corona. Hay quienes se atreven a insinuar que la regente, su marido Antonio Ulrico y su bebé zar son unos usurpadores. Los comparan con la luminosa bondad de la mátushka Isabel Petrovna, que es «la chispa de Pedro el Grande». Ya comienzan a oírse voces sediciosas en los suburbios. En un cuartel, tras una revista agotadora e inútil, unos soldados murmuran: «¿Es que no habrá nadie que nos ordene empuñar las armas a favor de la mátushka[39]

Pese a la abundancia de estas manifestaciones espontáneas, el marqués de La Chétardie todavía no se atreve a prometer el apoyo moral de Francia a un golpe de Estado. Sin embargo, Lestocq, respaldado por Schwartz, un ex capitán alemán actualmente al servicio de Rusia, decide que ha llegado el momento de incorporar el ejército al complot. Al mismo tiempo, el ministro de Suecia, Nolken, informa a La Chétardie de que su gobierno ha puesto a su disposición un crédito de cien mil escudos para favorecer, «según las circunstancias», bien la consolidación del poder de Ana Leopóldovna o bien los designios de la zarevna Isabel Petrovna. Se le da libertad para escoger. Incómodo por tener que tomar una decisión que supera sus competencias, Nolken recurre a su colega francés en busca de consejo. El prudente La Chétardie está aterrorizado por semejante responsabilidad y, sintiéndose también incapaz de cortar por lo sano, se limita a dar una respuesta evasiva. En éstas, París lo apremia a secundar el punto de vista de Suecia y auspiciar, bajo mano, la causa de Isabel Petrovna.

Esta vez es Isabel quien, tras ser puesta al corriente de este apoyo inesperado, vacila. En el momento de dar el paso, se imagina denunciada, encarcelada, con la cabeza rapada y acabando sus días en una soledad peor que la muerte. La Chétardie comparte una inquietud similar por sí mismo y confiesa que ya no pega ojo por la noche y que, en cuanto oye el menor ruido insólito, se «acerca a la ventana, creyendo [se] perdido». [40] Además, a raíz de un presunto mal paso diplomático, en los últimos días ha sufrido la cólera de Ósterman y se le ha rogado que no vuelva a poner los pies en la corte hasta nueva orden. Refugiado en la villa que ha alquilado a las puertas de la capital, no se siente seguro en ninguna parte y recibe en secreto a los emisarios de Isabel, preferentemente al amparo de las primeras sombras del crepúsculo. Cree que se le ha excomulgado políticamente de forma definitiva, pero, tras un período de penitencia, Ósterman le autoriza a presentar sus cartas credenciales con la condición de que las deposite en persona entre las manos del bebé zar. El embajador aprovecha que se le admite de nuevo en el palacio de Verano para encontrarse con Isabel Petrovna y susurrarle, en un aparte, que en Francia tienen grandes planes para ella. La zarevna, serena y sonriente, contesta: «En mi condición de hija de Pedro el Grande, creo permanecer fiel a la memoria de mi padre confiando en la amistad de Francia y pidiéndole su apoyo para hacer valer mis justos derechos.» [41]

La Chétardie se guarda mucho de divulgar estas palabras subversivas, pero en el entorno de la regente se extiende el rumor de que se prepara una conjura. Inmediatamente, un celo vengativo inflama el ánimo de los partidarios de Ana Leopóldovna. Antonio Ulrico, en calidad de marido, y el conde de Lynar, en calidad de favorito, la previenen, cada uno por su lado, del peligro que corre. Insisten en que refuerce la vigilancia en las puertas de la morada imperial y ordene detener en el acto al embajador de Francia. Ella, impávida, califica esos rumores de pamplinas y se niega a adoptar una medida desproporcionada para acallarlos. En tanto que Ana desconfía de los partes de sus informadores, su gran rival, Isabel, advertida de las sospechas que despierta su empresa, se asusta y suplica a La Chétardie que aumente las precauciones. Mientras él quema legajos de documentos comprometedores, ella, por prudencia, se marcha de la capital y se reúne con algunos de los conspiradores en villas de amigos cercanas a Peterhof. El 13 de agosto de 1741, Rusia ha entrado en guerra con Suecia. Si bien los diplomáticos conocen las oscuras razones de este conflicto, el pueblo las ignora. Lo único que se sabe en los medios rurales es que, por motivos muy confusos de prestigio nacional, de fronteras y de sucesión, miles de hombres van a caer lejos de su casa bajo los disparos del enemigo. Sin embargo, por el momento no se ha hecho participar a la Guardia imperial en el asunto. Eso es lo esencial.

A fines del mes de noviembre de 1741, Isabel se da cuenta, con pesar, de que una conspiración tan arriesgada como la suya no puede salir adelante sin un sólido apoyo financiero y pide ayuda a La Chétardie. Éste se rasca los bolsillos y luego solicita a la corte de Francia un adelanto suplementario de quince mil ducados. En vista de que el gobierno francés persiste en hacer oídos sordos, Lestocq apremia a La Chétardie para que actúe cueste lo que cueste, sin esperar a que París o Versalles le den permiso. Exhortado, espoleado, enardecido por Lestocq, el embajador se presenta ante la zarevna y, pintándole deliberadamente el panorama más negro de lo que está en realidad, le dice que, según sus últimas informaciones, la regente se dispone a encerrarla en un convento. Lestocq, que lo acompaña, confirma sin pestañear que la orden puede ser dada de la noche a la mañana. Precisamente esta posibilidad es la pesadilla constante de Isabel. Para convencerla del todo, Lestocq, que tiene buena mano con la pluma, coge una hoja de papel y traza dos dibujos: uno representa a una soberana subiendo al trono entre las aclamaciones del pueblo, y el otro a la misma mujer tomando los hábitos y dirigiéndose, con la cabeza gacha, a un convento. Colocando los bocetos ante los ojos de Isabel Petrovna, ordena en un tono a la vez perentorio y burlón:

– ¡Escoged, señora!

– Muy bien -contesta la zarevna-, sed vos juez de la situación. [42]

Lo que no dice, pero se trasluce en su mirada, es que el terror la domina. Sin preocuparse de su palidez y su nerviosismo, Lestocq y La Chétardie hacen una lista detallada de los adversarios que hay que arrestar y proscribir inmediatamente después de la victoria. La lista negra la encabeza, evidentemente, Ósterman; pero también figuran Ernst Münnich, hijo del mariscal de campo, el barón Mengden, padre de la Julieta tan querida por la regente, el conde Golovkin, Loewenwolde y algunos comparsas. Sin embargo, todavía no se determina la suerte reservada a la regente, su marido, su amante y su hijo. ¡Cada cosa a su tiempo! Para azuzar a la zarevna, demasiado tímida para su gusto, Lestocq le asegura que los soldados de la Guardia están dispuestos a defender, a través de ella, «la sangre de Pedro el Grande». Al oír estas palabras pronunciadas por el médico conspirador, Isabel recupera súbitamente todo su aplomo y, galvanizada, arrebatada, declara: «¡No traicionaré esa sangre!»

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[38] Citado por Daria Olivier, op. cit.

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[39] Véase Soloviov, op. cit.

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[40] Carta de La Chétardie a su ministro, Amelot de Chailloux, del 30 de mayo (10 de junio) de 1741; véase K. Waliszewski, op. cit.

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[41] Ibíd.

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[42] Véase Milioukov, Seignobos y Eisenmann: Histoire de Russie.