Este conciliábulo determinante tiene lugar, en el mayor secreto, el 22 de noviembre de 1741. Al día siguiente, martes 23 de noviembre, hay recepción en palacio. Disimulando su ansiedad, Isabel se presenta en la corte con un vestido de ceremonia idóneo para hacer rabiar a todas sus rivales y con una sonrisa capaz de desarmar a las mentes más malévolas. Mientras saluda a la regente, teme oír algún agravio o alguna alusión a su amistad con gentileshombres de opiniones poco recomendables, pero Ana Leopóldovna se muestra más afable aún que de costumbre. Seguramente su amor por el conde de Lynar, actualmente de viaje, la ternura que siente por Julia Mengden, cuyo ajuar está preparando, y la salud de su hijo, al que, según dicen, cuida «como una buena madre alemana», la tienen demasiado ocupada para dejarse impresionar por los rumores que circulan sobre un presunto complot. No obstante, al ver a su tía la zarevna, tan bella y serena, recuerda que, en su última carta, Lynar la ponía en guardia contra el doble juego de La Chétardie y Lestocq, quienes, empujados por Francia y tal vez incluso por Suecia, al parecer planean derrocarla para poner en su lugar a Isabel Petrovna. Repentinamente desanimada, Ana Leopóldovna decide agarrar el toro por los cuernos. Tras haber observado a su tía, que está jugando a las cartas con unos cortesanos, se acerca a ella e, interrumpiendo la partida, le pide que la acompañe a una estancia contigua. Una vez a solas con ella, le repite fielmente la denuncia que acaba de escuchar. Isabel, como si la hubiera alcanzado un rayo, se queda pálida, se azara, proclama su inocencia, jura que ha sido mal aconsejada, odiosamente engañada, y se arroja llorando a los pies de su sobrina. Ésta se siente conmovida por la aparente sinceridad de este arrepentimiento y se deshace a su vez en llanto. En lugar de enfrentarse, las dos mujeres se abrazan entre suspiros y promesas de afecto. Al final de la velada, se despiden como dos hermanas a las que un mismo peligro ha unido.
Sin embargo, nada más llegar a oídos de sus respectivos partidarios, el incidente toma el significado de un llamamiento a la acción inmediata. Unas horas más tarde, mientras cena en un famoso restaurante donde tanto se pueden degustar ostras de Holanda como comprar pelucas de París, y donde además se dan cita los mejores informadores de la capital, Lestocq se entera, a través de unos soplones bien relacionados, de que Ósterman ha ordenado alejar de San Petersburgo al regimiento Preobrazhenski, totalmente adepto a la zarevna. El pretexto aducido para llevar a cabo este repentino movimiento de tropas es el desarrollo inesperado de la guerra entre Suecia y Rusia. En realidad, se trata de una manera como cualquier otra de privar a Isabel Petrovna de sus aliados más seguros en caso de que se dé un golpe de Estado.
En esta ocasión, ya no hay marcha atrás. Es preciso adelantarse al adversario. Infringiendo el protocolo, los prosélitos de Isabel improvisan una reunión clandestina en el propio palacio, en los aposentos de la zarevna. A ella asisten los principales conjurados, que rodean a una Isabel más muerta que viva. A su lado está Alexéi Razumovski, que por primera vez da su opinión sobre el asunto. Resumiendo el parecer general, declara con su hermosa voz de corista de iglesia: «Si se alarga la situación, estamos abocados a una desgracia. En caso de que así sea, mi intuición percibe grandes disturbios, destrucciones, tal vez incluso la ruina de la patria.» La Chétardie y Lestocq aprueban vehementemente sus palabras. Ya no es posible dar marcha atrás. Isabel Petrovna, entre la espada y la pared, dice a regañadientes: «Está bien, puesto que me veo obligada…» Y, sin acabar la frase, esboza el gesto de quien se abandona a la fatalidad. Acto seguido, Lestocq y La Chétardie reparten los papeles; Su Alteza en persona debe presentarse ante los gvardeitsi para animarlos a seguirla. Precisamente una representación de granaderos de la Guardia, dirigida por el sargento Grunstein, acaba de llegar al palacio de Verano y pide una audiencia con la zarevna; esos hombres confirman que ellos también han recibido la orden de partir para la frontera finlandesa. Llegados a este extremo, los insurrectos no pueden permitirse fallar, y cada minuto perdido reduce sus posibilidades. Isabel Petrovna, que se halla ante la decisión más grave de su vida, se retira a su habitación.
Antes de dar el salto hacia lo desconocido, se arrodilla frente a los iconos y jura abolir la pena de muerte en toda Rusia en caso de éxito. En el cuarto contiguo, sus partidarios, agrupados en torno a Alexéi Razumovski, se impacientan ante esta nueva dilación. No irá a cambiar otra vez de opinión… La Chétardie no aguanta más y regresa a la embajada. Cuando Isabel reaparece, erguida, lívida y altiva, Armand Lestocq le pone entre las manos una cruz de plata, pronuncia unas palabras más de aliento y le cuelga al cuello el cordón de la Orden de Santa Catalina. A continuación la conduce al exterior. Un trineo aguarda a la puerta. Isabel se sienta en él con Lestocq; Alexéi Razumovski y Saltikov se instalan en otro trineo, mientras que Voróntsov y los Shuválov montan a caballo. Detrás de ellos va Grunstein y una decena de granaderos. Todo el grupo se dirige, en plena noche, hacia el cuartel del regimiento Preobrazhenski. Aprovechando un breve alto ante la embajada de Francia, Isabel intenta entrevistarse con su «cómplice» La Chétardie para prevenirlo de la inminencia del desenlace, pero un secretario afirma que Su Excelencia no está allí. Intuyendo que se trata de una ausencia diplomática, destinada a disculpar al embajador en caso de que el golpe fracase, la zarevna no insiste y se contenta con encargar a un agregado de la embajada que le diga que ella «se dirige hacia la gloria bajo la égida de Francia». Afirmar tal cosa en voz alta y clara tiene tanto más mérito cuanto que el gobierno francés acaba de negarle los dos mil rublos que Isabel le había pedido, como último recurso, a través de La Chétardie.
Al llegar al cuartel, los conjurados se topan con un centinela al que no han tenido tiempo de poner en antecedentes y que, creyendo obrar bien, da la voz de alarma. Raudo como una centella, Lestocq rompe el tambor de un puñetazo mientras los granaderos de Grunstein se precipitan al interior para informar a sus compañeros del acto patriótico que se espera de ellos. Los oficiales que se alojan en la ciudad, cerca de allí, también son alertados. En unos minutos, varios cientos de hombres se encuentran reunidos, en posición de descanso, en el patio del cuartel. Haciendo acopio de valor, Isabel se apea del trineo y se dirige a ellos en un tono de autoridad afectuosa. Lleva preparado el discurso:
– ¿Me reconocéis? ¿Sabéis de quién soy hija?
– Sí, mátushka -responden a coro los soldados, poniéndose firmes.
– Tienen intención de meterme en un convento. ¿Queréis apoyarme para evitarlo?
– ¡Estamos dispuestos, mátushka!¡Los mataremos a todos!
– Si habláis de matar, me retiro. No deseo la muerte de nadie.
Esta réplica magnánima desconcierta a los gvardeitsi. ¿Cómo se puede exigir que peleen velando por el enemigo? ¿Acaso la zarevna está menos segura de su derecho de lo que imaginan? Percatándose de que se sienten decepcionados por su tolerancia, Isabel empuña la cruz de plata que le ha entregado Lestocq y declara: «¡Juro morir por vosotros! ¡Jurad que haréis lo mismo por mí, pero sin derramar sangre inútilmente!» Esa promesa, los gvardeitsi pueden hacerla sin reserva. Prestan juramento, pues, con un rugido atronador y se acercan de uno en uno para besar la cruz que ella les tiende como hacen los sacerdotes en la iglesia. Convencida de que acaba de desaparecer el último obstáculo que se interponía en su camino, Isabel abarca con la mirada al regimiento formado ante ella, con sus oficiales y sus hombres, respira hondo y dice en un tono profético: «¡Vámonos, y pensemos en hacer feliz a nuestra patria!» Acto seguido monta en su trineo y los caballos se abalanzan hacia delante.