Trescientos hombres silenciosos siguen a la mátushka a lo largo de la perspectiva Nevski, todavía desierta, en dirección al palacio de Invierno. En la plaza del Almirantazgo, Isabel teme que el ruido de pasos en la calzada y los relinchos de los caballos llamen la atención de algún centinela o de algún ciudadano insomne. Así pues, baja del vehículo e intenta proseguir el camino a pie, pero sus botines se hunden en la espesa nieve. Se tambalea. Dos granaderos acuden de inmediato en su ayuda, la levantan y la llevan en brazos hasta las inmediaciones del palacio. Al llegar al puesto de guardia, ocho hombres de la escolta, enviados por Lestocq, avanzan con decisión, dan el santo y seña, que les ha facilitado un cómplice, y desarman a los cuatro centinelas apostados ante el portón. El oficial que está al mando del retén de guardia grita: Na karaúl! (¡A las armas!). Un granadero lo apunta con la bayoneta; al menor signo de resistencia, le atravesará el pecho. Pero Isabel aparta el arma con una mano, y este gesto de clemencia le hace ganarse la simpatía de todo el destacamento encargado de la seguridad del palacio.
Entre tanto, un grupo de conjurados ha llegado a los «aposentos reservados». Isabel entra en la habitación de la regente y la encuentra en la cama. Como su amante sigue de viaje, Ana Leopóldovna duerme junto a su marido. Al abrir, sobresaltada, los ojos, ve a la zarevna que la contempla con una serenidad alarmante. Sin levantar la voz, Isabel le dice: «Hermanita, es hora de levantarse.» La regente, muda de estupor, no se mueve. Pero Antonio Ulrico, que también se ha despertado, protesta airadamente y llama a la Guardia. No acude nadie. Mientras él continúa vociferando, Ana Leopóldovna toma conciencia de su derrota, la acepta con una docilidad de sonámbula y pide simplemente que no la separen de Julia Mengden.
Mientras el matrimonio, completamente abrumado, se viste ante la mirada recelosa de los conjurados, Isabel se dirige a la habitación de los niños, donde el bebé zar descansa en su cuna recargada de tules y encajes. Al cabo de un momento, éste, agitado por el tumulto que lo rodea, abre los ojos y emite unos gemidos. Isabel, inclinada sobre él, finge enternecerse; aunque, quién sabe, quizás está realmente emocionada. Luego coge al niño en brazos, lo lleva a la estancia en la que está el cuerpo de guardia, donde reina un agradable calor, y dice con la suficiente claridad para que todo el mundo la oiga: «¡Pobre pequeñín, tú eres inocente! ¡Tus padres son los únicos culpables!»
Como actriz experimentada que es, no necesita el aplauso de su público para saber que acaba de marcarse otro tanto. Una vez pronunciada esta frase, que considera -con justicia- histórica, se lleva al crío envuelto en los pañales, como una raptora de niños, monta en el trineo y, sin dejar de sostener al pequeño Iván VI entre sus brazos, recorre la ciudad mientras aparecen las primeras luces del alba. Unos pocos madrugadores, informados del acontecimiento, salen al paso de la zarevna y profieren vítores con voz ronca. Es el quinto golpe de Estado que se da en su ciudad en quince años, gracias a la colaboración de la Guardia. Están tan acostumbrados a estas repentinas convulsiones de la política que ya ni siquiera se preguntan quién dirige el país de todas esas altas personalidades cuyos nombres, honrados un día, son deshonrados el siguiente.
Al enterarse, nada más despertar, de la última conmoción que ha tenido por escenario el palacio imperial, el general escocés Lascy, desde hace tiempo al servicio de Rusia, no manifiesta ninguna sorpresa. Cuando su interlocutor, deseoso de conocer sus preferencias, le pregunta a bocajarro: «¿Del lado de quién estáis vos?», él responde sin vacilar: «Del de la que reine.» En la mañana del 25 de noviembre de 1741, esta respuesta filosófica podría ser la de todos los rusos, salvo aquellos que han perdido su posición o su fortuna en el lance. [43]
Capítulo siete
Puesto que el golpe de Estado se ha convertido en una tradición política en Rusia, Isabel se siente moral e históricamente obligada a someterse a las reglas en uso en tales casos extremos: proclamación solemne de los derechos al trono, detención masiva de los opositores y lluvia de recompensas a los partidarios. Apenas ha podido dormir dos horas en el transcurso de esa agitada noche. Sin embargo, en los momentos de euforia, la excitación del triunfo fortalece el alma mejor que un banal reposo. Desde el amanecer está en pie, arreglada, peinada y sonriente como si saliera de un sueño reparador. Veinte cortesanos se agolpan ya en su antecámara para ser los primeros en presentarle sus respetos. A Isabel le basta echar una rápida ojeada para distinguir a los que se alegran sinceramente de su victoria de los que se prosternan ante ella en la confianza de evitar el castigo que merecen. En espera de hacer una selección, ella les muestra a todos un rostro amable y, apartándolos con un ademán, sale al balcón. Abajo se encuentran formados los regimientos que han acudido a prestar juramento. Los soldados, con traje de gala, expresan a gritos su alegría sin romper las filas. Sus ojos y sus bayonetas despiden el mismo brillo despiadado. Isabel escucha los hurras que invaden el aire helado del amanecer como una imponente declaración de amor a la «madrecita». Tras esa muralla de uniformes se apiña la masa gris del pueblo de San Petersburgo, tan impaciente como el ejército por manifestar su sorpresa y su beneplácito. Ante este júbilo unánime, la tentación de perdonar a los que han errado al hacer su compromiso es muy fuerte para una mujer sensible. No obstante, Isabel se resiste a ceder a una indulgencia que más tarde podría lamentar. Sabe, si no por experiencia, por atavismo, que la autoridad está reñida con la caridad. Con una prudencia calculada, decide saborear su dicha sin renunciar a su rencor. Como medida urgente de precaución, encarga al príncipe Nikita Trubetzkói que lleve a las diferentes embajadas la noticia de la ascensión al trono de Su Majestad Isabel I. Pero casi todos los ministros extranjeros ya han sido informados del acontecimiento, y de todos los diplomáticos, el más emocionado es sin duda alguna Su Excelencia Jacques-Joachim Trotti de La Chétardie, que ha hecho de esta batalla una cuestión personal. Este triunfo es, en cierta medida, su triunfo, y espera recibir muestras de agradecimiento tanto por parte de la principal beneficiaria como por la del gobierno francés.
Cuando La Chétardie se traslada en calesa al palacio de Invierno para saludar a la nueva zarina, los granaderos que han participado en el heroico tumulto del día anterior y que todavía vagan por las calles lo reconocen, lo escoltan y lo aclaman llamándolo bátiushka Frantsúz («nuestro padrecito francés») y «el protector de la hija de Pedro el Grande». A La Chétardie se le saltan las lágrimas. Piensa que los rusos tienen más corazón que los franceses y, para no quedarse a la zaga en lo que a familiaridad se refiere, invita a todos estos valientes militares a ir a brindar por la salud de Francia y de Rusia a los locales de la embajada. Sin embargo, cuando haga partícipe de esta anécdota a su ministro, Amelot de Chailloux, éste le reprochará su excesivo candor: «Los cumplidos que os han dirigido los granaderos y que, desgraciadamente, no habéis podido evitar, dejan al descubierto el papel que habéis desempeñado en la revolución», [44] le escribe el 15 de enero de 1742. En el intervalo, Isabel ha ordenado celebrar un tedeum, seguido de un servicio religioso para oficializar la ceremonia en la que la tropa presta juramento. Se ha ocupado asimismo de publicar un manifiesto justificando su advenimiento al trono «en virtud de nuestro derecho legítimo y a causa de nuestra proximidad de sangre con nuestro querido padre y nuestra querida madre, el emperador Pedro el Grande y la emperatriz Catalina Alexéievna, así como atendiendo a la súplica unánime y humildísima de aquellos que nos eran fieles». [45]