Como contrapartida a esta exaltación, se anuncian severas represalias. Los actores secundarios del complot se reúnen con sus principales «provocadores» (Münnich, Loewenwolde, Ósterman y Golovkin) en las casernas de la fortaleza San Pedro y San Pablo. El príncipe Nikita Trubetzkói, encargado de juzgar a los culpables, no pierde el tiempo con procedimientos inútiles. Unos magistrados designados expresamente para el caso lo asesoran en la exposición de las conclusiones, que en ningún caso admiten apelación. Un público numeroso, ávido de aplaudir la desgracia ajena, sigue hora tras hora las sesiones. Entre los inculpados figuran muchos extranjeros, lo que satisface a los «buenos rusos». Algunos de estos revanchistas se complacen en señalar, riendo, que se trata de un proceso contra Alemania instruido por Rusia. Cuentan que Isabel, escondida tras un cortinaje, no se pierde una palabra de los debates. En cualquier caso, es ella quien inspira e incluso dicta los veredictos. En la mayoría de los casos, el castigo es la muerte. Naturalmente, como antes del golpe de Estado juró abolir la pena capital en Rusia, Su Majestad se concede el inocente placer de indultar a los condenados en el último minuto. Ella cree que este sadismo teñido de magnanimidad es un instinto ancestral, pues, antes que ella, Pedro el Grande jamás vaciló en mezclar crueldad y lucidez, diversión y horror. Sin embargo, cada vez que el tribunal presidido por Nikita Trubetzkói decreta la muerte, hay que precisar el modo de ejecutarla. En la mayor parte de los casos, los asesores de Trubetzkói se contentarían con la decapitación con hacha. Pero, en lo que respecta a la suerte de Ósterman, en la sala se alzan voces que critican semejante humanidad en la aplicación del castigo supremo. A petición de Vasili Dolgoruki, recién regresado del exilio y rabiosamente deseoso de venganza, Ósterman es condenado al suplicio de la rueda antes de ser degollado; para Münnich, se prefiere que sea el descuartizamiento lo que preceda al golpe de gracia. Tan sólo los criminales de la categoría más baja tendrán la suerte de no ser torturados y llegar intactos ante el verdugo que deberá cortarles el cuello. Para no estropear la sorpresa final, el día de la ejecución, a la hora prevista, los culpables serán conducidos al cadalso ante una multitud ávida de ver correr la sangre de los «traidores» y, allí, un mensajero de palacio les comunicará que Su Majestad, en su infinita bondad, se ha dignado conmutarles la pena por el exilio a perpetuidad. En todos los casos, la muchedumbre, decepcionada al principio por verse privada de un espectáculo divertido, quiere despedazar a los beneficiarios del favor imperial, pero luego, como si tuviera una iluminación, bendice a la mátushka, que ha demostrado ser mejor cristiana que ellos al perdonar la vida a los «infames». Impresionados por tanta clemencia, algunos llegan a afirmar que esta medida excepcional se debe a la naturaleza profundamente femenina de Su Majestad y que, en su lugar, un zar se habría mostrado más riguroso en la manifestación de su ira. Estos mismos incluso rezan para que, en el futuro, sea siempre una mujer quien dirija Rusia. A su entender, el pueblo, en su desgracia, necesita más una madre que un padre. Mientras que todo el mundo ensalza a la zarina de corazón de oro, Münnich irá a enterrarse a Pelym, una aldea de Siberia a tres mil verstas de San Petersburgo, Loewenwolde acabará en Solikamsk, Ósterman en Berezov, en la región de Tobolsk, y Golovkin será abandonado en un pueblo cualquiera de Siberia, pues el lugar al que había que deportarlo estaba mal indicado en la hoja de ruta. En cuanto a los miembros de la familia Brunswick, con la ex regente Ana Leopóldovna a la cabeza, serán mejor tratados en razón de su elevada condición y permanecerán retenidos en Riga antes de ser enviados a Jolmogori, en el extremo norte.
Una vez eliminados los adversarios de su causa, Isabel se ocupa de cubrir los puestos clave dejados vacantes por los hombres con experiencia que ha sacrificado para despejar el terreno. Lestocq y Voróntsov se encargan del reclutamiento. Para suceder a Ósterman, llaman a Alexéi Petróvich Bestújiev, mientras que el hermano de éste, Mijaíl, toma el relevo de Loewenwolde en las funciones de montero mayor. En el estamento militar, se recompensa con los puestos más brillantes a los Dolgoruki, que han regresado del exilio. Para reparar las injusticias del reinado anterior, no se olvida ni siquiera a los subalternos concienzudos. Los nuevos perceptores del maná imperial se reparten los despojos de los vencidos. En una carta a Federico II, Mardefeld comenta este baile de beneficiarios en los siguientes términos: «Los perendengues, los trajes, las medias y la delicada ropa blanca del conde Loewenwolde han sido repartidos entre los chambelanes de la emperatriz, que estaban con una mano detrás y otra delante. De los cuatro gentileshombres de la Cámara nombrados en último lugar, hay dos que eran lacayos y otro que servía como palafrenero.» [46]
En cuanto a los principales instigadores del complot, se ven colmados, gracias a Isabel, por encima de sus expectativas. Lestocq recibe el título de conde, es nombrado consejero privado de Su Majestad, primer médico de la corte y director del «colegio de medicina», y se le asigna una pensión vitalicia de siete mil rublos al año. Mijaíl Voróntsov, Alexandr Shuválov y Alexéi Razumovski despiertan un buen día siendo camareros mayores y caballeros de la Orden de San Andrés. Por su contribución al éxito de la zarina el 25 de noviembre de 1741, toda la compañía de granaderos del regimiento Preobrazhenski pasa a ser una compañía de guardias de Corps personales de Su Majestad, con el nombre germano de Leib-Kompania. Todos y cada uno de los oficiales y suboficiales de esta unidad de elite sube un escalón en la jerarquía. Llevan prendido en el uniforme un emblema con la divisa: «Fidelidad y celo.» Algunos hasta reciben un título de nobleza hereditario, acompañado de tierras y de un regalo de dos mil rublos. En lo que se refiere a Alexéi Razumovski y Mijaíl Voróntsov, aunque no poseen ningún conocimiento militar, son nombrados tenientes generales, con la correspondiente percepción de dinero y tierras.
A pesar de esta reiterada generosidad, los artífices del golpe de Estado siguen pidiendo más. La prodigalidad que la zarina manifiesta hacia ellos, lejos de saciarlos, los trastorna. Creen que les está «todo permitido» porque lo han «dado todo». Su adoración por la mátushka se torna familiaridad, incluso desfachatez. En el ambiente de palacio, a los hombres de la Leib-Kompania se les llama los «granaderos creadores» porque han «creado» a la nueva soberana, o los «hijos mayores de Su Majestad» porque los trata con una indulgencia casi maternal. Irritado por la insolencia de estos advenedizos de baja estofa, Mardefeld se queja de ellos en un despacho al rey Federico II de Prusia: «[Los granaderos de la emperatriz] se niegan a moverse de la corte, donde están espléndidamente alojados […], se pasean por las galerías donde Su Majestad recibe, se mezclan con personalidades de primera línea […], apuestan en la misma mesa que la emperatriz, y su complacencia hacia ellos llega tan lejos que ya había firmado una orden para poner la figura de un granadero en el reverso de los rublos.» [47] En cuanto al embajador de Inglaterra, Edward Finch, en un informe del mismo mes y el mismo año a su gobierno, cuenta que un buen día los guardias de Corps destinados en palacio abandonaron sus puestos para protestar contra la sanción disciplinaria impuesta a uno de ellos por su superior, el príncipe de Hesse-Homburg, y Su Majestad se indignó porque se hubiera osado castigar a sus «hijos» sin pedirle permiso y acogió con los brazos abiertos a las víctimas de semejante iniquidad.