En la elección de sus colaboradores cercanos, Isabel siempre se esfuerza en dar preferencia a los rusos, pero, por más que desee evitarlo, muy a menudo se ve obligada a recurrir a extranjeros para realizar funciones que exigen un mínimo de competencia. Así pues, para cubrir los puestos de los ministerios y las cancillerías, en San Petersburgo reaparecen sucesivamente, a falta de personal cualificado, antiguas víctimas de Münnich. Los Devier y los Brevern, aupados de nuevo, acogen a otros alemanes, como Siewers y Flück. Para justificar estas inevitables excepciones al nacionalismo eslavo, Isabel invoca el ejemplo de su modelo, Pedro el Grande, que, según su propia expresión, quiso «abrir una ventana a Europa». Y en el corazón de esa Europa ideal está, efectivamente, Francia, con cualidades como la sutileza, la cultura y la ironía filosófica, pero también está Alemania, tan reflexiva, tan disciplinada, tan industriosa, tan rica en profesionales de la guerra y el comercio, tan abundantemente provista de príncipes y princesas casaderos… ¿Debe renunciar a proveerse, según sus necesidades, en uno u otro de estos viveros? ¿Es conveniente que, con el pretexto de rusificarlo todo, esté prohibido utilizar a hombres experimentados venidos de fuera? Su sueño sería conciliar las costumbres de la tierra con las enseñanzas del extranjero, enriquecer el culto de los rusófilos, tan amantes de su pasado, con algunos préstamos de Occidente, crear una Rusia alemana o francesa sin traicionar las tradiciones de la patria.
Al tiempo que vacila en definir su conducta entre los insistentes apremios del marqués de La Chétardie, que aboga por Francia, los de Mardefeld, que defiende los intereses de Alemania, y los de Bestújiev, que quiere ser ante todo ruso, Isabel debe tomar constantemente decisiones de política interior, cuya urgencia le parece asimismo evidente. En estas condiciones, reorganiza el antiguo Senado, que en lo sucesivo ostentará los poderes legislativo y judicial, sustituye el inoperante Gabinete por la Cancillería privada de Su Majestad, aumenta las multas de toda clase y las tasas del fielato y ordena atraer a «colonos» extranjeros para estimular el desarrollo de las regiones desérticas del sur de Rusia. Sin embargo, estas medidas de orden estrictamente administrativo no calman la profunda inquietud que la atenaza durante la noche. ¿Cómo asegurar el futuro de la dinastía? ¿Qué será del país si, por una u otra razón, debe transmitir el poder a otro? Al no tener hijos, sigue temiendo que, tras su desaparición o incluso como consecuencia de un complot, la suceda el ex zar niño, Iván VI, actualmente destronado. De momento, el bebé y sus padres están desterrados en Riga, pero son capaces de volver al socaire de una de esas revueltas a las que Rusia es tan aficionada. Para protegerse contra tal contingencia, a Isabel sólo se le ocurre una cosa: debe designar inmediatamente un heredero indiscutible. Y el abanico de posibilidades es tan reducido que no hay lugar para la duda: el beneficiario de esta carga suprema sólo puede ser, piensa ella, el hijo de su difunta hermana Ana Petrovna, el joven príncipe Carlos Pedro Ulrico de Holstein-Gottorp. Dado que el padre del muchacho, Carlos Federico de Holstein-Gottorp, murió a su vez en 1739, el huérfano, que ha cumplido catorce años, se encuentra bajo la tutela de su tío Adolfo Federico de Holstein, obispo de Lübeck. Aunque se conmovió ante la suerte del niño, Isabel nunca se ha ocupado realmente de él. De repente se siente obligada a sacrificarse por el espíritu de familia y a recuperar el tiempo perdido. Por parte del tío obispo no habrá ninguna dificultad. Pero ¿qué dirán los rusos? ¡Bah, no será la primera vez que se les presenta a un soberano con tres cuartas partes de sangre extranjera para que veneren! En cuanto Isabel fragua este proyecto, que compromete a todo el país, se entablan negociaciones secretas entre Rusia y Alemania.
Pese a las precauciones habituales, los rumores de las conversaciones no tardan en llegar a las diferentes cancillerías europeas. Inmediatamente, La Chétardie se alarma y empieza a devanarse los sesos para encontrar el modo de contraatacar este inicio de invasión germana. Intuyendo la hostilidad de una parte de la opinión pública, Isabel se apresura a quemar los puentes que va dejando atrás. Sin informar ni a Bestújiev ni al Senado, envía al barón Nicolás Korf a Kiel en busca del «heredero de la corona». Ni siquiera se ha tomado la molestia de pedir que le faciliten previamente un retrato del adolescente. Siendo el hijo de su bienamada hermana, sólo puede estar dotado de las más hermosas cualidades espirituales y físicas. Espera el encuentro con la emoción de una mujer embarazada, impaciente por ver los rasgos del hijo que el Cielo le dará al término de una larga gestación.
El viaje del barón Nicolás Korf se efectúa con tal discreción que la llegada de Pedro Ulrico a San Petersburgo, el 5 de febrero de 1742, pasa prácticamente inadvertida a los habituales de la corte. Al ver a su sobrino por primera vez, Isabel, que se preparaba para sentir un flechazo maternal, se queda helada de consternación. En lugar de la encantadora criatura que esperaba, se encuentra a un papanatas desgarbado, enfermizo, de mirada torva, que sólo habla alemán, no sabe hilvanar dos ideas, ríe solapadamente de vez en cuando y adopta una expresión de zorrillo acosado. ¿Es ése el regalo que tiene reservado para Rusia? Tragándose su decepción, le pone buena cara al recién llegado, le concede las insignias de la Orden de San Andrés, nombra a los profesores encargados de enseñarle ruso y pide al padre Simón Todorski que le enseñe las verdades de la religión ortodoxa, que en los sucesivo será la suya.
Los francófilos de Rusia ya temen que la introducción del príncipe heredero en el palacio favorezca a Alemania en la carrera por la influencia que la enfrenta a Francia. Los rusófilos, por su parte, llevan la xenofobia más lejos y lamentan que la zarina haya mantenido en el ejército a algunos jefes prestigiosos de origen extranjero, como el príncipe de Hesse-Homburg y los generales ingleses Peter de Lascy y Jacques Keith. Y sin embargo, estos emigrados de categoría superior que en el pasado dieron muestras de lealtad deberían estar por encima de toda sospecha. Es lícito esperar que antes o después, tanto en Rusia como fuera de ella, el sentido común se imponga a los secuaces del extremismo. Pero esta perspectiva no basta para apaciguar a los espíritus puntillosos y pusilánimes. Para tranquilizar a su ministro, Amelot de Chailloux, que insiste en creer que Rusia se le está «escapando», La Chétardie afirma que, pese a las apariencias, «aquí se venera a Francia». [48] Pero Amelot no tiene los mismos motivos que él para sucumbir al encanto de Isabel. El ministro considera que Rusia ya no es una potencia con la que se puede tratar de igual a igual y que sería peligroso contar con las promesas de un poder tan poco firme como el de la emperatriz. Vinculado con Suecia por sus recientes compromisos, no quiere escoger entre estos dos países y prefiere mantenerse al margen de sus desavenencias, sin comprometer su futuro ni con San Petersburgo ni con Estocolmo. Francia, que confía en que la situación se aclare por sí sola, juega en el ínterin con dos barajas en sus relaciones con Rusia, considera la posibilidad de ayudar a Suecia armando a Turquía y apoyando a los tártaros contra Ucrania, mientras Luis XV asegura a Isabel, a través de su embajador, que alberga sentimientos de fraternal comprensión hacia «la hija de Pedro el Grande». Pese a todas las decepciones que jalonaron en el pasado sus relaciones con París y Versalles, la zarina cede una vez más a la seducción de esta extraña nación, cuya lengua y cuyo espíritu no tienen fronteras. Incapaz de olvidar que estuvo a punto de ser la prometida de aquel con quien ahora quisiera firmar un acuerdo de alianza en debida forma, se niega a creer en un doble juego por parte de ese eterno compañero tan presto para sonreír y tan hábil para escabullirse. Por otro lado, esta confianza en la promesa de los franceses no le impide proclamar que ninguna amenaza, venga de donde venga, podrá obligarla a ceder una pulgada de tierra rusa, pues, dice, las conquistas de su padre le son «más preciosas que su propia vida». Tiene prisa por convencer a los estados vecinos, después de haber convencido a sus compatriotas. Le parece que su coronación en Moscú contribuirá más a su renombre internacional que todas las charlas entre diplomáticos. Tras las solemnidades religiosas del Kremlin, nadie volverá a atreverse a discutir su legitimidad ni a desafiar su poder. Para dar más peso aún a la ceremonia, decide llevar a su sobrino a la coronación de su tía Isabel I a fin de que asista a ella en calidad de heredero reconocido. Acaban de celebrar el catorce cumpleaños de Pedro Ulrico. Así pues, el muchacho está en edad de comprender la importancia del acontecimiento que se prepara con febril excitación.