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Lo que teme, en cambio, es que el adolescente al que ha escogido como heredero, al que ha hecho bautizar según el rito ortodoxo con el nombre de Pedro Fiódorovich y que tiene muy poca sangre rusa en las venas, se niegue a olvidar su verdadera patria. De hecho, pese a los esfuerzos de su mentor, Simón Todorski, el gran duque Pedro siempre se inclina instintivamente hacia sus orígenes. Por lo demás, lo que alienta su culto a su Alemania natal es el propio aspecto de la sociedad, de las calles y las tiendas de San Petersburgo. Le basta mirar a su alrededor para comprobar que la mayoría de la gente, tanto en el palacio como en los ministerios, habla alemán con más fluidez que el ruso. En la lujosísima perspectiva Nevski hay muchas tiendas alemanas; fuera de ella, se leen los rótulos de los establecimientos hanseáticos y abundan los templos luteranos. Cuando, en uno de sus paseos, Pedro Fiódorovich se presenta en el puesto de guardia de un cuartel, el oficial al que se dirige casi siempre le contesta en alemán. El simple hecho de oír su lengua materna hace que Pedro lamente hallarse exiliado en esa ciudad que, pese a todo su esplendor, le es menos querida que la aldea más insignificante del Schleswig-Holstein. Como reacción contra el deber que se le ha impuesto de adaptarse, toma aversión al vocabulario ruso, a la gramática rusa, a las costumbres rusas. Poco falta para que odie a Rusia por no ser alemana. Confiesa a quien quiera escucharle: «Yo no he nacido para los rusos, no les convengo.» Escoge a sus amigos entre los germanófilos declarados, constituyéndose así una pequeña patria de consolación en medio de la gran patria de los demás. Rodeado de una restringida corte de simpatizantes, pretende vivir con ellos en Rusia como si su misión fuera colonizar ese país atrasado e inculto.

Isabel, testigo impotente de la obsesión de ese muchacho al que ha querido integrar por la fuerza en una nación en la que se siente totalmente extranjero, piensa con angustia que el poder de una soberana, en principio absoluto, se revela incapaz de modelar un alma rebelde. Se pregunta si, creyendo actuar por el bien de todos, no ha cometido el error más grave de su vida al confiar el porvenir del imperio de Pedro el Grande a un príncipe que, manifiestamente, detesta a Rusia y a los rusos.

Capítulo ocho

Trabajos y placeres de una autócrata

La gran tarea de Isabel consiste en vivir a su antojo sin descuidar demasiado los intereses de Rusia. Un equilibrio difícil de mantener en un mundo donde el trueque de sentimientos está tan extendido como el de mercancías. En ocasiones se pregunta si, ante la obstinación de Luis XV en negarse a tenderle la mano, no debería seguir más bien el ejemplo de su sobrino y buscar la amistad de Prusia, que se muestra más dispuesta a comprenderla. Aunque su «hijo adoptivo» sólo tiene quince años, ya piensa en buscarle una novia, si no del todo alemana, al menos nacida y criada en las tierras de Federico II. Al mismo tiempo, no renuncia a la esperanza de restablecer las buenas relaciones con Versalles y encarga a su embajador, el príncipe Kantémir, que haga saber discretamente al rey que la zarina lamenta la marcha del marqués de La Chétardie y que se alegraría de volver a verlo en la corte. Éste ha sido reemplazado en San Petersburgo por un ministro plenipotenciario, el señor D’Usson d’Allion, un personaje envarado por el que la emperatriz no siente ni inclinación ni estima.

En vista de que los franceses continúan decepcionándola, se consuela imitando, a su manera, las modas de ese país que admira pese a sus representantes oficiales. Este entusiasmo se traduce en una pasión desenfrenada por la ropa, las joyas, los perifollos y las muletillas que llevan el sello parisiense. Como se cambia tres veces de vestido en el transcurso de un baile, pues bailar la hace sudar copiosamente, no pierde ocasión de aumentar su vestuario. En cuanto le comunican la llegada de un barco francés al puerto de San Petersburgo, ordena inspeccionar la carga y exige que le lleven las últimas novedades de los costureros de París, a fin de que ninguna de sus súbditas las vean antes que ella. Sus preferencias se dirigen hacia los colores subidos y las telas sedosas, bordadas en oro o en plata. No obstante, le gusta vestirse de hombre para sorprender a los que componen su entorno por el delicado perfil de sus pantorrillas y la finura de sus tobillos. Dos veces por semana hay mascarada en la corte. Su Majestad participa disfrazada de atamán cosaco, de mosquetero de Luis XIII o de marino holandés. Como, a su entender, con ropas masculinas supera a todas sus invitadas habituales, instituye bailes de disfraces a los que, por orden suya, las mujeres asisten con traje y calzón a la francesa, y los hombres con falda y miriñaque. Tremendamente celosa de la belleza de sus congéneres, no tolera ninguna competencia en materia de acicalamiento y tocado. En una ocasión, decide ir a un baile con una rosa en los cabellos y descubre, indignada, que Natalia Lopujin, famosa por sus éxitos en sociedad, también luce una en lo alto de su peinado. Semejante coincidencia no puede ser fortuita, piensa Isabel. Ella la interpreta como una flagrante ofensa al honor imperial. De modo que, tras interrumpir a la orquesta en medio de un minué, obliga a la señora Lopujin a arrodillarse, pide unas tijeras, corta con rabia la flor responsable junto con los mechones artísticamente rizados que rodean el tallo, abofetea a la desdichada en ambas mejillas ante un grupo de cortesanos atónitos, hace una seña a los músicos y sigue bailando. Al final de la pieza, alguien le susurra al oído que la señora Lopujin se ha desmayado de vergüenza. Encogiéndose de hombros, la zarina masculla entre dientes: «¡Esa imbécil no ha hecho sino recibir su merecido!» Inmediatamente después de esta pequeña venganza femenina, recobra su serenidad habitual, como si la que ha actuado un momento antes hubiera sido otra persona en su lugar. Asimismo, cuando, durante un paseo por el campo, uno de sus últimos bufones, Aksakov, le enseña con ánimo de broma un puerco espín que acaba de capturar vivo y que lleva metido en el sombrero, profiere un grito de horror, sale corriendo hacia su tienda y ordena poner al insolente en manos del verdugo, a fin de que expíe con la tortura el crimen de haber «asustado a Su Majestad». [51] Estas represalias intempestivas corren parejas en Isabel con súbitos accesos de devoción. La espontaneidad con que se arrepiente es comparable a la facilidad con que se exaspera, y así, a veces se impone peregrinaciones que la obligan a caminar hasta el límite de sus fuerzas, a tal o cual lugar santo. Permanece horas de pie en la iglesia y observa escrupulosamente los días de ayuno, hasta el punto de sufrir en ocasiones un síncope al levantarse de la mesa sin haber comido nada. Al día siguiente tiene una indigestión por tratar de recuperar el «tiempo perdido». Todo es exagerado e inesperado en su comportamiento. Le gusta tanto sorprender a los demás como sorprenderse a sí misma. Desordenada, caprichosa, con poca cultura, sin respeto por los horarios que ella misma se fija, tan presta a castigar como a olvidar, campechana con los humildes, altanera con los grandes, asidua visitante de las cocinas para aspirar el olor de los platos que allí guisan, propensa a reír y a gritar sin venir a cuento, da a sus allegados la impresión de ser una ama de casa del antiguo régimen, cuyo gusto por los perendengues franceses no ha acabado con su sana rusticidad eslava.

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[51] Memorias de la emperatriz Catalina la Grande.