Es exactamente el tipo de nuera con el que sueña la emperatriz. La candidata, que sólo tiene quince años y nació en Stettin, se llama Sofía de Anhalt-Zerbst, Figchen para sus allegados. Su padre, Cristián Augusto de Anhalt-Zerbst, ni siquiera es príncipe reinante y se limita a dirigir su pequeño infantazgo hereditario bajo la condescendiente protección de Federico II. La madre de Sofía, Johanna de Holstein-Gottorp, es prima hermana del difunto Carlos Federico, el padre del gran duque Pedro que Isabel ha convertido en su heredero. Johanna tiene veintisiete años menos que su marido y grandes ambiciones para su hija. La zarina ve todo eso como algo maravillosamente familiar, germánico y prometedor. Simplemente estudiando, rama por rama, vástago por vástago, la genealogía de la jovencita, Isabel se siente en terreno conocido. Hasta concibe la ilusión de que es ella quien se va a casar. Pero ¿con quién? Porque, aunque está de antemano bien dispuesta hacia la muchacha, no lo está tanto hacia el pretendiente, al que conoce de sobra. Su sobrino la decepciona; ella querría que estuviese más impaciente por conocer el resultado de las maniobras matrimoniales que se llevan a cabo lejos de él. Por lo demás, la principal interesada también permanece al margen de las negociaciones de que es objeto. Todo transcurre en un intercambio de cartas confidenciales entre Zerbst, donde residen los padres de Sofía, Berlín, donde vive Federico II, y San Petersburgo, donde la emperatriz se impacienta en espera de las noticias de Prusia. Las informaciones sobre la joven que ha recibido hasta el momento coinciden armoniosamente: según las pocas personas que la han visto, es graciosa, culta, razonable, habla francés tan bien como el alemán y, pese a su juventud, se comporta con mesura en toda circunstancia. ¿No es demasiado bonito para ser verdad?, se pregunta Isabel. El retrato de Figchen que Federico II hace que le manden termina de conquistarla. La princesita, con su semblante fresco y su mirada inocente, es un verdadero bombón. Por temor a una decepción de última hora, la zarina continúa ocultando a su entorno la inminencia del gran acontecimiento que ha preparado para la felicidad de Rusia. Pero, si bien Alexéi Bestújiev no sabe nada del asunto, los diplomáticos cercanos a Prusia están al corriente y resulta difícil hacerles guardar silencio. Mardefeld informa día a día a La Chétardie y Lestocq del progreso de las negociaciones. Aquí y allá surgen rumores. El clan francófilo se alegra -aunque con cierta prudencia- de la llegada a la corte de esta princesa educada, según dicen, por una institutriz francesa. Aunque es de sangre prusiana, no puede, dada la enseñanza que ha recibido, sino servir a la causa de Francia. ¡Y eso aunque el proyecto de boda se malogre!
Misiva tras misiva, Isabel es informada de que la joven y su madre se han trasladado a Berlín, de que allí han recibido la bendición de Federico II y de que se han arruinado haciendo compras para el ajuar de la novia. En cuanto al padre de Sofía, se ha quedado en Zerbst. ¿Se ha negado a acompañar a su hija en busca de un marido prestigioso por motivos económicos o por orgullo? Isabel no se detiene a pensar en esta cuestión secundaria. Cuantos menos parientes prusianos haya alrededor de la jovencita, mejor, piensa. A fin de facilitar el viaje de Sofía y Johanna, les ha mandado algún dinero para los gastos y les ha recomendado mantener el secreto, al menos hasta su llegada a Rusia. Una vez que hayan cruzado la frontera, deberán decir que se dirigen a San Petersburgo para realizar una visita de cortesía a Su Majestad. De conformidad con las instrucciones de la zarina, un cómodo trineo, tirado por seis caballos, las espera en Riga. Se instalan tiritando en este primer vehículo «oficial» y se envuelven en las pellizas de marta cibelina que Isabel ha ordenado facilitarles para atenuar los rigores del viaje.
Al llegar a San Petersburgo, tienen la desilusión de enterarse de que la emperatriz y toda la corte se encuentran en Moscú para celebrar, el 10 de febrero de 1744, el decimosexto cumpleaños del gran duque Pedro. La zarina ha encargado a La Chétardie y al embajador de Prusia, Mardefeld, que reciban a las damas en su ausencia y les hagan los honores de la capital. Mientras la pequeña Sofía se maravilla ante las bellezas de esa inmensa ciudad construida sobre el agua, admira el relevo de la Guardia y bate palmas al ver los catorce elefantes que el sha de Persia le regaló a Pedro el Grande, Johanna, que no pierde el norte, está rabiosa por no haber sido presentada aún a Su Majestad. También le preocupa la mala disposición del canciller Alexéi Bestújiev hacia la proyectada unión. Sabe que es ruso hasta la médula y firmemente contrario a toda concesión a los intereses de Prusia. Además, según algunos rumores que circulan por San Petersburgo, quiere provocar la oposición del Santo Sínodo a un matrimonio entre parientes. Esas habladurías hacen desconfiar a Johanna, pero a Isabel no le preocupan. Sabe que le basta fruncir el entrecejo para que Bestújiev enmudezca por temor a un recrudecimiento de la severidad hacia su familia y para que los más altos prelados, pensando en las imperiales advertencias, se contenten con rezongar entre dientes antes de dar su bendición a los novios.
Impaciente por reunirse con la corte en Moscú, Johanna interrumpe los paseos y las diversiones de su hija y, por consejo de Mardefeld, a finales de enero se pone en camino con ella y La Chétardie. Isabel las cita en el palacio Annenhof, en el barrio este de la segunda capital, el 9 de febrero a las ocho de la tarde. Tras haberlas hecho esperar, ordena abrir de par en par las puertas de la sala de audiencias y aparece en el umbral, mientras frente a ella las dos visitantes hacen una profunda reverencia. De un rápido vistazo, evalúa a la futura esposa: una jovencísima muchacha delgadita y paliducha, con un vestido de color rosa y plata con corpiño y sin miriñaque. El tocado es mediocre, pero el rostro es gracioso. Al lado de esta deliciosa criatura, Pedro, que ha ido a recibir a la princesa que se le destina, parece todavía más feo y antipático que de costumbre. En los últimos tiempos ha conseguido irritar tremendamente a su tía aproximándose a Brummer, ministro del Holstein, y a unos cuantos intrigantes, todos de origen alemán. Y encima, en lugar de alegrarse por el hecho de que Su Majestad lo haya nombrado coronel del regimiento Preobrazhenski, ahora pretende llevar a Rusia un regimiento del Holstein a fin de que constituya un ejemplo vivo de disciplina y eficacia, dos cualidades esenciales que, según él, al ejército ruso le irían muy bien.