Ante las múltiples manifestaciones de esta germanofilia, Isabel, que muchas veces ha lamentado no poder ofrecer un heredero a Rusia, se sorprende alegrándose de que éste no sea hijo suyo. Este calamitoso sucesor no está emparentado con ella ni en la mentalidad ni en los gustos; tan sólo por el título que le ha dado. De repente, compadece a la desdichada chiquilla a la que va a entregar a un hombre que no la merece, y se promete en secreto ayudarla en sus esfuerzos para seducir y enderezar al maníaco obtuso que un día será emperador de Rusia. ¡Si la pequeña Sofía pudiera contar al menos con los tiernos consejos de una madre para consolarla de su desengaño! Pero, después de observar a Johanna, que gesticula y parlotea ante ella, la zarina la considera tan exasperante en su servilismo y afectación como agradable es Sofía con su aire de sinceridad, salud y alegría.
Ciertas enemistades se delatan por una palabra, una mirada, un silencio. Tras esta primera entrevista, Isabel ya sabe que entre Johanna y Sofía no hay mucho afecto. Su recíproco apego es puramente circunstancial y de conveniencia. De la «pareja madre-hija» que forman, emana el frío de las casas durante largo tiempo deshabitadas. Llevada por una ensoñación generosa, Isabel ya se ve reemplazando a Johanna en su papel tutelar. Si bien no ha sabido formar el carácter del gran duque a su gusto, quiere creer que ayudará a Sofía a convertirse en una mujer feliz, decidida e independiente, sin mermar nunca la autoridad tradicional del esposo. Para inaugurar esta serie de buenas acciones, le pide a Razumovski que le lleve las insignias de la Orden de Santa Catalina. Dos damas de honor de Su Majestad prenden la condecoración en el corpiño de Sofía. Isabel examina su obra con el orgullo de un artista al contemplar el cuadro que acaba de pintar y, satisfecha del resultado, dirige una mirada de complicidad a Razumovski. Éste intuye lo que la emperatriz piensa acerca de esta unión tan desigual y, sin embargo, tan necesaria. Esta muda comprensión la consuela, como siempre, en sus momentos de duda. Ella desearía que todo fuera sencillo y natural en las relaciones de Sofía y Pedro, como todo lo es en su propio amor por el favorito que se ha convertido en su esposo morganático.
Durante los días siguientes, ella misma vigila y hace que sus sirvientas y sus damas de honor espíen a esos dos jóvenes demasiado formales. Mientras que Sofía parece esperar iniciativas galantes por parte de su prometido, el absurdo gran duque Pedro se limita a darle matraca ensalzando las cualidades del ejército prusiano, tanto en los desfiles como en la guerra, y denigrando las costumbres, el pasado e incluso la fe de Rusia. ¿Acaso se burla sistemáticamente de todo lo ruso para afirmar su libertad de espíritu? Por su parte, Sofía, como si quisiera adoptar la postura contraria en todos esos puntos, parece cada vez más atraída por las costumbres y la historia del país que está descubriendo. Vasili Adadúrov y Simón Todorski, los dos maestros designados por Su Majestad para familiarizar a la joven con la lengua yla religión de su futura patria, elogian al unísono la aplicación de su alumna en el estudio del ruso y de los dogmas ortodoxos. Su gusto por el esfuerzo intelectual la lleva a trabajar hasta entrada la noche para «adelantar» en el conocimiento de los problemas más arduos de vocabulario, gramática o teología. Un día coge frío y sufre un fuerte acceso de fiebre que la obliga a guardar cama. Johanna, implacable, le reprocha que «se contemple demasiado» en lugar de seguir ejerciendo con valentía sus funciones de «princesa casadera». Un desfallecimiento tan cerca del objetivo puede dar al traste con todo el asunto, gime la madre, y le suplica a Figchen que se rehaga y se levante. Isabel, consternada por los sufrimientos y la soledad moral de la adolescente, va a visitarla. Mientras la pobrecilla se ahoga, arde de fiebre y castañetea de dientes, el clan antifrancés ya piensa, frotándose las manos, en la posibilidad de un desenlace fatal. Si Sofía desapareciera, habría que sustituirla, y esta vez la candidata elegida sería favorable a una alianza austroinglesa. Pero Isabel se enfada y declara que, pase lo que pase, no quiere una princesa sajona. Los médicos ordenan que se sangre a la enferma, a lo que Johanna se opone. Sin embargo, Isabel, apoyada por su médico personal, Lestocq, hace caso omiso del parecer de la madre. Durante las siete semanas que persiste la fiebre, a Sofía se le practican dieciséis sangrías. Este tratamiento de caballo la salva. Nada más levantarse, y estando todavía muy débil, la joven quiere volver al trabajo.
El 21 de abril de 1744, se acicala para celebrar su decimoquinto cumpleaños en el transcurso de una recepción. Pero su palidez y su delgadez son tales que teme decepcionar a los cortesanos y tal vez incluso a su prometido. La zarina, movida por una solicitud desacostumbrada en ella, hace que le lleven carmín y le recomienda que se pinte las mejillas para mejorar su aspecto. Muy emocionada ante el valor que muestra Figchen, observa que el deber maternal la empuja hacia esa encantadora personita -que no es nada suyo pero que desearía hacerse rusa-, en lugar de dirigirla hacia ese sobrino al que ha convertido en su hijo adoptivo y que desearía seguir siendo alemán.
Mientras la zarina considera este delicado problema familiar, Johanna, por su parte, se ocupa de la alta política. La diplomacia secreta es su monomanía. Recibe en sus aposentos a los adversarios, habituales del canciller Alexéi Bestújiev, ese ruso recalcitrante. La Chétardie, Lestocq, Mardefeld y Brummer celebran allí conciliábulos clandestinos. Lo que esperan estos aprendices de conspirador es que, dirigida por su madre, la joven Sofía utilice su influencia sobre el gran duque Pedro e incluso sobre la zarina, que visiblemente le tiene afecto, para provocar la caída del jefe de la diplomacia rusa. Pero Alexéi Bestújiev no ha permanecido inactivo mientras se llevaban a cabo estos tejemanejes. Gracias a sus espías personales, ha podido interceptar y descifrar las cartas escritas en clave por La Chétardie y enviadas a las diferentes cancillerías europeas. Una vez en posesión de estas pruebas comprometedoras, se las muestra a Isabel. Lo que la zarina ve, horrorizada, es todo un fajo de papeles llenos de frases irreverentes. Pasando las páginas, lee al azar: «No se puede esperar nada de la gratitud y la atención de una princesa [la emperatriz] tan disipada.» Y también: «Su vanidad, su ligereza, su conducta deplorable, su debilidad y su atolondramiento no permiten ninguna negociación seria.» En otro lugar, La Chétardie critica a Su Majestad por su excesiva tendencia a «la coquetería» y «la frivolidad», y señala que permanece en la más absoluta ignorancia de las grandes cuestiones de actualidad, que «le interesan menos de lo que la espantan». En apoyo de estas calumnias, La Chétardie cita la malévola opinión de Johanna, a la que, por lo demás, presenta como una espía a sueldo de Federico II. Isabel, aterrada por tal exposición de vilezas, ya no sabe quiénes son sus amigos ni si todavía le queda alguno. Se enemistó con María Teresa a causa del desvergonzado embajador de Austria, Botta, a quien tachó de «bandido de la diplomacia». ¿Debe pelearse ahora con Luis XV a causa de La Chétardie, que no es más que un chismoso? Para hacer bien las cosas, habría que expulsarlo en un plazo de veinticuatro horas. Pero ¿no se ofenderá Francia por esta afrenta, pese a que no va dirigida a un Estado sino a un hombre? Antes de tomar ninguna medida, Isabel convoca a Johanna y le expresa sin miramientos su indignación y su desprecio. Las cartas, extendidas sobre la mesa, acusan directamente a la madre de Sofía. Asustada al ver que todos sus sueños de grandeza se derrumban, la princesa de Anhalt-Zerbst cree que va a ser expulsada inmediatamente de Rusia. Sin embargo, se beneficiará de una prórroga providencial. En consideración a la inocente prometida de su sobrino, Isabel accede a dejar que Johanna se quede, por lo menos hasta la boda. Esta indulgencia no le resulta muy penosa a la zarina. Incluso la ve como una muestra de paciente caridad que le proporcionará algún beneficio. En realidad, compadece a su futura nuera por tener una madre desnaturalizada. Su entusiasmo por Sofía es tan vivo que espera ganarse, con su magnanimidad, no sólo el agradecimiento de la joven sino quizá también su afecto.