De repente, el ambiente irrespirable de San Petersburgo le resulta insoportable a Su Majestad, que, cediendo a uno de esos impulsos místicos que la dominan de vez en cuando, decide realizar una peregrinación al convento de Troitsa, el monasterio de la Trinidad y San Sergio. Se llevará a su sobrino, a Sofía, a Johanna y a Lestocq. Antes de partir, le dice a Alexéi Bestújiev que le encomienda la tarea de decidir la suerte del innoble La Chétardie. Cualquier castigo que considere oportuno infligir a ese falso amigo cuenta por anticipado con su aprobación. Tras haberse lavado así las manos de la suciedad de la capital, se dirige, aliviada, hacia Dios.
Desde el comienzo de la estancia de los peregrinos imperiales en la Trinidad y San Sergio, Isabel observa que, si bien Johanna, Sofía y Lestocq están muy nerviosos por la inconveniencia epistolar de La Chétardie, se diría que a Pedro no le preocupa lo más mínimo. ¿Habrá olvidado acaso que está allí con su prometida, la que será su mujer, y que todo lo que la perjudica a ella debería afectarle también a él?
Mientras en la Trinidad y San Sergio se entretienen con conversaciones medio paganas, medio religiosas sobre el destino de la futura pareja, en San Petersburgo, unos oficiales, flanqueados por guardias armados, se presentan en el domicilio de La Chétardie y le anuncian que, como consecuencia de las difamaciones vertidas sobre Su Majestad, se le ha condenado a abandonar el país en un plazo de veinticuatro horas. El marqués, despedido como un lacayo ladrón, protesta, echa pestes, grita que lo están matando, que se quejará a su gobierno, pero luego se calma, agacha la cabeza y acepta el castigo.
En la primera posta, se presenta un emisario de la emperatriz reclamándole la placa de la Orden de San Andrés y la tabaquera, decorada con un retrato de Su Majestad, con la que fue gratificado unos años antes, en la época en que gozaba de sus favores. En vista de que se niega a separarse de estas reliquias, Alexéi Bestújiev le hace llegar, con el correo siguiente, una sentencia conminatoria de la zarina: «El marqués de La Chétardie no es digno de recibir obsequios personales de Su Majestad.» La Chétardie, al borde de la demencia, implora la intervención de Versalles en un asunto que, según el diplomático, al desacreditarlo a él, desacredita a Francia. Sin embargo, Luis XV, siguiendo los pasos de Isabel, lo pone en su lugar. En castigo por sus torpes acciones, le ordena retirarse a sus tierras del Limosín y permanecer en ellas hasta nueva orden.
En cuanto a Isabel y sus compañeros de peregrinación, tras una piadosa estancia en la Trinidad y San Sergio, regresan a Moscú, donde las damas de Anhalt-Zerbst se esfuerzan en aparentar naturalidad pese a su vergüenza y su decepción. Consciente de que en Rusia simplemente se la tolera y de que al día siguiente de la boda de su hija la invitarán a irse, Johanna continúa sumida en la inquietud. Sofía, por su parte, intenta olvidar esta sucesión de fracasos preparando su conversión a la ortodoxia con un celo de neófita. Mientras ella escucha atentamente los discursos del sacerdote encargado de iniciarla en la fe de sus nuevos compatriotas, Pedro se dedica alegremente a cazar en los bosques y las llanuras circundantes con sus habituales compañeros de andanzas. Todos son del Holstein, entre ellos sólo hablan alemán e incitan al gran duque a desafiar las tradiciones rusas para afirmar hasta el final sus orígenes germanos.
El 28 de junio de 1744, Sofía es recibida por fin en el seno de la Iglesia ortodoxa, pronuncia las palabras rituales del bautismo en ruso, sin tartamudear, y cambia de nombre para convertirse en Catalina Alexéievna. Esta obligación de sustituir la santa que ha sido su patrona desde que nació por una santa del calendario de su nueva religión no le sorprende. Sabe desde hace tiempo que, para casarse con un ruso de la alta nobleza, es preciso hacerlo. Al día siguiente, 29 de junio, se presenta en la capilla imperial para la ceremonia de los esponsales. Encabezando el cortejo, la emperatriz avanza a paso muy lento bajo un palio de plata llevado por ocho generales. Detrás de ella caminan, emparejados, el gran duque Pedro, que sonríe neciamente mirando a su alrededor, y la gran duquesa Catalina, pálida, emocionada y con la mirada baja. El oficio, celebrado por el padre Ambrosio, dura cuatro horas. Pese a estar convaleciente, Catalina no flaquea en ningún momento. Isabel está contenta de su futura nuera: «¡Tiene agallas, llegará lejos!», augura. Durante el baile que clausura las festividades, Isabel observa una vez más el contraste entre la elegancia y la sencillez de la muchacha y el descaro de la madre, que habla a tontas y a locas y siempre quiere ser el centro de atención.
Poco después, toda la corte se traslada con gran pompa a Kíev. La joven pareja y Johanna hacen lo mismo. De nuevo recepciones, bailes, desfiles, discursos… Al final del día, la zarina, aunque está acostumbrada al ajetreo mundano, tiene la extraña sensación de haber perdido el tiempo. Durante este viaje, que durará tres meses, Isabel finge ignorar que a su alrededor el mundo se mueve: se rumorea que Inglaterra está preparándose para atacar los Países Bajos, mientras que, al parecer, Francia planea pelearse con Alemania y los austríacos se disponen a enfrentarse al ejército francés. Los gabinetes de Versalles y Viena rivalizan en astucia para obtener la ayuda de Rusia, y Alexéi Bestújiev permanece entre dos aguas mientras espera recibir instrucciones precisas de Su Majestad. Ésta, seguramente alarmada por los informes de su canciller, decide regresar a Moscú. Inmediatamente, la corte lía el petate y emprende, en larga y lenta caravana, el camino de vuelta. Al llegar a la antigua capital, Isabel piensa en concederse unos días de descanso. Dice estar cansada de la agitación de Kíev. Sin embargo, le basta respirar el aire de Moscú para sentirse de nuevo ávida de distracciones y sorpresas. Por iniciativa suya, se reanudan los bailes, las cenas, las óperas y las mascaradas, y se suceden a un ritmo tal que hasta los jóvenes acaban pidiendo clemencia.
No obstante, como la fecha de la boda se acerca, Isabel se decide a dejar Moscú a fin de ocuparse de los preparativos de la ceremonia, que se celebrará en San Petersburgo. Los prometidos y Johanna parten unos días más tarde. Sin embargo, al bajar del carruaje en la posta de Jotilovo, el gran duque Pedro siente escalofríos. Unas manchas rosáceas aparecen en su rostro. No hay duda posible: es la viruela. Pocos son los que sobreviven a ella. Envían un correo a la emperatriz. Al enterarse de la amenaza que pesa sobre su hijo adoptivo, a Isabel la domina un terror premonitorio. ¿Cómo podría olvidar que, menos de quince años antes, el joven zar Pedro II sucumbió a esta enfermedad poco antes de la fecha de su boda? Y por una extraña coincidencia, aquel mes de enero de 1730, la novia, una Dolgoruki, también se llamaba Catalina. ¿Acaso ese nombre lleva la desgracia a la dinastía de los Románov? Isabel se niega a creerlo, al igual que se niega a creer en la fatalidad del contagio. Decidida a reunirse con el heredero del trono para cuidarlo hasta que recobre la salud, ordena enganchar los caballos. Entre tanto, Catalina, aterrada, ha partido hacia la capital y por el camino se cruza con el trineo de Isabel. Unidas por la angustia, la emperatriz, que teme lo peor para su sobrino, y la prometida, que tiembla ante la idea de perder a su futuro marido, caen una en brazos de otra. Esta vez, Isabel ya no duda de haber sido guiada por el Señor al otorgar su confianza a esta princesita de quince años: Catalina es la esposa que necesita el pánfilo de Pedro y la nuera que necesita ella para ser feliz y acabar sus días en paz. Juntas se dirigen a Jotilovo. Al llegar al pueblo, encuentran al gran duque tiritando en un camastro. Mientras lo observan agitarse y transpirar, la zarina se pregunta si la dinastía de Pedro el Grande va a acabarse con este lamentable enfermo. En cuanto a Catalina, ya se imagina regresando a Zerbst, y llevando por todo equipaje el recuerdo de una fiesta trágicamente acortada. Luego, a petición de la emperatriz, que teme que la joven se contagie justo antes de la boda, Catalina acepta marcharse a San Petersburgo con su madre, dejando al gran duque a cargo de Su Majestad.