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Durante varias semanas, Isabel, recluida en una cabaña rústica y mal caldeada, vela por ese heredero que le está jugando la mala pasada de abandonar la partida en el momento en que los dos estaban a punto de ganarla. Pero ¿por qué se consagra de esa forma a un ser al que no quiere?, ¿por caridad cristiana o en atención a la herencia monárquica? Ni siquiera intenta analizar ya la naturaleza de los vínculos que la unen a ese muchacho estúpido e ingrato. La empuja una fatalidad que no se atreve a definir como la expresión de la voluntad divina. Por suerte, la fiebre de Pedro disminuye poco a poco y su mente recupera cierta lucidez.

A fines del mes de enero de 1745, la emperatriz parte de Jotilovo para llevar a su sobrino, ya curado, a San Petersburgo. El joven ha cambiado tanto en el transcurso de su enfermedad que Isabel teme la decepción de Catalina cuando vea el pingajo que le lleva a guisa de prometido. La viruela ha devastado el rostro de Pedro. Con el cráneo rapado, la cara tumefacta, los ojos inyectados en sangre y los labios agrietados, es la caricatura del joven que era unos meses antes. Ante ese espantajo, la zarina se siente tentada de disculpar por anticipado la reacción de Catalina. Para mejorar la apariencia del «resucitado», le coloca una poblada peluca. Luciendo esos falsos bucles empolvados, Pedro está todavía más repelente que con su aspecto natural, pero la suerte está echada. Es preciso capear el temporal. En cuanto los viajeros llegan y se instalan en el palacio de Invierno, Catalina va a ver a su prometido, milagrosamente restablecido. Isabel, con el corazón encogido, asiste al encuentro. Al ver al gran duque Pedro, Catalina parece quedarse paralizada por el horror. Con la boca entreabierta y los ojos desencajados, farfulla un cumplido para felicitar a su prometido por su curación, hace una pequeña reverencia y se marcha precipitadamente, como si acabara de toparse con un espectro.

El 10 de febrero, aniversario del nacimiento del gran duque, la emperatriz, consternada, incluso le desaconseja que aparezca en público. Sin embargo, aún confía en que, con el tiempo, los defectos físicos de su sobrino se atenúen. Lo que de momento le parece más grave es el escaso interés que demuestra por su prometida. Según las habladurías del entorno de Catalina, Pedro ha presumido delante de ella de haber tenido amantes. Pero ¿es siquiera capaz de satisfacer a una mujer en los juegos amorosos? ¿Está, en ese aspecto, normalmente constituido? Y la encantadora Catalina, ¿será lo bastante coqueta e imaginativa para despertar el deseo de un marido «blandengue»? ¿Le dará hijos al país que ya los espera? ¿Es posible corregir con remedios la deficiencia sexual de un hombre para quien la visión de un regimiento desfilando es más excitante que la de una joven tendida en la penumbra de su alcoba? La zarina, agobiada por las dudas, consulta a varios médicos. Tras doctos conciliábulos, éstos deciden que, si bebiera menos, el gran duque se sentiría más atraído por las damas. Por lo demás, creen que esa inhibición es puramente pasajera y que muy pronto se perfilará una «mejoría». Esa es también la opinión de Lestocq. Sin embargo, tales palabras lenitivas no bastan para calmar los temores de la emperatriz. Le extraña que Catalina y Pedro no tengan más prisa por casarse. ¿Acaso les asustan los maravillosos placeres nocturnos? Mientras que ellos se adaptan a todos los retrasos que separan los sueños púdicos de la realidad carnal, Isabel está doblemente impaciente. Tras largas conversaciones, se fija de forma irrevocable la fecha de la ceremonia. Su Majestad decide que la boda más espléndida del siglo tendrá lugar el 21 de agosto de 1745.

***

Capítulo nueve

La Rusia isabelina

Cuando hay que organizar una fiesta de primera categoría, Isabel no deja nada en manos del azar. La mañana de la ceremonia nupcial, ha asistido al tocado de Catalina, la ha examinado desnuda de la cabeza a los pies, ha dado instrucciones a las doncellas encargadas de vestirla, ha discutido con el peluquero sobre la mejor forma de ondularle el pelo, ha escogido, sin admitir discusión, el vestido de brocado de plata, de falda ancha, mangas cortas y con una cola con rosas bordadas; luego, tras vaciar su joyero, ha completado el arreglo con collares, pulseras, anillos, broches y pendientes, cuyo peso dificulta todo movimiento e impone a la gran duquesa un porte hierático. El gran duque también está condenado al tejido de plata y la joyería imperial. Sin embargo, del mismo modo que su prometida podría parecer una visión celestial, él, con su aspecto de mono disfrazado de príncipe, mueve a la risa. Los bufones habituales de Su Majestad Ana Ivánovna resultaban menos divertidos cuando hacían muecas que él cuando intenta aparentar seriedad.

El cortejo atraviesa San Petersburgo en medio de una bulliciosa multitud que se prosterna al paso de los carruajes, se santigua precipitadamente y salmodia votos de felicidad dirigidos a la joven pareja y a la zarina. Jamás ha habido tantos cirios encendidos en la catedral de Nuestra Señora de Kazan. Durante toda la liturgia, Isabel está sobre ascuas. Teme en cualquier momento una de esas inconveniencias a las que tan aficionado es su sobrino en las circunstancias más graves. Pero el oficio se desarrolla sin tropiezos, incluido el intercambio de anillos. Al escuchar las últimas palabras del sacerdote, la zarina exhala un suspiro de alivio. Después de haber estado a punto de quedarse anquilosada por permanecer horas de pie en la iglesia, está impaciente por estirar las piernas en el baile que, como es habitual, rematará los festejos. Sin embargo, pese a lo mucho que disfruta bailando, no olvida que lo esencial del asunto no es la bendición, y todavía menos los minués y las polonesas, sino el acoplamiento que, en principio, muy pronto tendrá lugar. A las nueve de la noche, decide que ha llegado el momento de que se retiren los recién casados e interrumpe la fiesta. En su papel de concienzuda señora de compañía, los conduce a los aposentos conyugales. Varias damas de honor, excitadísimas, los escoltan. El gran duque desaparece discretamente para ponerse la ropa de dormir y las doncellas de la gran duquesa aprovechan la ausencia temporal de su marido para ponerle a la joven un camisón de sugestivas transparencias y un ligero gorro de encaje, y meterla en la cama ante la mirada atenta de la emperatriz. Cuando Su Majestad considera que la «pequeña» está «a punto», sale con una lentitud teatral. A decir verdad, deplora que la decencia le impida presenciar la continuación. Preguntas absurdas la atormentan. ¿En qué estado se encuentra su sobrino unos minutos antes de la prueba? ¿Posee suficiente energía viril para contentar a esa criatura inocente? ¿Serán capaces de amarse, tanto uno como otro, sin sus consejos? Antes de salir de la habitación, ha observado que Catalina tenía una expresión atemorizada y que un velo de lágrimas le empañaba los ojos. Por supuesto, ella sabe que ese tipo de temor virginal no puede sino excitar el deseo de un hombre normalmente constituido. Pero ¿el gran duque lo es? ¿No padece ese ser de temperamento excéntrico una impotencia que ninguna mujer sería capaz de curar? Al reunirse con Alexéi Razumovski al término de un día agotador, Isabel se felicita por no tener que hacerse la misma pregunta sobre ellos dos.