Durante los días siguientes, intenta en vano sorprender en la mirada de Catalina algo que denote la existencia de un entendimiento físico. Pero la joven esposa parece cada vez más pensativa y desilusionada. Cuando interroga a sus camaristas, Isabel se entera de que el gran duque Pedro, tras reunirse por la noche con su mujer en la cama, en lugar de acariciarla, se entretiene jugando con figuritas de madera posadas en la mesita de noche. Y muchas veces, añaden, con la excusa de que le duele la cabeza, deja sola a la gran duquesa para irse a beber y a reír con unos amigos a la estancia contigua. Y también se divierte haciendo que los criados caminen como si estuvieran desfilando. Son niñerías, por supuesto, pero no dejan de resultar ofensivas, e incluso inquietantes, para una esposa que lo que quiere es que le hagan sentir como mujer.
Pero, en tanto que Catalina permanece insatisfecha junto a un marido languideciente, su madre pierde la vergüenza sin ningún reparo. En unos meses pasados en San Petersburgo, ha encontrado la manera de convertirse en amante del conde Iván Betski. Se dice que está embarazada de este gentilhombre y que, si bien la gran duquesa está tardando en dar un heredero al imperio, su querida mamá va a ofrecerle a ella un hermanito o una hermanita en un futuro próximo. Indignada por la indecencia de esa mujer que, en consideración a Catalina, debería haber moderado sus ardores durante su estancia en Rusia, Isabel la invita firmemente a abandonar el país al que no ha llevado sino deshonor ynecedad. Tras una escena patética de excusas yjustificaciones, que la zarina escucha con un desprecio glacial, Johanna hace las maletas y regresa a Zerbst sin despedirse de su hija, cuyos reproches teme.
Pese a que durante todo este tiempo estaba consternada por las insensateces de su madre, Catalina se siente tan sola tras la marcha de Johanna que su melancolía se transforma en una desesperación silenciosa. Isabel, testigo de esta congoja, se empeña en creer que, viendo a su mujer desdichada, Pedro se acercará a ella, y que las lágrimas de Catalina conseguirán lo que ésta no ha sabido despertar en él mediante la coquetería. Sin embargo, la falta de entendimiento entre los esposos se acentúa de día en día. Herido en su amor propio por no poder cumplir con su deber conyugal, como Catalina le invita a hacer todas las noches con gestos tiernamente provocativos, Pedro se venga afirmando, con un cinismo soldadesco, que ama fuera del matrimonio e incluso que mantiene una relación de la que no puede prescindir. Le habla de algunas de sus damas de honor, que según él le prodigan sus favores. En su deseo de humillarla, lleva la insolencia al extremo de burlarse de su sumisión a la religión ortodoxa y de su respeto por la emperatriz, esa desvergonzada que airea sus relaciones con el antiguo mujik Razumovski. Los excesos de Su Majestad son, dice Pedro, la comidilla de todos los salones de la capital.
A Isabel le harían cierta gracia los altercados de la pareja granducal, si su nuera tuviera el acierto de quedarse embarazada entre un enfado y otro. Pero, al cabo de nueve meses de vida marital, la joven tiene el vientre tan plano como el día de la boda. ¿Será todavía virgen? Isabel se toma esta esterilidad prolongada como un atentado a su prestigio personal. En un acceso de cólera, convoca a su improductiva hija política, la hace única responsable de que no se haya consumado el matrimonio, la acusa de frigidez y de torpeza, y, repitiendo las quejas del canciller Alexéi Bestújiev, llega incluso a afirmar que Catalina comparte las ideas políticas de su madre y trabaja en secreto para el rey de Prusia.
Por más que la gran duquesa protesta y llora ante su suegra, inopinadamente convertida en furia, Isabel, más soberana que nunca, le anuncia que en lo sucesivo el gran duque yella tendrán que portarse bien, que su vida, tanto íntima como pública, estará sometida a reglas estrictas, redactadas en forma de «instrucciones» por el canciller Bestújiev, yque «dos personas distinguidas» garantizarán la ejecución de este programa: «un maestro y una maestra de corte», nombrados por Su Majestad. El maestro de corte se encargará de enseñarle a Pedro el decoro, el lenguaje correcto y las ideas sanas que corresponden a su estado. La maestra de corte incitará a Catalina a plegarse, en toda circunstancia, a los dogmas de la religión ortodoxa; le prohibirá la menor intrusión en el terreno de la política, alejará de ella a los jóvenes que podrían apartarla del amor conyugal y le enseñará ciertos trucos femeninos para despertar el deseo de su esposo, a fin de que, «de este modo, un vástago de nuestra altísima casa pueda ser engendrado», se lee en el documento. [56]
Para poner en práctica estas disposiciones draconianas, se prohíbe a Catalina escribir directamente a nadie. Todas sus cartas, incluidas las destinadas a sus padres, son previamente sometidas al examen del Colegio de Asuntos Exteriores. Al mismo tiempo, se aleja de la corte a los pocos gentileshombres cuya compañía a veces la distrae en su soledad y su tristeza. Así, tres Chernichov -dos hermanos y un primo-, apuestos y de trato agradable, son enviados como tenientes, por orden de Su Majestad, a regimientos acantonados en Orenburg. La maestra de corte, a quien corresponde meter en vereda a Catalina, es una prima hermana de la emperatriz, María Choglokov, y el maestro de corte no es otro que el marido de ésta, un hombre influyente, en la actualidad enviado en comisión a Viena. Este matrimonio modelo está destinado a servir de ejemplo a la pareja granducal. María Choglokov es un dechado de virtud, puesto que está consagrada a su esposo, es tenida por piadosa, lo ve todo por los ojos de Bestújiev y a los veinticuatro años ya ha tenido cuatro hijos. En caso necesario, se añadirá a los Choglokov un mentor suplementario, el príncipe Repnín. También él tendrá que iniciar a Sus Altezas en la obediencia, la devoción y la supremacía rusa.
Con tales bazas en la mano, Isabel está segura de que logrará domeñar y juntar a ese matrimonio desunido. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que tan difícil resulta despertar el amor recíproco en una pareja desavenida como instaurar la paz entre dos países con intereses enfrentados. Tanto en el mundo como en su casa reinan las incomprensiones, las rivalidades, las exigencias, los enfrentamientos y las rupturas.
Durante una sucesión de amenazas de guerra y escaramuzas locales, de tratados chapuceros y concentraciones de tropas en las fronteras, se consigue, tras unas victorias de los ejércitos franceses en las Provincias Unidas, que Isabel acepte enviar un cuerpo expedicionario a los confines de Alsacia. Sin iniciar las hostilidades contra Francia, incita a ésta a mostrarse menos intransigente en las negociaciones con sus adversarios. El 30 de octubre de 1748, por el tratado de paz de Aquisgrán, Luis XV renuncia a conquistar los Países Bajos y Federico II conserva Silesia. La zarina, por su parte, sale del trance sin haber ganado ni perdido nada, pero habiendo decepcionado a todos. El único soberano que puede felicitarse por este acuerdo es el rey de Prusia.
Pero, a la sazón, Isabel está convencida de que Federico II mantiene en San Petersburgo, dentro de los propios muros de palacio, a uno de sus partidarios más eficientes y peligrosos: el gran duque Pedro. Su sobrino, al que la zarina nunca ha soportado, le resulta cada día más extraño y odioso. «Mi sobrino me ha decepcionado enormemente… Es un monstruo, ¡que el diablo se lo lleve!», le confiesa a Razumovski. Para sanear el ambiente germanófilo de que se rodea el gran duque, Isabel se dedica a eliminar de su séquito a los gentileshombres del Holstein y a alejar a los que intentan reemplazarlos. No queda uno solo, ni siquiera el ayuda de cámara de Pedro, un tal Rombach, que no sea encarcelado con un pretexto fútil. Pedro se consuela de estas vejaciones entregándose a extravagantes y caprichosas actividades. No se separa de su violín, cuyas cuerdas se pasa horas rascando hasta destrozar los oídos de su esposa. Habla de un modo tan deshilvanado que, en ocasiones, Catalina cree que se ha vuelto loco y le entran ganas de salir huyendo. Si Pedro la ve ocupada leyendo, le arranca el libro de las manos y le ordena que juegue con él a representar una batalla con los soldados de madera que colecciona. Llevado por su reciente pasión por los perros, instala una decena de ellos en el dormitorio conyugal, pese a las protestas de Catalina. Al quejarse ella de los ladridos y el olor, la insulta y se niega a renunciar a su jauría. En su aislamiento, Catalina busca en vano un amigo o, al menos, un confidente. Acaba por conformarse con el médico de la emperatriz, el inamovible Lestocq, que le demuestra interés e incluso simpatía. Espera haberlo convertido en su aliado, tanto contra la «camarilla de los prusianos» como contra Su Majestad, que sigue reprochándole su infecundidad cuando no es ella la responsable. Dado que se le impide escribir libremente a su madre, recurre al médico para enviar las cartas, a través de vías seguras, a su destinataria. Pero Bestújiev, que detesta a Lestocq por ver en él un rival potencial, está encantado de enterarse por sus espías de que el «medicastro», transgrediendo las instrucciones imperiales, hace favores a la gran duquesa. Valiéndose de esta información, acude a Razumovski y acusa a Lestocq de ser un agente a sueldo de las cancillerías extranjeras y de trabajar para desprestigiar al «gran favorito» ante Su Majestad. Esta delación concuerda con las denuncias de un secretario del médico de corte, un tal Chapuzot, quien, sometido a tortura, confiesa todo lo que se le pide. Ante este conjunto de indicios más o menos probatorios, Isabel se pone en guardia. Desde hace varios meses, evita ponerse en manos de Lestocq. Si ya no es de confianza, debe pagar por ello.