La noche del 11 al 12 de noviembre de 1748, Lestocq es arrancado bruscamente de su sueño y conducido a la fortaleza San Pedro y San Pablo. Una comisión especial presidida por Bestújiev en persona, con el general Apraxin y el conde Alexandr Shuválov como asesores, acusa a Lestocq de haberse vendido a Suecia y a Prusia, de mantener correspondencia clandestina con Johanna de Anhalt-Zerbst, madre de la gran duquesa Catalina, y de conspirar contra la emperatriz de Rusia. Tras ser sometido a tortura, y pese a jurar ser inocente, será deportado a Úglich y privado de todos sus bienes. Sin embargo, en un rasgo de tolerancia, Isabel permite que la mujer del condenado se reúna con él en la prisión y más tarde en el exilio. Tal vez incluso se compadece de la suerte de ese hombre al que, por principio real, ha tenido que castigar cuando conserva un excelente recuerdo de la solicitud que siempre le ha demostrado estando a su servicio. Sin ser buena, es sensible e incluso sentimental. Incapaz de mostrarse indulgente, se siente completamente dispuesta a verter lágrimas por las víctimas de una epidemia en un país lejano o por los desdichados soldados que arriesgan su vida en las fronteras del imperio. Como casi siempre adopta una actitud campechana y risueña, sus súbditos, olvidando los suplicios, las expoliaciones y las ejecuciones ordenadas durante su reinado, suelen llamarla «la Clemente». Hasta sus damas de honor, a las que a veces obsequia con un bofetón o con un insulto que haría sonrojar a un granadero, se enternecen cuando les dice, después de haberlas castigado injustamente: Vinovata, mátushka! («¡Lo siento, madrecita!») Pero con quien se muestra más afectuosa y atenta es con su marido morganático, Razumovski. Cuando hace frío, le abrocha la pelliza, procurando que todos los que están a su alrededor se fijen en este gesto de solicitud conyugal. Si se encuentra inmovilizado en el sillón debido a un ataque de gota, cosa que le sucede con frecuencia, ella sacrifica citas importantes para hacerle compañía. En el palacio no se reanuda la vida normal hasta que el enfermo se cura.
No obstante, Isabel se permite engañarlo con hombres jóvenes y vigorosos, como los condes Nikita Panín y Sergéi Saltikov. Aunque, de todos sus amantes ocasionales, el que goza de su preferencia es el sobrino de los Shuválov, Iván Ivánovich. Lo que la atrae de este nuevo elegido es, aparte de la apetitosa frescura de su cuerpo, por supuesto, su instrucción y sus conocimientos de Francia. Ella que no lee jamás, está maravillada de verlo tan impaciente por recibir los últimos libros que le han mandado de París. Tiene veintitrés años y se cartea con Voltaire, dos cualidades que, desde el punto de vista de Su Majestad, lo distinguen del común de los mortales. Junto a él, tiene la impresión de sacrificarlo todo al amor y a la cultura. ¡Y sin cansarse ni la vista ni el cerebro! Iniciarse en los esplendores del arte, de la literatura y de la ciencia entre los brazos de un hombre que es una enciclopedia viva, es la mejor forma, piensa Isabel, de aprender disfrutando. Y parece tan satisfecha de esta pedagogía voluptuosa que a Razumovski ni se le ocurre reprocharle su traición. Es más, incluso encuentra a Iván Shuválov absolutamente digno de estima y anima a Su Majestad a unir los placeres de la alcoba a los del estudio. Iván Shuválov es quien incita a Isabel a fundar la Universidad de Moscú y la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo. Con esta acción, la emperatriz experimentará un sentimiento de revancha cercano al vértigo. El hecho de ser consciente de su ignorancia hace que se sienta más orgullosa aún de presidir el despertar del movimiento intelectual en Rusia. Le resulta embriagador pensar que los escritores y los artistas de mañana se lo deberán todo a ella, que no sabe nada.
Sin embargo, aunque Razumovski acepta dócilmente ser suplantado por Iván Shuválov en los favores de Su Majestad, el canciller Bestújiev, por su parte, intuye con angustia que su propia preeminencia está amenazada por la incorporación de este joven favorito a la numerosa y ávida «comunidad». Así pues, se esfuerza en eliminarlo presentándole el encantador Nikita Beketov a la zarina. Pero, tras haber deslumbrado a Su Majestad en el transcurso de un espectáculo ofrecido por los alumnos de la Escuela de Cadetes, este Adonis ha sido llamado para servir en el ejército. En vano se intentará que vuelva a San Petersburgo para colocarlo ante los ojos de Su Majestad. El clan de los Shuválov se ocupa de hundirlo. Por pura amistad, le recomiendan una crema suavizante para el rostro, y nada más aplicársela, Nikita Beketov ve cómo las mejillas se le cubren de manchas rojas. Una fiebre horrible lo asalta. En su delirio, pronuncia palabras indecentes referidas a Su Majestad. Evidentemente, es expulsado de palacio, donde no volverá a poner los pies, dejando la vía libre a Iván Shuválov y a Alexéi Razumovski, que se aceptan yse aprecian mutuamente a la manera de un marido y un amante que «saben vivir».
Esta doble influencia es sin duda la causa de que la zarina se entregue a su pasión de construir. Querría embellecer el San Petersburgo de Pedro el Grande, a fin de que la posteridad la considerara digna de su antepasado. Todo reinado importante -lo sabe por atavismo- debe inscribirse en la piedra. Sin reparar en gastos, hace restaurar el palacio de Invierno y construir en Tsárkoie Seló, en el plazo de tres años, el palacio de Verano, que se convertirá en su residencia preferida. El italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli, encargado de estas ingentes obras, también se ocupa de erigir una iglesia en Peterhof y de acondicionar el parque del castillo, así como los jardines de Tsárkoie Seló. Pero, para rivalizar con un Luis XV, que sigue siendo su modelo en el arte del fasto y la propaganda reales, Isabel se dirige a pintores de renombre cuya misión será legar a la curiosidad de las generaciones futuras los retratos de Su Majestad y de sus íntimos. Así, tras haber «utilizado» al pintor de corte Caravaque, le gustaría hacer venir desde Francia al famosísimo Jean-Marc Nattier. Pero, como éste presenta en el último momento sus disculpas por no poder acudir, tiene que conformarse con su yerno, Louis Tocqué, a quien Iván Shuválov persuade ofreciéndole veintiséis mil rublos de plata. En dos años, Tocqué pintará una decena de lienzos, y al término de su contrato les pasará el pincel a Louis-Joseph Le Lorrain y Louis-Jean-François Lagrenée. [57] Todos estos artistas son elegidos, aconsejados y pagados por Iván Shuválov, cuya mejor contribución a la gloria de su imperial amante fue atraer a San Petersburgo a pintores y arquitectos extranjeros.