No obstante, por ávida que esté de diversiones desenfrenadas, Catalina siempre reserva unas horas para ocuparse de los asuntos públicos. Ménshikov continúa dictándole las decisiones cuando se trata del interés del Estado, pero, con el paso del tiempo, Catalina va envalentonándose hasta llegar a discutir a veces las opiniones de su mentor. Al tiempo que reconoce que nunca podrá prescindir de los juicios de este hombre competente, abnegado y retorcido, lo convence para instaurar en torno a ella un Alto Consejo secreto cuyos miembros serán, además de su inspirador, Ménshikov, otros personajes cuya fidelidad a Su Majestad es notoria: Tolstói, Apraxin, el vicecanciller Golovkin, Ósterman… Este gabinete supremo arrincona al tradicional Senado, que sólo debate ya cuestiones secundarias. Por instigación del Alto Consejo, Catalina decide hacer más llevadera la suerte de los viejos creyentes perseguidos por sus concepciones heréticas, crear una Academia de las Ciencias según el deseo de Pedro el Grande, acelerar el embellecimiento de la capital, velar por la construcción del canal de Ladoga y equipar la expedición del navegante danés Vitus Bering a Kamchatka.
Estas prudentes resoluciones casan bien, dentro de la mente en efervescencia de la zarina, con su gusto por el alcohol y el amor. Es voraz y perspicaz, de una sensualidad vulgar y una lucidez fría. Nada más saborear los goces complementarios del poder y de la voluptuosidad, vuelve a su preocupación primordiaclass="underline" la familia. Toda madre, aunque sea zarina, tiene la misión de ocuparse de casar a sus hijas cuando alcanzan la edad de la pubertad. Catalina ha traído al mundo dos muchachas agradables a la vista y con una mente bastante despierta para gustar tanto por su conversación como por su rostro. La mayor, Ana Petrovna, fue prometida no hace mucho al duque de Holstein-Gottorp, Carlos Federico. Hombre enclenque, nervioso y poco agraciado, lo único que tiene el duque para seducir a la joven es el título. Pero la razón puede imponerse a los sentimientos cuando, tras la unión de las almas, se perfilan alianzas políticas y anexiones territoriales. La boda se retrasó debido a la muerte de Pedro el Grande, y Catalina planea ahora celebrarla el 21 de mayo de 1725. Ana se resigna, por sumisión a la voluntad materna, a lo que para ella no es sino un triste arreglo. Tiene diecisiete años; Carlos Federico, veinticinco. El arzobispo Feofán Prokópovich, que unas semanas antes celebró en eslavón, la lengua de la Iglesia, el oficio fúnebre de Pedro el Grande, bendice la unión de la hija del desaparecido con el hijo del duque Federico de Holstein y de Hedwige de Suecia, hija a su vez del rey Carlos XI. Como el novio no habla ni eslavón ni ruso, un intérprete le traduce al latín los pasajes esenciales. El banquete es amenizado por las contorsiones y las muecas de una pareja de enanos que surgen, en el momento del postre, de los lados de una enorme empanada. La concurrencia se troncha de risa y estalla en aplausos. La joven novia también se divierte. No sospecha la amarga decepción que la espera. Tres días después de la ceremonia nupcial, el residente sajón hace saber a su rey que Carlos Federico ya ha dormido fuera tres veces, dejando a Ana sola y aburrida en la cama. «La madre está desesperada por el sacrificio de su hija», escribe en su informe. Poco después, añadirá que la esposa desdeñada se consuela pasando la noche con unos y con otros». [5]
Aun lamentando que su hija mayor haya tenido tan mala suerte, Catalina se niega a declararse vencida y, puesto que a su yerno parecen tentarlo poco los asuntos amorosos, trata de interesarlo en los asuntos públicos. Ha dado en el clavo: Carlos Federico es un apasionado de la política. Invitado a participar en las reuniones del Alto Consejo secreto, interviene en los debates con tanto ardor que Catalina, alarmada, a veces considera que se inmiscuye en cuestiones que no le incumben. Descontenta con este primer yerno, espera corregir su error de puntería concertando para su segunda hija, Isabel, la preferida de Pedro el Grande, un matrimonio que sea la envidia de toda Europa. Ella ha conocido Europa sobre todo a través de los comentarios de su marido y, desde hace poco escuchando los informes de sus diplomáticos. Pero, si bien Pedro el Grande se sentía seducido por la disciplina, la eficacia y el rigor germanos, ella es cada vez más sensible al encanto y el espíritu de Francia, de los que le hablan machaconamente quienes han visitado dicho país. A su alrededor se afirma que las celebraciones y los entretenimientos de la corte de Versalles son de un refinamiento sin par. Algunos llegan incluso a asegurar que la elegancia y la inteligencia de las que se enorgullece el pueblo francés sirven para adornar con mil gracias la autoridad ilustrada de su gobierno y el poder de su ejército. El embajador de Francia, Jacques de Campredon, le habla a menudo a Catalina de lo interesante que sería un acercamiento entre dos países que lo tienen todo para entenderse. Un acuerdo así libraría a la emperatriz, según él, de las solapadas intervenciones de Inglaterra, que no desaprovecha ninguna ocasión para entrometerse en los litigios de Rusia con Turquía, Dinamarca, Suecia o Polonia. Desde que este distinguido diplomático asumió sus funciones en San Petersburgo, hace cuatro años, no ha dejado de recomendar con discreción una alianza francorrusa. Al poco de llegar a la corte, informó a su ministro, el cardenal Dubois, de que la hija pequeña del zar, la joven Isabel Petrovna, «muy amable y muy bien hecha», sería una excelente esposa para un príncipe de la casa de Francia. Sin embargo, en esa época el regente era favorable a los ingleses y temía irritarlos manifestando algún interés por una gran duquesa rusa. Jacques de Campredon, tenaz, insiste ahora en su idea inicial. ¿Acaso las negociaciones rotas con el zar no pueden reanudarse, tras la muerte de éste, con la zarina? Campredon quiere convencer a su gobierno de la conveniencia de hacerlo y, para preparar el terreno, redobla su amabilidad hacia Catalina. La emperatriz se siente halagada en su orgullo materno por la admiración que el diplomático manifiesta hacia su hija. ¿No es como un signo precursor del apego que todos los franceses sentirán un día por Rusia? Recuerda con emoción la ternura que Pedro el Grande prodigaba años atrás a la pequeña Isabel, tan joven entonces, tan rubia, tan grácil, tan juguetona… La chiquilla sólo tenía siete años cuando su padre le pidió al pintor francés Caravaque, un asiduo de palacio en San Petersburgo, que la pintara desnuda para poder contemplarla en todo momento, a su capricho. Sin duda habría estado muy orgulloso de que su hija, tan bella y virtuosa, fuera elegida como esposa por un príncipe de Francia. Unos meses después de los funerales de su marido, Catalina se muestra de nuevo atenta a las sugerencias de Campredon. Las negociaciones matrimoniales se reanudan en el punto donde habían sido dejadas al morir el zar.
En el mes de abril de 1725 se extiende el rumor de que la infanta María Ana, de siete años, hija del rey Felipe V de España y, por lo que se decía, prometida a Luis XV, de quince años, está a punto de ser devuelta a su país porque el duque de Borbón [6] la considera demasiado joven para el papel que le tienen destinado. De repente, Catalina se entusiasma de nuevo y convoca a Campredon, que no puede sino confirmarle la noticia. Ella se compadece de la suerte de la desdichada infanta, pero declara que la decisión del regente no la sorprende, pues no se puede jugar impunemente con el candor sagrado de la infancia. Luego, como no se fía del gran maestro de la corte, Narishkin, que asiste a la entrevista, continúa la conversación en sueco. Tras elogiar las cualidades físicas y morales de Isabel, destaca la importancia que la gran duquesa tendría en el tablero internacional en caso de llegar a un acuerdo familiar con Francia. La zarina no se atreve a expresar abiertamente lo que de verdad piensa y se limita a proclamar, con un brillo profético en los ojos: «La amistad y la alianza con el rey de Francia nos serían preferibles a las de todos los demás príncipes del mundo.» Su sueño es que su querida y pequeña Isabel, «ese trozo del rey», se convierta en reina de Francia. ¡Cuántos problemas encontrarían una fácil solución, de un extremo a otro de Europa, si Luis XV aceptara ser su yerno! En caso necesario, promete, la novia abrazará la religión católica. Ante tal ofrecimiento, que más parece una declaración de amor, Campredon se deshace en agradecimientos y solicita un plazo para transmitir los detalles de la proposición a las altas instancias. Ménshikov, por su parte, asedia al embajador y le jura que la inteligencia y la gracia de Isabel son «dignas del genio francés», que ha «nacido para Francia» y que deslumbraría a Versalles en cuanto hiciera su primera aparición en la corte. Convencido de que el regente no tendrá el descaro de resistirse a estos argumentos dictados por una amistad sincera, va más lejos aún y sugiere completar el matrimonio de Luis XV e Isabel con el del duque de Borbón y María Leszczynska, la hija del rey Estanislao de Polonia, actualmente exiliado en Wissembourg. Porque, efectivamente, este soberano desposeído podría volver un día u otro a subir al trono, si Rusia no viera en ello demasiados inconvenientes.