Respaldado por Iván Shuválov, que lo ha hecho nombrar -¿por qué no?- presidente de la Academia, inaugura su cargo con un curso de física experimental. Dado que su curiosidad lo lleva de una disciplina a otra, publica sucesivamente Introducción a la verdadera química física, Disertación sobre los deberes de los periodistas en las exposiciones que hacen sobre la libertad de filosofar (en francés) y, seguramente para dejar de ser sospechoso de ateísmo occidental ante el clero ortodoxo, Reflexión sobre la utilidad de los libros de Iglesia en la lengua rusa. Otras obras del mismo estilo salen de su prolífica pluma, alternando con odas, epístolas y tragedias. En 1748 escribe un tratado de retórica en ruso. Al año siguiente, para variar, se pone a estudiar a fondo la coloración industrial del vidrio. Con el mismo entusiasmo, emprende la redacción del primer léxico de la lengua rusa. Es por turnos poeta, químico, mineralogista, lingüista y gramático, pasa semanas enteras encerrado en su despacho de San Petersburgo o en el laboratorio que ha instalado en Moscú, en la torre Sujárov, construida tiempo atrás por Pedro el Grande. Negándose a perder el tiempo comiendo, cuando problemas tan importantes requieren su atención, se limita a mordisquear de vez en cuando un trozo de pan con manteca y dar unos tragos de cerveza, para proseguir su tarea hasta desfallecer de inanición. Por la noche, los transeúntes miran con inquietud la luz que brilla tras las ventanas de este antro del trabajo, que no se sabe si cuenta con el beneplácito de Dios o del diablo. Monstruo de erudición y de avidez intelectual, en lucha contra la ignorancia y el fanatismo del pueblo, en 1753 Lomonósov llegará incluso a disputarle a Benjamín Franklin la prioridad del descubrimiento de la fuerza eléctrica. Pero también se ocupa de las aplicaciones prácticas de la ciencia. Desde esta perspectiva, y siempre con el apoyo de Iván Shuválov, reorganizará la primera universidad, fundará una fábrica imperial de porcelana e implantará en Rusia el arte de la vidriería y del mosaico.
Isabel, que ha reconocido enseguida los méritos de Lomonósov, le devuelve en admiración y en protección los numerosos homenajes que él le dedica en sus poemas. Siendo semiiletrada, sustituye gustosa la cultura por el instinto. El instinto es lo que la ha llevado a escoger como favorito, y más tarde como esposo inconfesado, a un simple campesino, antiguo chantre de iglesia, y a confiar la instrucción de su imperio a otro hombre de extracción humilde, hijo de pescador y polígrafo de talento. En ambos casos, se ha dirigido a un hijo del pueblo para ayudarlo a elevar al pueblo, como si supiera que en las capas profundas del terreno humano es donde reside la sabiduría. Le ha bastado conocer los primeros trabajos de Lomonósov para darse cuenta de que lo más importante que quedará de su reinado no serán ni los monumentos, ni las leyes, ni los nombramientos de ministros, ni las conquistas militares, ni las fiestas con sus fuegos artificiales, sino el nacimiento de la auténtica lengua rusa. Ninguna de las personas que la rodean intuye aún que, bajo una apariencia cotidiana, el país está viviendo una revolución. Lo que cambia imperceptiblemente no son las mentes o las costumbres, es la manera de escoger y de disponer las palabras, de expresar el pensamiento. Liberada de la ganga ancestral del eslavón eclesiástico, la palabra rusa del futuro toma alas. Y es el hijo de un pescador del Gran Norte quien, mediante sus escritos, la ennoblece.
Si la suerte de Lomonósov es haber contado con Isabel para ayudarlo en su prodigiosa carrera, la suerte de Isabel es haber contado con Lomonósov para crear, a su sombra, la lengua rusa de mañana.
Capítulo diez
Solicitada, a lo largo del año 1750, unas veces por los acontecimientos del mundo exterior y otras por los de su familia, Isabel ya no sabe adónde acudir. A imagen y semejanza de la Europa abandonada a rivalidades y convulsiones, la pareja granducal vive a trompicones, sin una directriz firme y, al parecer, sin ningún proyecto de futuro. La grosería de Pedro se manifiesta a la menor ocasión. La edad, que debería moderar sus chiquilladas y sus manías, no hace sino exacerbarlas. A los veintidós años sigue entreteniéndose con marionetas, dirigiendo, vestido con el uniforme prusiano, el desfile de la pequeña tropa holsteinesa reunida en Oranienbaum y organizando consejos de guerra para condenar, en debida forma, a una rata a la horca. En cuanto a los juegos amorosos, cada vez piensa menos en ellos. Si bien continúa presumiendo delante de Catalina de sus presuntas relaciones galantes, se guarda muy bien de tocarla aunque sea con la punta de los dedos. Se diría que le da miedo o le repugna, precisamente porque es una mujer y él no sabe absolutamente nada de ese tipo de criaturas. Frustrada y humillada noche tras noche, Catalina se adormece leyendo novelas de Mademoiselle de Scudéry, La astrea, de Honoré d’Urfé, Clovis, de Desmarets, las Cartas de Madame de Sévigné o -¡suprema audacia!- Vidas de las damas galantes, de Brantôme. Cuando se cansa de pasar las páginas de un libro, se viste de hombre siguiendo el ejemplo de la emperatriz, va a cazar patos a orillas de los lagos o hace ensillar un caballo y galopa sin un destino concreto para relajar los nervios. Por guardar cierto decoro, cuando la ven monta a mujeriegas, pero, en cuanto considera que ya no se encuentra al alcance de la vista, se pone a horcajadas. La emperatriz, debidamente informada, deplora esta costumbre, que, según ella, podría ser la causa de la esterilidad de su nuera. Catalina no sabe si debe reír o enfadarse por la curiosidad que suscita su vientre.
Si bien el gran duque la desdeña, otros hombres le hacen la corte bastante abiertamente. Incluso su mentor oficial, el virtuosísimo Choglokov, se ha ablandado y le dedica de vez en cuando un requiebro salaz. Sensible tiempo atrás al encanto de los Chernichov, Catalina soporta ahora con gusto el asedio de un nuevo miembro de la familia, llamado Zahar, que está a la altura de los precedentes. En todos los bailes, Zahar está allí devorándola con los ojos y esperando el momento de bailar con ella. Incluso se dice que intercambian notas amorosas. Isabel está ojo avizor. En pleno devaneo, Zahar Chernichov recibe la orden imperial de incorporarse inmediatamente a su regimiento, acantonado lejos de la capital. Pero Catalina no tiene mucho tiempo para lamentar su marcha, pues casi enseguida es felizmente sustituido por el seductor conde Sergéi Saltikov. Descendiente de una de las familias más antiguas del imperio y admitido entre los chambelanes de la pequeña corte granducal, el conde se ha casado con una dama de honor de la emperatriz y ha tenido de ella dos hijos. Pertenece, pues, a la raza de los «verdaderos machos» y arde en deseos de demostrárselo a la gran duquesa, pero lo frena la prudencia. La nueva vigilante y camarista de la pareja, la señorita Vladislávov, ayudante de los Choglokov, informa a Bestújiev y a la emperatriz de los progresos de este idilio doblemente adúltero. Un día, mientras la señora Choglokov expone por enésima vez a Su Majestad los disgustos que le causa el gran duque al descuidar a su esposa, Isabel tiene una iluminación y vuelve a una idea que la atormenta desde los esponsales de su sobrino. Como acaba de decir su interlocutora, para que nazca un niño es absolutamente preciso que el marido «haya puesto de su parte». Así pues, para garantizar una procreación correcta, hay que hacer algo con Pedro, no con Catalina. Tras convocar a Alexéi Bestújiev, Isabel examina con él la mejor forma de resolver el problema. Los hechos son éstos: después de cinco años de matrimonio, la gran duquesa todavía no ha sido desflorada por su esposo y, según las últimas noticias, tiene un amante normalmente constituido, Sergéi Saltikov. En consecuencia, para evitar un desagradable embrollo, es importante adelantarse a Sergéi Saltikov y ofrecer a Pedro la posibilidad de fecundar a su mujer. Según el médico de corte Boerhaave, bastaría una ligera intervención quirúrgica para liberar a Su Alteza de la fimosis que no le permite satisfacer a su augusta media naranja. Por supuesto, si la operación falla, Sergéi Saltikov estará ahí para desempeñar, de incógnito, el papel de progenitor. Así se tendrá una doble garantía de inseminación. En otras palabras, para que la descendencia de Pedro el Grande quede asegurada, es preferible apostar en las dos mesas: dejar que Catalina pase buenos ratos con su amante y preparar a su marido para que tenga con ella unas relaciones eficaces. La preocupación dinástica y el sentido de la familia se conjugan para aconsejar a la zarina que, como sagaz estratega, disponga de varios recursos. Por otro lado, puesto que ella no ha tenido hijos pese a sus numerosas aventuras sentimentales, no comprende que una mujer, a quien su constitución física no impide ser madre, vacile en buscar con otro hombre la felicidad que su esposo le niega. Poco a poco, el adulterio de la gran duquesa, que al principio no era más que una idea a la vez fútil e insensata, se convierte en su mente en una idea fija de carácter sagrado, en el equivalente de un deber patriótico.