Por instigación suya, la señora Choglokov, transformada en confidente íntima, le explica a Catalina que hay situaciones en las que el honor de una mujer consiste precisamente en acceder a perderlo por el bien del país. Le jura que nadie -ni siquiera la emperatriz- la tratará con dureza por esta infracción a las reglas de la fidelidad conyugal. De modo que, ahora, Catalina se reúne con Sergéi Saltikov -y no sólo para ir simplemente de excursión- con la bendición de Su Majestad, de Bestújiev y de los Choglokov. No obstante, el doctor Boerhaave practica en la persona del gran duque, de forma totalmente indolora, la pequeña intervención quirúrgica decidida en las altas esferas. Para comprobar que, gracias a un golpe de bisturí, su sobrino «funciona», Su Majestad le envía a la joven y atractiva viuda del pintor Groot, que según dicen tiene aptitudes para formarse una opinión sobre esta cuestión. El informe de la dama es concluyente: ¡todo está en orden! La gran duquesa podrá comprobar por sí misma la capacidad, finalmente normal, de su esposo. Al enterarse de la noticia, Sergéi Saltikov se siente aliviado. Y Catalina todavía más. De hecho, Pedro debe hacer acto de presencia al menos una vez en la cama, para que ella pueda endosarle la paternidad del hijo que lleva desde hace unas semanas en su vientre.
Por desgracia, en el mes de diciembre de 1750, durante una cacería, a Catalina la asaltan violentos dolores. Un aborto. A pesar de la decepción que eso les causa, la zarina y los Choglokov multiplican sus atenciones para con ella. Es una forma como otra cualquiera de invitarla a insistir, con Saltikov o con cualquier otro «suplente». El verdadero padre es lo de menos; el que cuenta es el padre putativo. En marzo de 1753, Catalina presenta de nuevo síntomas de embarazo, pero a la vuelta de un baile sufre otro aborto. Afortunadamente, la tenacidad de la zarina es inagotable. En lugar de desesperarse, Su Majestad anima a Saltikov en su papel de semental, y lo hace con tanta eficiencia que en febrero de 1754, siete meses después del último aborto, Catalina constata que está otra vez embarazada. La zarina, que es inmediatamente informada, echa las campanas al vuelo. Esta vez será la buena, piensa. En vista de que el embarazo parece desarrollarse correctamente, considera que sería prudente alejar a Sergéi Saltikov, cuyos servicios ya no son necesarios. No obstante, por consideración al estado de ánimo de su nuera, la emperatriz accede a mantener al amante en reserva, al menos hasta el parto.
Naturalmente, cuando piensa en el próximo nacimiento, Isabel lamenta que se trate de un bastardo por cuyas venas no correrá, pese a ser heredero titular de la corona, una sola gota de sangre de los Románov. Sin embargo, considera que es preferible este engaño genealógico -del que, por supuesto, nadie será informado- a instalar en el trono al pobre zarevich Iván, que cuenta ahora doce años y continúa prisionero en Riazán, desde donde se le debe trasladar, según lo previsto, a Schlüsselburg. Fingiendo creer que el hijo venidero es el legítimo vástago de Pedro, rodea de cuidados a esta madre adúltera de la que no puede prescindir. Dividida entre el remordimiento por tamaña superchería y el orgullo de haber preservado la perennidad de la dinastía, desearía manifestarle su indignación a esa tunanta redomada, que en realidad demuestra una sensualidad, una amoralidad y una audacia comparables a las suyas. Sin embargo, es preciso reprimirse pensando en los historiadores futuros, que juzgarán su reinado. Ante la corte, Su Majestad aguarda, con devota esperanza, que su queridísima nuera traiga al mundo al primer hijo del gran duque Pedro, al fruto providencial de un amor bendecido por la Iglesia. No es una mujer la que va a dar a luz, sino Rusia entera la que se dispone a alumbrar a su futuro emperador.
Isabel se instala en los aposentos contiguos a la habitación donde la gran duquesa espera el momento del parto. A decir verdad, si quiere permanecer muy cerca de su hija política es sobre todo para impedir que el emprendedor Sergéi Saltikov vaya a visitarla con demasiada frecuencia, lo que sería motivo de chismorreo. Ya está pensando en enviar a algún lugar lejano a ese progenitor que se ha vuelto indeseable. En cuanto al porvenir sentimental de su nuera, Isabel aún no piensa en él. Lo único que debe hacer Catalina es parir. Y dar un hijo varón al país. ¡Una niña lo complicaría todo! Después, ya se verá. Día tras día, la zarina hace cálculos, interroga a los médicos, consulta a videntes y reza ante los iconos.
En la noche del 19 al 20 de septiembre de 1754, tras nueve años de matrimonio, Catalina siente por fin los primeros dolores. Inmediatamente, la emperatriz, el conde Alexandr Shuválov y el gran duque Pedro acuden para asistir al parto. El 20 de septiembre de 1754, a mediodía, al ver aparecer entre las manos de la comadrona al bebé, todavía pringoso y manchado de sangre, Isabel exulta: ¡alabado sea Dios, es un varón! Ya ha escogido su nombre: Pablo Petróvich (Pablo, hijo de Pedro). Una vez lavado y envuelto en pañales, y después de que el confesor de Su Majestad le administre el agua de socorro, el recién nacido sólo permanece un minuto en brazos de su madre. Apenas tiene tiempo de besarlo, de abrazarlo, de aspirar su olor. Ya no le pertenece; pertenece a Rusia, o más bien a la emperatriz. Dejando a sus espaldas a la gran duquesa extenuada y gimiente, Isabel se lleva al pequeño Pablo estrechándolo entre sus brazos, como si fuera un botín costosamente obtenido. Lo instalará en sus aposentos privados, bajo su exclusiva vigilancia. Ya no necesita a Catalina. Una vez que ha cumplido con su función reproductora, la gran duquesa ha perdido todo interés. Si volviera a Alemania, nadie la echaría de menos en palacio.