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Isabel, inclinada sobre la cuna, escruta con angustia el rostro arrugado del niño. A esa edad no se percibe ningún «parecido familiar». ¡Mejor que mejor! Por lo demás, se parezca al amante de Catalina o a su marido, el resultado es el mismo. A partir de ahora no importa que el gran duque Pedro, ese macaco pretencioso, continúe siendo un estorbo en palacio. Tanto si vive como si desaparece, la sucesión está asegurada.

Sobre la ciudad, los cañones atruenan y las campanas repican alegremente. En su habitación, todavía febril como consecuencia del ajetreo del parto, Catalina llora porque, una vez más, ha sido abandonada; y no lejos de ella, al otro lado de la puerta, el gran duque, rodeado de los oficiales de su regimiento holsteinés, bebe una copa tras otra a la salud de «su hijo Pablo». En cuanto a los diplomáticos, Isabel sospecha que, con su causticidad habitual, se divertirán comentando, cada uno por su lado, la extraña filiación del heredero del trono. Pero también sabe que, aunque en las cancillerías no se han dejado engañar por este truco de prestidigitación, nadie se atreverá a decir en voz alta que el pequeño Pablo Petróvich es un bastardo y que el gran duque Pedro es el más glorioso cornudo de Rusia. Ahora bien, esta adhesión tácita de los contemporáneos a una mentira es precisamente lo que puede transformarla en certeza para las generaciones futuras. Y a Isabel le interesa por encima de todo el juicio de la posteridad.

Con ocasión del bautizo, Isabel decide demostrarle su satisfacción a la madre disponiendo que le presenten en una bandeja varias joyas y una orden de pago a su favor por un importe de cien mil rublos: el precio de compra de un heredero auténtico. Luego, considerando que le ha manifestado suficientemente su solicitud, ordena, como medida de decoro, enviar a Sergéi Saltikov en misión a Estocolmo. Se le encomienda llevar al rey de Suecia el anuncio oficial del nacimiento, en San Petersburgo, de Su Alteza Pablo Petróvich. La emperatriz no pestañea ni un segundo ante el extraño cometido de ese padre ilegítimo que va a buscar las felicitaciones destinadas al padre legítimo del niño. ¿Cuánto tiempo durará el viaje? Isabel no lo precisa y Catalina está desesperada. ¡Puros remilgos de mujercita deseosa de amor!, decide la zarina. Ella ha tenido demasiadas aventuras sentimentales y sensuales a lo largo de su vida para enternecerse con las de las demás.

Mientras Catalina se lamenta en el lecho, en espera de que transcurra la cuarentena, Isabel ofrece multitud de recepciones, bailes y banquetes. En palacio no se cansan de celebrar un acontecimiento que se esperaba desde hacía casi diez años. Por fin, el 1 de noviembre de 1754, cuarenta días después del parto, el protocolo exige que la gran duquesa reciba las felicitaciones del cuerpo diplomático y de la corte. Catalina recibe a los invitados semitendida en una pomposa cama de terciopelo rosa con bordados de plata. La habitación ha sido lujosamente amueblada e iluminada para la ocasión. La zarina en persona ha ido a inspeccionar el lugar antes de la ceremonia para comprobar que no falle nada. Pero, inmediatamente después de la sesión de homenaje, manda retirar los muebles y los candelabros superfluos; siguiendo sus instrucciones, la pareja granducal regresa a sus aposentos habituales del palacio de Invierno. Es una forma encubierta de decirle a Catalina que su papel ha terminado y que, en lo sucesivo, la realidad reemplazará al sueño.

Ajeno a este tráfago familiar, Pedro vuelve a sus juegos pueriles y a sus borracheras, mientras que la gran duquesa se enfrenta al sustituto de su antiguo mentor, Choglokov, fallecido en el ínterin. El nuevo «maestro de la pequeña corte», cuyo carácter entrometido y puntilloso Catalina presiente, es el conde Alexandr Shuválov, hermano de Iván. Desde el momento en que entra en funciones, trata de ganarse la simpatía de los habituales de la pareja principesca, cultiva la amistad de Pedro y aplaude su pasión desmesurada por Prusia. Respaldado por él, el gran duque ya no tiene límites para su germanofilia, ordena que vengan nuevos soldados del Holstein y organiza en el parque del castillo de Oranienbaum un campamento atrincherado que bautiza con el nombre de Peterstadt. Mientras él se divierte jugando a ser un oficial alemán, al mando de tropas alemanas en una tierra que querría que fuese alemana, Catalina, más sola que nunca, se sume en la neurastenia. Tal como ella había temido después del parto, Sergéi Saltikov, tras una breve misión en Suecia, es enviado a Hamburgo en calidad de ministro residente de Rusia. La zarina, pese a detestar a su hijo adoptivo, tiene interés en cortar los puentes entre los dos amantes. Además, sólo a título excepcional permite a Catalina ver a su hijo. Se ha convertido en una abuela posesiva, que monta guardia junto a la cuna y no acepta ningún comentario de la gran duquesa sobre la forma de criar al niño. Se diría que la verdadera madre del pequeño Pablo no es Catalina sino Isabel, que ha sido ella quien lo ha llevado nueve meses en el vientre y quien ha sufrido para traerlo al mundo.

Catalina, desposeída y desanimada, trata de olvidar su desgracia leyendo con pasión los Anales de Tácito, El espíritu de las leyes de Montesquieu, y algunos ensayos de Voltaire. Privada de amor, intenta paliar esa falta de calor humano interesándose en la filosofía e incluso en la política. A fuerza de frecuentar los salones de la capital, escucha con más atención que antes las conversaciones, a menudo brillantes, de los diplomáticos. Al lado de un marido completamente absorbido por pamplinas militares, adquiere una seguridad y una madurez mental que no pasan inadvertidas a los que la rodean. Isabel, cuya salud declina a medida que la de Catalina mejora a ojos vista, no tarda en percatarse de la metamorfosis progresiva de su nuera. Pero todavía no sabe si debe alegrarse o preocuparse por ello. Enferma de asma y de hidropesía, la zarina se aferra en su vejez al todavía joven y apuesto Iván Shuválov, que se ha convertido en su principal razón de vivir y su mejor consejero. Se pregunta si, para su tranquilidad personal, no sería preferible que Catalina tuviera, como ella, un amante oficial que la colmara en todos los aspectos y le impidiera inmiscuirse en los asuntos públicos.

Hacia mediados de 1755, por Pentecostés, un nuevo plenipotenciario inglés llega a San Petersburgo. Se llama Charles Hambury Williams y lleva en su séquito a un joven y vivaz aristócrata polaco, Stanislas August Poniatowski, de veintitrés años de edad. Stanislas es un apasionado de la cultura occidental, ha frecuentado todos los salones europeos, ha conocido personalmente, en París, a la famosa señora Geoffrin, a la que llama «mamá», y disfruta en Londres de la amistad del ministro Horace Walpole. Dicen que habla todas las lenguas, que se adapta a todos los climas y que gusta a todas las mujeres. Nada más desembarcar en Rusia, Williams se propone utilizar al «polaco» para seducir a la gran duquesa y convertirla en su aliada en la lucha que planea emprender contra la prusofilia del gran duque. Por otro lado, el canciller Alexéi Bestújiev, respaldado por toda la «facción rusa», está dispuesto a secundar al embajador británico en sus propósitos. Consciente de la situación, desearía que Rusia se pusiera abiertamente del lado de los ingleses en caso de conflicto con Federico II. Según los rumores que corren por las cancillerías, el propio Luis XV, percibiendo el peligro de una guerra, está impaciente por reanudar los contactos con Rusia. De la noche a la mañana, gracias a sus conversaciones de salón con Stanislas Poniatowski, Catalina se ve metida en pleno caos europeo. Sin darse cuenta, las cuestiones internacionales adoptan para ella el hermoso rostro del polaco. Pero, pese a sus numerosos éxitos mundanos, Stanislas es tremendamente tímido. Aunque tiene una gran facilidad de palabra, se siente paralizado de respeto ante la gracia, la elegancia y la capacidad de réplica de la gran duquesa. Arde de deseo, pero no se atreve a declararse. Es León Narishkin, el alegre compañero de aventuras de Sergéi Saltikov, quien lo empuja a dar el paso. La camarista confidente de Catalina, la señorita Vladislávov, facilita sus primeros encuentros en Oranienbaum. Siempre al acecho de las intrigas que se traman, la zarina no tarda en saber que su hija política ha encontrado un sustituto de Sergéi Saltikov, que su último amante se llama Stanislas Poniatowski y que los tortolitos se arrullan infatigablemente mientras el marido, indiferente, cierra los ojos y se tapa los oídos.