Incómoda en su fuero interno por esta ostensible toma de posición, Isabel espera que el conflicto actual no se extienda por toda Europa. Por otro lado, teme que Luis XV la utilice para afianzar un acercamiento, ya no ocasional sino permanente, con Austria. Como para darle la razón en sus temores, en mayo de 1757 Luis XV manifiesta su deseo de confirmar que está de parte de María Teresa mediante una nueva alianza destinada a quitarle a Prusia toda posibilidad de comprometer la paz en Europa. Isabel intuye que, bajo este generoso pretexto, el rey oculta una intención más sutil. Al tiempo que se proclama solidario de Rusia, no quiere que ésta intente extenderse a costa de sus dos vecinos, Polonia y Suecia, aliados tradicionales de Francia. Mientras Luis XV esté trabado por este doble compromiso, no podrá jugar limpio con Isabel. Ésta debe poner en juego toda su habilidad para capear a los enviados de Versalles. Se pregunta si, dadas sus simpatías británicas, Alexéi Bestújiev es todavía el hombre indicado para defender los intereses del país. Mientras que el canciller, sin dejar de proclamar su patriotismo y su integridad, no vería con malos ojos el triunfo de la coalición angloprusiana sobre la coalición austrofrancesa, fundamentalmente gracias a la inacción de Rusia, el amante de la emperatriz, Iván Shuválov, no oculta que es adicto a Francia, a su literatura, a sus modas y, lo que es más grave, a su política. Isabel nunca ha sido objeto de un combate tan encarnizado entre su favorito y su canciller, entre los impulsos de su corazón, que la acercan a Versalles, y las reconvenciones de su razón, que le recuerdan sus lazos con Berlín.
Le gustaría tener la cabeza totalmente despejada para tomar decisiones. Pero las preocupaciones cotidianas y el recrudecimiento de sus dolencias minan cada día un poco más su resistencia física. A veces tiene alucinaciones, exige cambiar de habitación porque se siente amenazada por un enemigo sin rostro, suplica a los iconos que acudan en su ayuda, sufre síncopes y, cuando recobra el conocimiento, le cuesta recordar las cosas. Su cansancio es tal que querría abandonar la lucha. Tan sólo las circunstancias la obligan a permanecer en pie. Sin embargo, sabe que a sus espaldas ya se menciona el problema que surgirá tras su desaparición. Si muere mañana, inopinadamente, ¿a quién irá a parar la corona? Según la tradición, su sucesor no puede ser otro que su sobrino, Pedro. Pero a Isabel se le enciende la sangre ante la idea de que Rusia caiga en manos de ese medio loco, maníaco y malévolo, que se pasa el día pavoneándose con el uniforme holsteinés. Para hacer bien las cosas, debería declararlo cuanto antes incapacitado para ocupar el trono y designar a su hijo, el pequeño Pablo Petróvich, de dos años, único heredero. Ahora bien, eso supondría otorgar el papel de regente a Catalina, a quien Isabel detesta tanto por su belleza como por su juventud, su inteligencia y sus numerosas intrigas. Además, últimamente la gran duquesa se ha conchabado con Alexéi Bestújiev. Entre los dos, enseguida desordenarían las cartas que ella ha dispuesto tan sabiamente. Esta perspectiva irrita a la zarina, pero de repente pierde todo interés por el tema. ¿Qué sentido tiene preocuparse de las peripecias del futuro, si ella ya no estará allí para padecerlas? Incapaz de resolver nada de forma inmediata, opta por permanecer a la expectativa y aplazar para más adelante la fastidiosa tarea de decidir si destituye a su sobrino para legar el poder a su nieto y su nuera, o si deja que Pedro acceda legalmente a la dignidad imperial, a riesgo de consternar a Rusia. Sin confesárselo, espera que los acontecimientos le dicten la solución.
Por fortuna, el mariscal de campo Apraxin, a quien en repetidas ocasiones ha suplicado en vano que actuara, se ha decidido por fin a desencadenar una magna ofensiva contra los prusianos. En julio de 1757, las tropas rusas toman Memel y Tilsitt; en agosto del mismo año, aplastan al enemigo en Gross Jaegersdorff. Isabel siente renacer su vitalidad y hace celebrar las victorias con un tedeum, mientras que Catalina, para complacerla, organiza fiestas en los jardines de Oranienbaum. Entre todo ese alborozo, el único que muestra un semblante desolado es el gran duque Pedro. Olvidando que es el heredero del trono de Rusia y que esa serie de éxitos rusos debería alegrarle, no soporta la derrota de su ídolo, Federico II. Pero el diablo ha debido de escuchar sus recriminaciones, pues justo cuando en San Petersburgo la muchedumbre, sobreexcitada, grita «¡A Berlín! ¡A Berlín!», y exige que Apraxin prosiga su conquista hasta aniquilar Prusia, una noticia transforma el entusiasmo unánime en estupor. Dos correos enviados por el mando afirman que, tras un deslumbrante inicio de campaña, el mariscal de campo está batiéndose en retirada y que sus regimientos abandonan el territorio ocupado dejando pertrechos, municiones y armas. Esta espantada parece tan inexplicable que Isabel se huele un complot. El marqués de L’Hôpital, que, a petición de Luis XV, asesora a la zarina dándole su opinión en estos momentos difíciles, se inclina a pensar que Alexéi Bestújiev y la gran duquesa Catalina, ambos pagados por Inglaterra y favorables a Prusia, no son ajenos a la sorprendente defección del mariscal. El embajador comenta esta suposición con las personas que lo rodean y sus palabras son inmediatamente repetidas a la zarina. En un arranque de energía, al principio sólo piensa en castigar a los culpables. Para empezar, destituye a Apraxin, lo manda a vivir a sus posesiones y pone a la cabeza del ejército a su segundo lugarteniente, el conde de Fermor. Sin embargo, reserva la manifestación de su principal resentimiento para Catalina. Querría castigar severamente, de una vez por todas, a esa mujer cuyas infidelidades conyugales antaño consentía, pero cuyos manejos políticos no puede tolerar. Habría que taparle la boca, a ella y a toda la camarilla de prusianos de opereta que pululan alrededor de la pareja granducal, en Oranienbaum.
Por desgracia, es un mal momento para hacer limpieza, porque Catalina se ha quedado de nuevo embarazada y, como en ese estado es «sagrada» para la nación, goza de una impunidad provisional. Cualesquiera que sean sus errores, vale más dejarla en paz hasta el parto. Y en esta ocasión, ¿quién es el padre? El gran duque no, desde luego, pues, desde la pequeña operación que le practicaron, reserva todas sus atenciones para Elizaveta Voróntsov, la sobrina del vicecanciller. Esta amante, que no es ni guapa ni espiritual, pero cuya vulgaridad le da seguridad, acaba de apartarlo de su esposa. Por lo demás, le importa un comino que Catalina tenga un amante y que sea Stanislas Poniatowski quien la haya dejado embarazada. Incluso hace bromas groseras en público sobre la cuestión. Para él, Catalina es una esposa que constituye un estorbo y una deshonra, una mujer con la que lo casaron en su juventud sin pedirle su opinión. La soporta y trata de olvidarla durante el día y, sobre todo, por la noche. Ella, por su parte, teme que la zarina envíe al otro extremo del mundo a Stanislas Poniatowski, el padre natural de su segundo hijo. A petición suya, Alexéi Bestújiev interviene ante Su Majestad para que el nuevo «destino» de Stanislas, en Polonia, se retrase, al menos hasta el nacimiento del bebé. El canciller acaba consiguiéndolo y Catalina, más tranquila, se prepara para el acontecimiento.
Durante la noche del 18 al 19 de diciembre de 1758 nota unas contracciones significativas. El gran duque, alertado por sus gemidos, es el primero en acudir junto a ella. Lleva puesto el uniforme prusiano, sin olvidar botas, cinturón, espada, espuelas en los tacones y una banda cruzada sobre el pecho. Se tambalea y masculla, con voz de borracho, que está allí con su regimiento para defender a su legítima esposa contra los enemigos de la patria. Temiendo que la emperatriz lo vea en semejante estado, Catalina lo manda a la cama a dormir la mona. Su Majestad llega poco después, justo a tiempo para ver alumbrar a su nuera, asistida por una comadrona. Cogiendo al bebé en brazos, Isabel lo examina con ojo experto. Es una niña. ¡Da igual! Se conformarán. Sobre todo porque, en la línea masculina, la sucesión está garantizada por el pequeño Pablo. Para ganarse la benevolencia de su suegra, Catalina propone ponerle a su hija el nombre de Isabel. Pero Su Majestad no está de humor para dejarse enternecer y dice que prefiere para la niña el nombre de Ana, que era el de su hermana mayor, la madre del gran duque. Luego, tras haber hecho administrar el agua de socorro al bebé, se lo lleva en brazos sin ninguna contemplación, igual que hizo cuatro años antes con el hermano de esta recién nacida inútil.