Una vez cerrado este episodio familiar, Isabel se dedica a aclarar el caso Apraxin. El mariscal de campo, desacreditado y destituido tras su incomprensible retirada ante el ejército prusiano que acababa de derrotar, murió muy oportunamente de un «ataque de apoplejía» tras haber sido sometido al primer interrogatorio. Pero, antes de morir, y sin dejar de negar su culpabilidad, reconoció haber mantenido correspondencia con la gran duquesa Catalina. Y eso, dado que Isabel había prohibido formalmente a su nuera escribir a quienquiera que fuese sin informar a las personas encargadas de su vigilancia, constituye un crimen imperdonable de rebelión. Los adictos a la zarina atizan sus sospechas contra la gran duquesa, el canciller Alexéi Bestújiev e incluso Stanislas Poniatowski, todos sospechosos de llevarse bien con Prusia. El vicecanciller Voróntsov, cuya sobrina es la amante del gran duque y que, desde hace mucho tiempo, sueña con ocupar el puesto del canciller Bestújiev, denosta a Catalina, a la que hace responsable de todas las desgracias diplomáticas y militares de Rusia. Lo respaldan en sus ataques los hermanos Shuválov, tíos de Iván, el favorito de Isabel. Incluso el embajador de Austria, el conde Esterhazy, y el de Francia, el marqués de L’Hôpital, apoyan la campaña de denigración desencadenada contra Alexéi Bestújiev. ¿Cómo no dejarse impresionar por tan porfiadas denuncias? Después de haber escuchado este concierto de reproches, Isabel toma una decisión en lo más hondo de su conciencia.
Un día de febrero de 1759, mientras Alexéi Bestújiev asiste a una conferencia ministerial, es increpado y detenido sin explicaciones. Durante un registro en su domicilio, los investigadores descubren unas cartas de la gran duquesa y de Stanislas Poniatowski. Nada comprometedor, desde luego; sin embargo, en ese clima de oscura venganza, los motivos más nimios son buenos para ajustar las cuentas a los que estorban. Por supuesto, en todos los países, cualquiera que se meta en la alta política corre el peligro de que lo derriben con la misma rapidez con que ha subido a la cima. Sin embargo, en las naciones llamadas civilizadas, sólo corre el riesgo de recibir una reprobación, ser destituido o ser retirado de oficio; en Rusia, patria de la desmesura, los culpables pueden ser condenados a la ruina, al exilio, a la tortura e incluso a la muerte. Nada más notar en la nuca el viento de la represión, Catalina ha quemado sus cartas, sus borradores, sus notas personales y sus libros de cuentas. Y espera que Alexéi Bestújiev haya tomado las mismas precauciones.
A decir verdad, la emperatriz, al tiempo que condena a su ex canciller, desea que salga del paso simplemente con un buen susto y la pérdida de algunos privilegios. ¿Se debe este acceso de indulgencia al cansancio de la edad o a los recuerdos de una vida de lucha y desenfreno? Pensándolo bien, preferiría un castigo moderado que un veredicto inapelable para ese hombre que ha trabajado durante tanto tiempo a su lado. Una vez más, la elogiarán por ser «la Clemente». El hecho de moderar su rencor contra Alexéi Bestújiev tiene tanto más mérito cuanto que la conducta de otros miembros del «complot angloprusiano» le parece inexcusable. Por ejemplo, permanece impasible cuando el gran duque Pedro se arroja a sus pies, jura que no tiene nada que ver con esas torpezas políticas y que Bestújiev y Catalina son los únicos culpables de cohecho y traición. Asqueada por la bajeza de su sobrino, Isabel lo manda a sus aposentos sin pronunciar una palabra de perdón ni montar en cólera. Para ella, ya no cuenta. Ni siquiera existe.
Muy distinta es su actitud ante la conducta «incalificable» de su nuera. Para disculparse, Catalina le ha enviado una larga carta, redactada en ruso, en la que le confía su congoja, defiende su inocencia y le suplica que le dé permiso para marcharse a Alemania a fin de reunirse con su madre e inclinarse ante la tumba de su padre. A Isabel, la idea de un exilio voluntario de la gran duquesa le parece tan absurda y fuera de lugar en las circunstancias actuales que no responde a esta llamada de socorro. E incluso va más lejos: decide castigar a Catalina privándola de su mejor camarista, la señorita Vladislávov. Este nuevo golpe acaba de destrozar a la joven. Consumida por la tristeza y el miedo, se mete en la cama, rechaza todo alimento, asegura estar enferma del alma y del cuerpo y, al borde de la inanición, se niega a que la examine un médico. En cambio, suplica al atento Alexandr Shuválov que llame a un sacerdote para que la confiese. Se avisa al padre Dubianski, capellán personal de la zarina. Éste, después de recibir las confesiones y los actos de contrición de la gran duquesa, le promete defender su causa ante Su Majestad. Así pues, en el transcurso de una entrevista con su «augusta penitente», el sacerdote le pinta tan bien el dolor de su hija política -la cual, después de todo, sólo es culpable de haber errado en su dedicación a la causa de la monarquía-, que Isabel promete reflexionar sobre el caso de esa extraña feligresa. Catalina sigue sin atreverse a esperar que la zarina vuelva a concederle su favor. Sin embargo, la intervención del padre Dubianski ha debido de ser convincente, pues el 13 de abril de 1759 Alexandr Shuválov va a visitar a Catalina a la habitación donde se reconcome de angustia y le anuncia que Su Majestad la recibirá «hoy mismo, a las diez de la noche».
Capítulo once
Antes de que tenga lugar este famoso encuentro del 13 de abril, tanto la emperatriz como la gran duquesa saben que determinará para siempre el tono de sus relaciones. Cada una por su lado ha preparado sus argumentos, sus quejas, sus réplicas y sus excusas. Isabel, aunque imbuida de su poder discrecional, no ignora que su nuera, con sus treinta años, su piel lisa y su dentadura intacta, tiene sobre ella la ventaja de la juventud y la gracia. Le da coraje el hecho de haber superado la cincuentena, tener un exceso de grasa y seducir a los hombres tan sólo por el título y la autoridad que ostenta. De repente, la rivalidad de dos personalidades políticas se convierte en una rivalidad de mujeres. La ventaja de la edad favorece a Catalina; la de la posición jerárquica, a Isabel. A fin de que quede bien patente su superioridad sobre la suplicante, la zarina decide hacerla esperar en la antecámara el tiempo suficiente para que se ponga nerviosa y no sea dueña de sus medios de seducción. La audiencia ha sido fijada para las diez de la noche, pero Isabel no da la orden de introducir a Su Alteza en el salón hasta la una y media de la madrugada. Para tener testigos de la lección que se propone dar a su nuera, ha pedido a Alexandr Shuválov, a su favorito, Iván Shuválov, e incluso al gran duque Pedro, el marido de la culpable, que se escondan detrás de unos grandes biombos y no se muevan bajo ningún pretexto. Si no ha invitado a Alexéi Razumovski a participar en esta curiosa vigilancia familiar es porque, aunque éste continúa siendo su confidente titular -la «memoria sentimental de Su Majestad»-; últimamente ha ido perdiendo influencia y ha tenido que ceder el puesto, «para lo esencial», a recién llegados más ágiles. Así pues, el «caso Catalina-Pedro» se sale de su competencia. Juzgando que esta entrevista va a ser decisiva, Isabel ha preparado todos los detalles con una minucia de director de escena. Tan sólo unos pocos cabos de vela brillan en la penumbra, para acentuar el carácter inquietante del cara a cara. En una bandeja de oro, la emperatriz ha depositado las pruebas: unas cartas de la gran duquesa, encontradas en casa de Apraxin y de Bestújiev. Así, en cuanto las vea, la intrigante se sentirá confundida. [59]