Para preparar unas negociaciones tan delicadas, el rey de Francia cuenta con la ayuda que el barón de Breteuil prestará al caduco marqués de L’Hôpital. En realidad, no es en la experiencia diplomática del barón en lo que confía para embaucar a la zarina, sino en la seducción que este petimetre de veintisiete años ejerce sobre todas las mujeres. Pero la astuta Isabel descubre enseguida el juego de este falso admirador de su gloria. Además, observando la maniobra de Breteuil, se da cuenta de que no es a ella a quien intenta engatusar para asociarla a los intereses de Francia, sino a la gran duquesa. A fin de ganarse el favor de Catalina, Breteuil le propone que elija entre dejarse amar por él como sólo un francés sabe hacerlo, o permitir que él consiga que la zarina acepte el regreso de Stanislas Poniatowski, que sigue cumpliendo penitencia en su sombría Polonia. Tanto si escoge una de las propuestas o combina las dos para su placer, la gran duquesa sentirá tal gratitud hacia Francia que no podrá negarle nada. El momento es tanto más indicado para esta ofensiva de seducción cuanto que la joven ha sufrido, uno tras otro, dos duros golpes: la muerte de su hija, la pequeña Ana, [63] y la de su madre, que ha fallecido recientemente en París. Pero resulta que, pese a este doble duelo, Catalina ha superado por fin la melancolía que la consumía desde hacía años. Es más, ya no siente la necesidad ni de reanudar las relaciones con uno de sus antiguos amantes ni de empezarlas con otro, aunque sea francés.
A decir verdad, no ha esperado que aparezca el barón de Breteuil para encontrar un sucesor de los hombres que anteriormente la complacieron. El nuevo elegido presenta la singularidad de ser un ruso de pura cepa, fogoso, atlético, despierto, audaz, lleno de deudas, famoso por sus calaveradas y dispuesto a cometer todas las locuras para proteger a su amante. Se llama Grigori Orlov. Él y sus cuatro hermanos sirven en la Guardia imperial. El culto que profesa a las tradiciones de su regimiento refuerza su odio hacia el gran duque Pedro, conocido por despreciar al ejército ruso y sus jefes. Ante la idea de que este histrión se pavonee con uniforme holsteinés y se proclame émulo de Federico II, cuando es el heredero del trono de Rusia, Orlov se siente moralmente llamado a defender a la gran duquesa contra los actos demenciales de su marido. Aun extenuada por la enfermedad, la edad, las preocupaciones políticas y los excesos en la comida y la bebida, la zarina permanece al corriente de las nuevas locuras de su nuera, cuya conducta reprueba al tiempo que envidia. En el fondo, la comprende, pues en su opinión el gran duque Pedro merece cien veces que su mujer lo engañe, puesto que él engaña a Rusia con Prusia. Sin embargo, teme que Catalina, precipitando el curso de los acontecimientos, le impida hacer realidad su deseo más querido: traspasar de un modo pacífico el poder pasando por alto la persona de Pedro y entregando la corona al hijo de éste, el pequeño Pablo, que sería asesorado por un consejo de regencia. Ciertamente, Isabel podría proclamar ya ese cambio en el orden dinástico, pero tal iniciativa produciría con toda seguridad un ajuste de cuentas entre facciones rivales, además de revueltas en el interior de la familia y tal vez también en la calle. ¿No es preferible dejar las cosas, de momento, tal como están? No hay prisa. Su Majestad conserva la lucidez y puede vivir unos años más; el país la necesita; sus súbditos no comprenderían que de pronto se desinteresara de los asuntos corrientes para ocuparse de su sucesión.
Como para animarla a mantener el statu quo, la Conferencia, ese consejo político supremo creado por iniciativa suya, proyecta una marcha conjunta de los ejércitos aliados sobre Berlín. Pero el mariscal de campo Piotr Saltikov está enfermo y el general Fermor vacila ante una acción de esta envergadura. Finalmente, el general ruso Totleben, en un gesto de audacia, lanza un cuerpo expedicionario hacia la capital prusiana, sorprende al enemigo, penetra en la ciudad y obtiene su rendición. Aunque esta incursión haya sido demasiado rápida y no se haya aprovechado para provocar la capitulación de Federico II sobre el conjunto del territorio, el rey se encuentra en una situación lo bastante precaria como para que sus adversarios entrevean la posibilidad de entablar con él unas fructíferas negociaciones. En esta coyuntura, Francia debería, según Isabel, dar ejemplo de firmeza. Iván Shuválov está tan convencido de que así lo hará que su amante dice de él, riendo, que es más francés que un francés de pura cepa: «¡Francés a rabiar!» Por lo demás, cree saber que Catalina se muestra amable con el barón de Breteuil sólo en la medida en que la política de Francia no se contrapone demasiado a la de Rusia. De cualquier modo, Breteuil, obedeciendo al duque de Choiseul, ha informado a la zarina de que Luis XV le estaría agradecido si, excepcionalmente, accediera a sacrificar «sus intereses particulares a la causa común». En resumen, le pide que se resigne a un compromiso. Sin embargo, pese a la enfermedad que la confina en su habitación, Isabel se niega a ceder antes de estar segura de que recibirá lo que le corresponde. Para ella, prolongar la tregua es hacerle el juego a Federico II. Conociéndolo como lo conoce, éste aprovechará la suspensión de las hostilidades para reorganizar su ejército y volver a la carga con una nueva posibilidad de éxito. La emperatriz, cuyos sentimientos de desconfianza y venganza se han despertado bruscamente, se deja llevar por la pasión. Medio moribunda, quiere que Rusia viva después que ella y gracias a ella. Mientras que a su alrededor vuelven a oírse sordos rumores sobre el futuro de la monarquía, prepara con sus consejeros de la Conferencia un plan de ataque en Silesia y en Sajonia. En un último arranque irreflexivo, nombra comandante en jefe a Alexandr Buturlin, cuyo principal mérito para este puesto es haber sido en otros tiempos su amante.