Los intercambios de informes secretos entre las cancillerías duran tres meses. Para gran sorpresa de Catalina, en el lado francés todavía no se perfila ninguna solución. ¿Habrán movido mal las fichas? ¿Tendrían que pensar tal vez en hacer otras concesiones u otras promesas para ganar la partida? Catalina se halla perdida en un mar de conjeturas cuando, en septiembre de 1725, la noticia estalla como un trueno en el cielo brumoso de San Petersburgo: en contra de todas las previsiones, Luis XV va a casarse con María Leszczynska, una polaca insignificante que tiene veintidós años y que la emperatriz de Rusia pensaba ofrecer como regalo al duque de Borbón. El anuncio es un tremendo desaire para la zarina. Furiosa, encarga a Ménshikov que averigüe las razones de ese enlace desigual. Éste va a ver a Campredon como quien acude a una cita entre testigos antes de un duelo a espada. El diplomático, acosado a preguntas, intenta nadar entre dos aguas, se pierde en explicaciones deshilvanadas, habla de una inclinación recíproca entre los prometidos, cosa que parece poco verosímil, y acaba por dar a entender que la casa de Francia no carece de pretendientes que, a falta de un rey, podrían satisfacer a la bella Isabel. Ciertos príncipes, insinúa, son mejores partidos que el propio soberano. Agarrándose a la tabla de salvación que le tienden, Catalina, decepcionada por Luis XV, decide conformarse con el duque de Charolais. Esta vez, piensa, no se la podrá acusar de que apunta demasiado alto. Enterada de este regateo, Isabel se siente herida en su orgullo y suplica a su madre que renuncie a sus irreflexivas ambiciones, que las deshonran a ambas. Pero Catalina pretende saber mejor que nadie lo que le conviene a su hija, y cuando cree haber apostado al fin por el caballo ganador, de pronto choca con el más humillante rechazo. «Monseñor ha aceptado otros compromisos», le dice Campredon con una cortesía afligida. El embajador está realmente harto de ser el encargado de infligir una afrenta tras otra a la emperatriz. La corte de Rusia se le ha vuelto insoportable. Querría renunciar a su puesto, pero su ministro, el conde de Morville, le ordena permanecer en él y evitar, por una parte, todo debate en torno al matrimonio de Isabel, y, por la otra, todo intento de acercamiento entre San Petersburgo y Viena. Esta doble responsabilidad inquieta al prudente Campredon. No comprende la política zigzagueante de su país. Al enterarse de que Catalina ha invitado al Alto Consejo secreto a romper las relaciones con Francia, que obviamente no quiere nada de ella, y a preparar una alianza ofensiva y defensiva con Austria, la cual está dispuesta a ayudar a Rusia pase lo que pase, el diplomático, decepcionado, estafado, asqueado, pide sus credenciales y el 31 de marzo de 1726 se marcha de las orillas del Nevá para no regresar jamás.
Tras su partida, Catalina se siente como engañada en una pasión de juventud. La Francia que ella tanto amaba la desprecia y la traiciona con otra. No ha sido a su hija a quien le han dado una patada sino a ella, con su cetro, su corona, su ejército, la historia gloriosa de su patria y sus esperanzas desmesuradas. Ofendidísima, envía a Viena a un representante encargado de negociar la alianza que tantas veces ha rechazado. Ahora, Europa se divide en dos bandos: por un lado, Rusia, Austria y España; por el otro, Francia, Inglaterra, Holanda y Prusia. El reparto de fuerzas puede cambiar, por supuesto, y es posible que se produzcan trasvases de influencia por encima de las fronteras, pero, en conjunto, para Catalina el mapa de los años venideros ya está trazado.
En este desbarajuste diplomático, sus consejeros se afanan, proponen, regatean, se enfadan y se reconcilian. Desde que forma parte del Alto Consejo secreto, el duque Carlos Federico de Holstein se distingue por la audacia de sus exigencias. Su necesidad de recuperar los territorios que antaño pertenecieron a su familia se convierte en una idea fija. Ve toda la historia del mundo a través de la del minúsculo ducado que es, afirma, su patrimonio. Catalina, irritada por sus continuas reivindicaciones, acaba por pedir oficialmente al rey de Dinamarca que devuelva el Schleswig a su yerno, el gran duque de Holstein-Gottorp, y ante la negativa categórica por parte del soberano danés, Federico IV, apela a la amistad de Austria y consigue que ésta apoye, llegado el caso, las reivindicaciones del dinámico Carlos Federico sobre el terreno que, todavía ayer, formaba parte de su herencia y del que se ha visto desposeído por los vergonzosos tratados de Estocolmo y Frederiksborg. La entrada de Inglaterra en este embrollo no hace más que sembrar la confusión.
La zarina está exasperada por el modo en que se han enredado los asuntos públicos. Siguiendo su costumbre, busca un remedio para sus males en la bebida. Sin embargo, los excesos gastronómicos, lejos de curarla de su angustia, acaban de minar su salud. Hay días en los que está de juerga hasta las nueve de la mañana siguiente y se derrumba en la cama, borracha perdida, entre los brazos de un hombre al que apenas reconoce. Los rumores de esta vida desordenada consternan a las personas de su entorno. Entre los cortesanos corren murmuraciones que predicen el naufragio de la monarquía. Como si los sempiternos chismes no bastaran para envenenar la atmósfera de palacio, vuelve a hablarse con insistencia de ese diablillo, el nieto de Pedro el Grande, que según algunos ha sido injustamente apartado del poder. El hijo del desdichado Alejo, el cual pagó con su vida la audacia de haberse opuesto a la política del «Reformador», emerge, aturullado, entre la maraña de discusiones sobre la sucesión. Los adversarios del inocente consideran que debe compartir la degradación paterna y que está excluido para siempre de las prerrogativas de la dinastía. Pero otros afirman que sus derechos a la corona son inalienables y que es el más indicado para subir al trono bajo la tutela de sus allegados. Sus partidarios se encuentran sobre todo entre los nobles de rancio abolengo y los miembros del clero provincial.
Se producen levantamientos espontáneos en puntos dispersos del país. De momento, nada grave: tímidas congregaciones ante las iglesias, conciliábulos a la salida de misa, el nombre del pequeño Pedro aclamado por la multitud el día de su santo… Para tratar de desactivar la amenaza de un golpe de Estado, el canciller Ósterman propone casar al zarevich, que aún no ha cumplido once años, con su tía Isabel, que tiene diecisiete. Nadie se preocupa de averiguar si este arreglo es del agrado de los interesados. Ni siquiera Catalina, habitualmente muy sensible a los impulsos del corazón, se plantea una sola pregunta sobre el futuro de la pareja que, por iniciativa suya, formarán un chiquillo apenas púber y una muchacha ya crecida. Con todo, si bien la diferencia de edad no parece un obstáculo para los impenitentes casamenteros, éstos reconocen que posiblemente la Iglesia se opondrá a esa unión consanguínea. Tras largas discusiones, la idea se descarta. Por lo demás, Ménshikov tiene una propuesta mejor. Haciendo un alarde de osadía, sugiere casar al zarevich Pedro, no con su tía Isabel, sino con la hija del propio Ménshikov, María Alexándrovna, en la que concurren, dice él, la belleza del alma y la del cuerpo. Casándose con ella, Pedro sería el más feliz de los hombres. Claro que la muchacha está prometida desde 1721 a Piotr Sapieha, palatino de Smoliensk, y se dice que está perdidamente enamorada de él, pero ese detalle no detiene a Catalina. ¡Si hubiera que tener en cuenta los sentimientos de todos antes de pedir la bendición de un sacerdote, no casarían nunca a nadie! De repente, la zarina decide romper el noviazgo de esos tortolitos que se interfieren en sus deseos y casar al zarevich Pedro Alexéievich con la señorita María Alexándrovna Ménshikov, mientras que a Piotr Sapieha se le ofrecerá, en compensación, una sobrina segunda de Su Majestad, Sofía Skavronska. En el ínterin, Sapieha ha sido admitido en repetidas ocasiones en la acogedora cama de Catalina, y de este modo ella ha podido comprobar las cualidades viriles del hombre que destina a su joven parienta. Sapieha, que es un vividor, no protesta por el cambio de novia; Catalina y Ménshikov se felicitan por haber solucionado el asunto en un abrir y cerrar de ojos; tan sólo la infortunada María Alexándrovna llora por su amor perdido y maldice a su rival, Sofía Skavronska.